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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Se puede jugar con el corazón de una pobre chica rica, pidiéndole dinero para comprar libros y utilizándolo para pagarte una pareja de profesionales del sexo...
Se puede jugar con el miedo de una famosa modelo y actriz de cine y asediarla con llamadas marranas y amenazadoras hasta hacer que se vuelva loca...
Se puede jugar al escondite con un traficante de drogas, metiéndose en su discoteca y destrozándolo todo sólo para llamar la atención...
Se puede jugar a policías y ladrones, y investigadores privados como los de las películas (y tal vez esto sea lo que hace nuestro amigo Ángel Esquius...)
Pero con los muertos no, eso sí que no: Con los muertos no se juega.
Andreu Martín y Jaume Ribera
Con los muertos no se juega
Esquius I
ePUB v1.0
jubosu20.01.12
Título: Con los muertos no se juega
Autor: Andreu Martín y Jaume Ribera
Se puede jugar con el corazón de una pobre niña rica pidiéndole dinero para comprar libros y utilizándolo para pagarse a un par de profesionales del sexo…
Se puede jugar con el miedo de una famosa modelo y actriz de cine, y asediarla con llamadas telefónicas y amenazadoras hasta hacerla enloquecer…
Se puede jugar al escondite con un traficante de drogas, metiéndose en su discoteca y destrozándolo todo sólo para llamar la atención…
Se puede jugar con las palabras y elaborar teorías literarias, revolucionarias e iconoclastas sobre autores clásicos de toda la vida y sus detectives de ficción, con la única intención de ligar…
Se puede jugar con cueros y cadenas y mordazas y látigos…
Se puede jugar en casa y en la calle, en el hospital, en el aparcamiento, en el asilo de ancianos, en el restaurante y hasta en casa de tu hijo, en compañía de nuera y nietos…
Se puede jugar a policías y ladrones, y a investigadores privados, como los de las películas, y al ajedrez, y al parchís, y al póquer, y al mus, y hasta a la ruleta rusa…
Pero con los muertos, no, eso sí que no:
Con los muertos no se juega.
Aquel día a quien realmente estábamos esperando en la agencia era a la famosa Felicia Fochs, la espectacular criatura Miss No sé Qué de no sé qué año más o menos reciente, convertida ahora en actriz y cantante de moda, carne de revistas del corazón, célebre desnudo de
Interviú
y rostro felino que en la tele nos recomendaba que comiéramos una determinada marca de espagueti congelados. Tenía hora para hablar con Biosca a las cinco de la tarde y la excitación llenaba las dependencias de la Agencia Biosca y Asociados. Amelia, la recepcionista, y Beth, la jovencísima última adquisición de la empresa, no paraban de cuchichear regocijadas por los rincones y de emitir risitas tontas. Miraban de reojo a Octavio, que se había presentado con un traje beige, camisa negra y corbata amarilla y se había sumergido en una bañera de perfume.
—Seguro que necesita protección —decía Octavio, caminando entre las mesas como una fiera enjaulada—. Protección de los hijoputas de los
paparazzi
, seguramente, o de esos admiradores que se vuelven locos y no les dejan en paz. ¿No te parece, Esquius? Porque, estando soltera, no creo que se trate de un caso de cuernos…
—Un momento, Octavio, que tengo trabajo.
Precisamente estaba pasando al ordenador un informe sobre un caso de cuernos. Cuernos. Tendríamos que clavar un par de ellos en la puerta de la agencia para que la gente supiera a qué nos dedicábamos. O ponerlos en el logotipo: dos cuernos enmarcando un talón de diez mil euros, en agradecimiento a los ingresos que nos suponían.
A las cinco en punto, incapaz de reprimirse ni un segundo más, Octavio, plantado en medio de las cinco mesas del gran despacho, expelió sonoramente el aire de los pulmones para llamar nuestra atención y, de pronto, sacó del interior de la chaqueta una pistola brillante, pesada y negra y apuntó a Amelia.
Amelia pegó un salto y un alarido y se atrincheró tras el archivador. Octavio celebró el susto con una carcajada de las suyas.
—¡Octavio, hombre, no hagas el burro!
—¡Pero si no está cargada!
Cuando pasaban diez minutos de la hora convenida, Octavio estaba haciendo que la joven Beth le acariciara el arma.
—Toca, toca, sin miedo. Es una Colt Officer del 45 ACP. ¿Qué te parece? Es grande, ¿eh? Y está fría… pero cuando dispara, se calienta…
—Y es dura, ¿verdad? —preguntó Beth.
—¡Muy dura! ¡Como el acero!
—O sea que, si te doy con ella en la cabeza, lo vas a notar, ¿verdad?
Por culpa de una pistola, Octavio no había entrado en la Policía Autonómica. Diez años atrás, aprobó el curso, pero después, durante el período de prácticas, se dedicó a ir por las discos con la pistola reglamentaria bien visible bajo la americana abierta. Pensaba que el arma actuaría como reclamo a la hora de ligar. Total, que sus jefes se enteraron y le echaron. Pero era de los que no escarmentaban.
Y de los que no callaban.
Veinte minutos después de las cinco, aquel pesado nos estaba endiñando una conferencia sobre todo lo que había averiguado de Felicia Fochs. Se sabía de memoria su filmografia y la letra de su último éxito como cantante,
Juguemos a papas y mamas
, y estaba en posición de desmentir con documentos en mano la difamación insidiosa según la cual la actriz se había operado los labios y las tetas. Incluso se había enterado de detalles familiares de la chica: ¿A que no sabíamos que tenía una hermana que también era artista? Se llamaba Colette y tenía un programa de radio nocturno en una emisora local:
Música para ponerse.
—¿Para ponerse a qué? —le provocó Beth, con ganas de ponerlo en un compromiso.
—A follar con la parienta, joder —replicó Octavio, que nunca se ha cortado ni un pelo—, que estás en la luna. O, todavía mejor, a pelártela como un mono. Música caliente y entre tema y tema la tía que te habla con ese acento francés y que dice unas cosas que te la levantan de golpe.
—¿Qué quieres decir? —se sorprendió Amelia—. ¿Felicia es francesa? ¿No era de L'Hospitalet?
—No —dijo el experto feliciólogo—. Sus padres vivían en París y la hermana mayor, Colette, nació y se crió unos años allí. Pero se trasladaron a L'Hospitalet y Felicia ya nació aquí. Joder, esa Colette también tiene que ser una fiera.
Disertaba como si hablase para un público numeroso, pero yo era consciente de que todo aquel despliegue de erudición estaba dedicado sólo a mí. Quería dejar claro que el caso tenía que ser para él y sólo para él. El caso, Felicia, y la hermana afrancesada y sedienta de sexo. No admitía competencias, pero estaba convencido de que yo era el preferido del jefe y le aterrorizaba la idea de que me asignara el caso a mí.
—No te hagas ilusiones, Octavio —le decía Amelia—. Estas mujeres, vistas al natural, sin maquillaje, pierden mucho. Suelen ser más bajitas de lo que pensabas y tienen voz de pito. —Amelia era una flacucha de más de metro noventa.
—¡Pura envidia! —berreaba Octavio, retorcido y congestionado en medio de la sala.
En ese momento, como respondiendo al grito del fanático, se escuchó el timbre de la entrada. Octavio se enderezó con una rapidez que yo no recordaba desde que se me rompió un muñeco de muelles que tenía de pequeño. Amelia corrió hacia el vestíbulo para hacer sus funciones de recepcionista. Oímos cómo abría la puerta y cómo hablaba con alguien. Octavio se arregló el nudo de la corbata.
Finalmente, se abrió la puerta y volvió a entrar Amelia acompañada de una chica completamente diferente a la que esperábamos. Era joven, bonita, delgada y pequeña, como de porcelana, modalidad lánguida. Unas gafas de montura metálica se le apoyaban sobre una naricita de pajarillo. Destacaban en el rostro ovalado y pálido unos ojos enormes, muy abiertos, brillantes y ávidos de experiencias, una boquita pintada de granate, y el pelo negro peinado hacia arriba y desperdigándose en todas direcciones como un surtidor de petróleo. Llevaba un abrigo largo de algodón y, debajo, un jersey azul sin forma y falda de color fucsia hasta los pies.
Octavio palideció, visiblemente decepcionado.
—¿Es usted Felicia Fochs? —se le escapó con voz desmayada.
—¿Y usted es Richard Gere? —le lanzó la recién llegada, automáticamente. Y, a continuación, después de un comentario privado («Imbécil») dirigió una pregunta a la atónita concurrencia—: ¿Es necesario pedir hora para contratar a un detective?
Al descubrir la verdad absoluta, a Octavio le pareció oportuno y necesario proclamarla a los cuatro vientos.
—¡No es Felicia Fochs! —me hizo notar, enfático. Y se volvió hacia Amelia para transmitirle—: ¡No es Felicia Fochs! —Y le notificó a Beth—: ¡No es Felicia Fochs!
La mujer de los ojos muy abiertos se volvió hacia mí con la expresión alarmada de quien acaba de descubrir un loco peligroso en su inmediato radio de acción y con la evidente intención de preguntarme cómo era aconsejable reaccionar en aquel caso; y, en el preciso momento en que yo me disponía a advertirle de que el estado mental de mi compañero era bastante equilibrado en comparación con el del director de la agencia, se abrió la puerta del despacho y nuestro admirado dueño y señor hizo una aparición triunfal:
—¡Pase, pase, por favor! —un grito capaz de paralizar un alud en plena caída—. ¡Bienvenida, la estábamos esperando! ¡No, nome diga nada! Cuando venía hacia aquí, ha tenido una avería en el coche, concretamente alguna cosa relacionada con el radiador. Se ha pringado los dedos y la ropa y ha tenido que volver a casa para cambiarse. Se ha duchado, pero con las prisas no se ha secado el pelo y ha venido con la ventana del coche abierta. Y acude a nosotros porque desconfía de alguien de su entorno, de ahí que no la acompañe nadie. ¿0
u
é le parece?
—Es asombroso —dijo la mujer del peinado tic palmera.
La gente suele hacer comentarios de este tipo cuando conoce a Biosca. Pero seguramente no lo dice por los motivos que Biosca imagina.
—No, no, no tengo poderes sobrenaturales, querida dienta —aclaró él, con un atisbo de modestia—. Es pura deducción. Sus manos, sus zapatos, el maquillaje, la ropa, son suficientemente explícitos. ¿Quiere pasar, por favor? —Y, dirigiéndome una mirada autoritaria—: Venga usted también, Esquius.
Biosca es así.
Al oír «venga usted también, Esquius», el rostro de Octavio reprodujo las emociones de los ganadores de la lotería en el momento de comprobar su boleto. Temí que de pronto se cubriese la cara con los faldones de la camisa, mostrando el ombligo, y comenzara a hacer el avión entre las mesas. «Venga usted, Esquius» sólo podía significar una cosa: que a mí me tocaba el caso de la mujer extravagante que acababa de llegar y que, por tanto, a él le correspondería el de Felicia Fochs.
—No creas que no vale la pena, ¿eh? —susurró en mi oído, eufórico, mientras la chica entraba en el despacho de Biosca—. Si le quitas la ropa que lleva y le pones un top y unos shorts de fiera bien ajustaditos, el índice de follabilidad le sube cincuenta puntos de golpe.
Sin dar señales de haberlo escuchado, crucé el umbral.
El momento en que un cliente entra en el sanctasanctórum de nuestro jefe y propietario de la agencia, es siempre delicado. A los recién llegados se les acelera el pulso y se les corta la respiración. Alguno, incluso, había salido corriendo con el pretexto de haberse dejado unos papeles en el coche, y ya no le habíamos vuelto a ver. Otros parecían sentirse impresionados o cómodos ante lo que veían. Pero la mayoría se quedaban desconcertados, quizá preguntándose si no habrían entrado de golpe en la dimensión desconocida.