Read Con los muertos no se juega Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
—Es el señor Ángel Esquius —intervino Helena Gimeno—. Investigador especialista en asesinatos.
La miré. Me miró. Ana Colmenero nos observaba. ¿Qué estaba buscando allí, la visitadora médica? ¿Qué podía estar buscando, después de hablar con Melania Lladó, la enfermera que tanto sabía acerca de las irregularidades que rodeaban la muerte de Marc Colmenero? Sólo podía estar buscando pruebas para la extorsión, naturalmente. Envidiaba la habilidad repugnante del malogrado Casagrande para presionar a los médicos y ahora pretendía imitarle. Y allí estaba, intentando obtener datos comprometedores de la heredera del magnate del transporte.
—¿Otro buitre? —gruñó la heredera—. ¿Es policía?
—No soy policía —la tranquilicé—. Ni busco escándalos. Sólo necesito un poco de información.
—¡Vaya! ¡Otro que quiere información! Pero, ¿quién os habéis creído que soy? ¿Una agencia de prensa? ¿Una confidente?
—¿Quieres que le eche de aquí? —se ofreció Josué.
A Ana Colmenero le faltó poco para soltar un chillido de impaciencia. En un par de zancadas, se plantó ante una cómoda y sacó un puñado de billetes del cajón de arriba.
—¡Toma! ¿Dónde está el otro? ¡Toma!
El atleta rubio se acercó tímidamente y cogió el dinero.
—¿Quién? ¿Ronaldo?
—Eso mismo, ¿dónde está el puto Ronaldo?
—No lo sé… Hace un rato que lo he visto en el solárium.
—Pues vete a buscarlo y os compráis algo bonito antes de que cierren las tiendas. —El adonis dudaba, como si pensara que no se merecía aquel dinero y que, en todo caso, le apetecía mucho hacer lo que se suponía que tenía que hacer para ganárselo.
—Ya os llamaré si os necesito —le despidió Ana Colmenero—. ¡Aire, joder, que en Calvin Klein cierran temprano!
El macarra abandonó la estancia más rico que unos momentos antes, pero cabizbajo y humillado. Y su humilladora me clavó una mirada de aguamarina capaz de abrir heridas.
—¿Y qué vas a sacar tú de la información que te dé? O sea: ¿dónde ves la posibilidad de sacar una pasta?
No era una pregunta fácil de contestar. Miré a Helena Gimeno de reojo, confiando en que me apoyaría y dije:
—Trabajo para un bufete de abogados. Mi trabajo consiste en localizar víctimas de accidentes y negligencias de todo tipo dispuestas a presentar reclamaciones judiciales. Sólo cobramos una módica comisión en caso de que se consiga la indemnización.
—Pues ya puedes largarte. Aquí nadie va a presentar ninguna reclamación.
—¿Y cómo es eso? Me han dicho que su padre murió a causa de una negligencia médica y no tengo noticia de que haya ninguna reclamación judicial en marcha.
Ana Colmenero me miró como miran los niños de tres años a los payasos de la tele. Como si me viera ridículo pero, al mismo tiempo, divertido e incluso un poco enternecedor.
—Pero, hombre… —me riñó sin demasiada animosidad—. Abogados de los que persiguen ambulancias. ¿No te da vergüenza, ganarte así la vida?
—Un poco —reconocí—. Pero tengo que hacerme unos implantes de titanio en la boca y valen mucho dinero.
Mira por dónde, la salida le hizo gracia y la predispuso un poco a mi favor.
—Ah. Por lo menos tiene sentido del humor. Aprende, reina, aprende. Este señor es un profesional. Y no tú, con unas mentiras que no me las creería ni que me las contara el Papa. —Me aclaró—: Dice que es del comité de empresa del Hospital de Collserola y que ha venido a defender el honor perdido de la enfermera idiota que mató a mi padre. —Aprovechó que me estaba señalando para pedirme—: ¿Te importaría ponerte en Australia, por favor? Me pone nerviosa verte de pie en medio del Pacífico. Me da la impresión de que vas a ahogarte de un momento a otro.
No me importaba complacerla, así que di dos zancadas hasta tener el mapa de Australia bajo mis pies.
—Y tú, niña, ponte allí. —Ana Colmenero indicó, imperativa, un punto cercano a I long Kong—. En Macao, reina. Me da que Macao te queda mejor. Ex colonia portuguesa, un lugar lleno de chicas muy valoradas por los marineros de toda la zona.
Helena Gimeno aguantó el tipo con cara de quien sin querer acaba de catar un producto para limpiar retretes y me consultó con la mirada. Con un movimiento de cabeza le indiqué que era conveniente seguir la corriente a la heredera. Ella accedió reprimiendo una sonrisa de admiración y de complicidad que sellaba pactos estratégicos con clausulas secretas e ilegibles dictadas por ella.
Ana Colmenero se dejó caer sobre un sillón giratorio y se desplazó sobre ruedas hasta la mesa del ordenador. Tocó el ratón y el salvapantallas del ordenador desapareció para dar paso a un logo muy chillón, «LIAMMAIL», que describía extraños giros. Me llamó la atención aquel nombre que se leía igual del derecho que del revés. Un palíndromo. «LIAMMAIL». La joven agarró la botella de Cutty Sark y bebió un buen trago a morro. Después giró sobre sí misma, como una niña, hasta que quedó encarada a nosotros, un poco aturdida.
—Tiene derecho a una reparación —insistí—. Es lo que se hace normalmente.
—Los del hospital se portaron de maravilla —dijo Ana con ademán frívolo de niña caprichosa—. Cuando llevé allí a mi padre, todo fueron atenciones. El doctor Barrios es el mejor traumatólogo de Cataluña; accedió a atenderle en cuanto se lo pedí y aplazó operaciones menos urgentes para ocuparse inmediata y personalmente de su caso. Y después de lo que ocurrió me dieron acceso, sin ningún problema a todos los documentos de la investigación interna y me ofrecieron una compensación de ciento cincuenta mil euros que yo acepté sin discutir. A cambio, tuve que renunciar a interponer cualquier tipo de reclamación, a fin de evitar el escándalo. Y entregué inmediatamente ese dinero a Eco-Mundo y a Caridad Cristiana, que eran las oenegés preferidas de mi padre. No necesitaba aquellos ciento cincuenta mil euros para llegar a final de mes, ¿sabes Gimeno?
Helena Gimeno hizo un ruido raro con la boca.
—Con una reclamación judicial —dije yo—, habría podido conseguir mucho más dinero y habría contribuido a impedir que este tipo de errores se repitieran.
Ana Colmenero negó con la cabeza durante más de un minuto, desaprobando profundamente mi manera de pensar. Permaneció callada, frunciendo las cejas, como si le pareciera intuir las vibraciones premonitorias de un terremoto y, después, desde el fondo de algún tipo de pozo, dijo en voz mucho más baja:
—Eso es lo que habría hecho él, si la muerta fuera yo. Poner pleitos y más pleitos hasta asegurarse de que una pobre desgraciada como la enfermera imbécil acabara en la cárcel o arruinada, o se suicidara. Entonces, cuando hubiera pagado ojo por ojo, todo el mundo le habría admirado y felicitado. «Tu hija está vengada.» Y así se habría quedado tranquilo. Eso es lo que habría hecho él. Pero yo no sé hacerlo, joder.
Hablaba en un tono de voz tan bajo que estuve a punto de emigrar de Australia para acercarme a ella. Pero me pareció preferible quedarme donde estaba y retener a Helena Gimeno con un gesto. Quedamos callados y en silencio. Ana Colmenero continuaba hablando, inmóvil, con la mirada fija en algún punto de China.
—¿Qué significa esto? ¿Qué soy una inútil? ¿Qué soy una imbécil? Tantas cosas que me quedaban por decirle. Te das cuenta justo cuando es demasiado tarde, ¿sabéis? Justo cuando le ves en la caja. Tantas cosas que me quedaban por decirle. ¿Para decirle qué? Para perdonarlo. Papá, te perdono que no estuvieras en el hospital cuando mamá se estaba muriendo, te perdono… si tú me perdonas que te matara tantas veces, cuando era pequeña, clavando agujas en aquel muñeco. Te perdono que me enviaras a aquel internado de mierda, si tú me perdonas que no fuera tan lista, ni tan inteligente como esperabas. Te perdono que me alejases de Gerardo, aquel trabajador de la empresa que quería casarse conmigo, y que le enviases de gerente a Buenos Aires, si tú me perdonas que me enamorara de un hijo de puta que sólo me buscaba por el dinero y que se largó sin siquiera despedirse, aceptando el soborno que le ofrecías. Un intercambio de disculpas, eso es lo que se echa de menos cuando un padre se muere, ¿no os parece? —Resucitó de repente, alzando la mirada hacia nosotros con un suspiro que no la liberó del todo del peso que la abrumaba. Sus ojos claros eran como cubitos fundiéndose, suavizándole los rasgos angulosos del rostro. De pronto era una niña. Una niña pequeña que había perdido a su padre—: Se murió y yo no hice nada. Yo… —Los suspiros y los sollozos la interrumpían—… Me dormí. Y él se murió, y yo soñaba, y no hice nada. ¿Cómo voy a echarle las culpas a otra persona? —Bebió otro trago de whisky. Y se hundió, escondiendo el llanto entre las manos—: ¡Y, además, esto no puede compensarlo nadie! ¡Nada ni nadie pueden compensarlo!
Aquel estallido de sollozos fue tan violento y profundo que, por un momento, temí que no se fuera a romper, tan delgada y tan poca cosa como era. Nunca hubiera creído que una persona como ella pudiera llorar de aquella forma.
Justo antes de que se me despertara una ignominiosa compasión, di media vuelta y busqué la salida, con el corazón encogido tres tallas, confiando en que Helena Gimeno tuviera el buen gusto de seguirme.
Dejamos a Ana Colmenero repitiendo: «¡Nada ni nadie pueden compensarlo!» Nada podía compensar su dolor. Ni la mansión neogótica, ni los juegos de ordenador, ni los adonis de alquiler, ni el whisky.
Mientras cruzábamos el jardín blanco, verde y amarillo, Helena Gimeno, que venía detrás de mí, me amenizaba el paseo con comentarios cargados de resentimiento y furia:
—Vaya una familia. La hija repelente y el padre, el rey de los transportes, un hijo de puta. Y la niña aún le respeta…
—Le respeta y le odia —puntualizaba yo, ecuánime.
—Si hubiera sido mi padre… Mira, mira el mamarracho de la estatua…
—Eso nunca se sabe. Los sentimientos son complicados.
—Déjate de historias. Un hijo de puta es un hijo de puta.
—Y un padre es un padre.
—Y la hija de un hijo de puta es la hija de un hijo de puta.
—Ha estado bien eso que ha dicho. «Cuando se muere un padre, lo que siempre queda pendiente es un intercambio tic disculpas.» —En aquel momento, en realidad, yo estaba pensando en mi propio padre y en su muerte, tantos años atrás. Parece que fue ayer. Y aún quedaban tantos perdones por intercambiar.
Helena Gimeno interrumpió mis pensamientos:
—¿Y las fichas? —La miré por encima del hombro—. Me las prometiste. Yo te daba los nombres de los médicos atrapados por Casagrande y tú me dabas la caja de cartón llena de fichas.
—No la tengo —dije.
—¡Eh, eh, eh! —exclamó ella, como quien dice «¡Para el carro!»—. No pensarás dejarme en la estacada, ¿verdad?
Me detuve al lado del Mercedes clavado contra el pilar del muro y me volví hacia ella como si tuviera la intención de dejarla pasar primero. Por sorpresa, ella se encontró cara a cara conmigo.
—A ti no hay quien te deje en la estacada. Sin ir más lejos, ahora mismo estabas buscándote la vida, ¿no? Has venido aquí para sacarle algún dato a la heredera con el que poder chantajear a algún médico del hospital.
—¡Mentira!
—¿Mentira?
—Yo sólo busco información…
—Ya sé qué tipo de información. La misma que pretendías obtener de Melania a cambio de mil euros.
—¡Eso no es verdad! —saltó furiosa—. ¿Mil euros? ¿Estás loco?
—¿No le diste mil euros a Melania Lladó?
—¿De dónde lo has sacado?
—¿No le diste mil euros?
—¡Claro que no!
—¿No?
—¡No! ¡Ella me pedía mil, pero yo sólo le di trescientos!
Se me escapó media carcajada. Al final, tanta jeta acababa resultando graciosa.
—Hablaste con ella, ella te dijo que había hablado conmigo y, cuando supiste que yo me interesaba por la muerte de Colmenero, te ha faltado tiempo para venir a ver qué más sacabas, a base de revolver la mierda.
Volvió a sonreírme.
—¿Te ha dicho Melania Lladó que me encontrarías aquí?
—Ha sido casualidad.
Se me acercó. Pensé que tenía la intención de quitarme alguna brizna que me ensuciaba la corbata.
—Casagrande me robó muchos clientes. Por culpa de sus tácticas asquerosas y de sus chantajes tuve que apechugar con muchas broncas en mi empresa. Me merezco una compensación. No seré peor de lo que soy aprovechando las fichas de Casagrande. Los médicos ya están acostumbrados, si no lo hago yo, lo hará otro, son las reglas del juego, lo echarían de menos si nadie les presionara. Y te prometo que sólo les presionaré un poco para que valoren el producto que les ofrezco.
Se me estaba acercando tanto que opté por retroceder hacia mi Golf, palpándome el cuerpo como si buscara las llaves y no diera con ellas. Ella se detuvo al lado de su BMW y se apoyó en el vehículo como una modelo a punto de ser fotografiada para un anuncio. Se abrió ligeramente de piernas, avanzó un poco la pelvis, y se pasó la lengua por los labios.
—¿Tienes algo que hacer, o ya has terminado la jornada laboral? —preguntó.
¿Qué les pasa? Me temo que mis canas deben de hacerles pensar que soy inofensivo. Era como un desafío hacia mí y hacia ella misma. ¿Seré capaz de resucitar la libido de este viejo decrépito? Y, a pesar del cansancio que me entorpecía y el dolor en todo el cuerpo, que me añadía años a cada movimiento, estaba más que a punto de aprovechar la ocasión, para demostrarle con quién estaba hablando, cuando las primeras notas de
La Comparsila
reclamaron mi atención.
—Se te ve cansado. Ven a casa —estaba diciendo ella, bajando dos octavas el tono de voz.
—¿Sí? —contesté al teléfono. Siempre existía la posibilidad de que se tratara de una equivocación y de que no tuviera ninguna excusa para eludir la invitación.
—¿Policía? —dijo una voz temblorosa, al mismo tiempo que Helena Gimeno me informaba de que disponía de un jacuzzi de dos plazas que me dejaría como nuevo.
—¿Policía? —exclamé—. No. Se equivoca.
Distinguí un brillo de triunfo en aquellos ojos de tigresa que me ofrecían placeres y perversiones de todo tipo.
—¿Usted no es el señor Ángel Esquius? —volvió a inquirir la voz temblorosa.
—Sí, pero…
—¿Y no es policía? ¿No me dejó en casa su tarjeta, diciéndome que era el encargado del caso de mi sobrino?
Era la tía de Ramón Casagrande, la señora Margarita Casals de Badalona. Me excusé con Helena componiendo un rictus de resignación, que fue correspondido con una mueca desdeñosa de «tú-te-lo-pierdes», y me alejé unos pasos de ella moviendo el móvil como quien busca cobertura. Cuando estuve seguro de que no podía oírme, volví a hablar: