Read Con los muertos no se juega Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
El móvil sonó tan inoportuno como siempre y en la pantalla apareció el nombre de mi hija. Inmediatamente, por asociación de ideas, recordé a María y me parece que pensé «Ay», si es que es posible pensar algo tan breve.
—Hola, ¿qué haces? —me preguntó con voz de hija sobreprotectora.
—Nada, trabajando.
—¿El caso ese de Felicia Fochs que me dijiste?
—No, no. Otra cosa.
Unos veinte metros más adelante, me detuvo la amenaza de una tienda de electrónica con cámaras que enfocaban a los peatones y proyectaban sus imágenes en pantallas de plasma expuestas en el escaparate. Probablemente no grababan las imágenes en cinta, pero me dije que el asesino prudente no se arriesgaría a pasar por delante. Entonces, ¿qué opción le quedaba?
—Sólo quería recordarte que mañana comemos todos juntos en casa de Ori —me estaba diciendo Monica—. Supongo que no te habías olvidado.
—No, no, claro que no.
Miré alrededor con la sensación de que se trataba de una barrera insalvable que echaba al traste mis teorías.
—¿Estás triste?
—No, no, de ninguna manera.
—Pareces triste.
—Pues no lo estoy. De verdad.
Localicé una salida. Una tienda de caramelos, justo antes de llegar al establecimiento de electrónica. Tenía dos entradas: una que daba al lugar donde me hallaba y otra que salía a una calle paralela.
—¿Qué iba a decirte? ¡Ah sí! Ayer vi a María, en el gimnasio.
—Ah. María.
Con el móvil pegado al oído, entré en la tienda, vacía de clientes a aquella hora de la mañana, llené una bolsa con gelatinas, serpientes, lenguas y regaliz y me dirigí a la caja, lo que me permitiría salir por la otra puerta. Había una dependienta con el aire amargado y abstraído de quien se plantea seriamente el suicidio.
—¿Me dice qué le debo? —pregunté.
La chica pesó los dulces como si aquél fuera el último acto social de su existencia.
—¿Dónde estás? —me interrogaba Monica.
—En una tienda de chuches, comprándoles gelatinas, nubes, serpientes, lenguas y regaliz a mis nietos.
—¡Papá! ¡Son demasiado pequeños! ¡Ori se va a enfadar!
—Que lo conserven en el congelador para cuando los niños sean mayores. —Le guiñé el ojo a la dependienta para alegrarle la vida. Ella me respondió con un rictus débil y tenebroso.
Salí de la tienda azucarada y, una vez en el otro pasillo, descubrí una nueva cámara de los sistemas de seguridad del centro, colgada del techo en la zona del bar. Aunque era giratoria y su ojo de
Gran Hermano
barría pausadamente la terraza del bar, en aquel momento no me miraba y pude retroceder hasta una encrucijada que, de repente, me situó ante una de las salidas del centro. No podía creerlo: no había ninguna cámara que me controlara.
—¿Qué te estaba diciendo? —continuaba Monica entretanto—. María. Que está encantada, pero encantada, eh, contigo. Dice que eres amable, ingenioso, divertido, considerado… Que os lo pasasteis superbién…
—¿Eso te dijo?
—¡Claro que sí! ¡Y me quedo corta! ¿Qué te creías? ¡Aún eres atractivo para las mujeres, papá!
Salí al pasaje perpendicular a la calle Pemán pensando en Beth, y en Helena Gimeno, y en Flor Font-Roent, e incluso en Melania Lladó. Si quería continuar esquivando cámaras espías, tenía que enfilar el pasaje hacia arriba. Un poco más abajo, en una esquina, había otra entidad bancaria con cajero automático y, por tanto, otra cámara. El asesino tenía que haber ido hacia la izquierda, y yo seguí sus pasos.
—¿Y
no te contó cómo fue la cosa? —dije, refiriéndome a la omnipresencia de Beth. Beth morreándome en medio de la plaza Molina la noche que planté a María. Beth haciendo su aparición con moto, minifalda y botas de
maîtresse.
—Me dijo que habíais hablado de literatura. Que eres un hombre de mucha cultura.
Tal vez María no había querido herir a Monica revelándole qué clase de monstruo era su padre.
Yo avanzaba por aquel pasaje estrecho, siguiendo la fachada lateral del centro comercial. Después de pasar frente a un edificio de pisos, fui a parar, finalmente, a unos almacenes ruinosos y deshabitados, rodeados por una verja metálica. El rótulo de una empresa constructora anunciaba la inminente demolición de aquellos bloques y ofrecía los pisos que se construirían allí, con todas las comodidades imaginables, a unos precios muy competitivos.
—Ah, bueno, sí… —iba diciendo—. Nos lo pasamos muy bien…
—Tenéis que volver a quedar, papá —me ordenaba mi hija, desde el fondo de su alma de Celestina.
—De acuerdo, ya la llamaré —dije, obediente.
En uno de los tramos de la verja metálica, alguien había desenganchado la red de alambre de las barras de hierro que la sujetaban y bastaba con empujar para que aquello se abriera como una puerta.
—¿Seguro que estás bien?
—Seguro, Monica, seguro.
Al otro lado, en una franja de jardines situada frente al edificio cerrado, se podían ver cartones por el suelo, restos de comida y de una hoguera y botellas vacías. No hacía falta ser Sherlock Holmes para deducir que allí dormían indigentes.
—¿Seguro que te hace ilusión volver a ver a María?
—Palabra de honor.
—Es que lo dices como si sólo quisieras quedar bien.
—Lo digo como si, en estos momentos, estuviera pensando en otra cosa…
—¿Ah, sí? ¿Y en qué estás pensando?
Dos manzanas más arriba, en una plazoleta, había cinco contenedores de basura. Uno para papel, uno para cristal y tres para basura normal y corriente. Y la posibilidad de perderse por toda la red de calles de Barcelona sin una cámara indiscreta a la vista.
—¿Papá?
Consulté el cronómetro. En total, había tardado cinco minutos y cuarenta segundos. Y estaba seguro de que, una vez te sabías el camino, era posible llegar desde el vestíbulo del edificio de Casagrande hasta el punto donde me encontraba en tan sólo dos o tres minutos.
—¡Bien! —exclamé.
—¿Qué pasa, papá?
—Nada. Cosas del trabajo. Que tenía yo razón. Como siempre.
Octavio estaba tomando el sol, sentado en un banco, delante de aquel espantoso monumento de mármol y agua sucia que erigieron en 1964 en memoria de José Antonio Primo de Rivera. Leía un periódico deportivo con una actitud tan relajada y ociosa que te daban ganas de llevarle un vermut y unas aceitunitas. Abstraído como estaba en la lectura, tuve que darle un capón para que se apercibiera de mi presencia.
El susto hizo que lanzara el periódico por los aires y que metiera la mano dentro de la chaqueta con la evidente intención de esgrimir aquella pistola
king size
de la que estaba tan orgulloso. Se lo impedí.
—¡Quieto, Octavio, que soy yo!
—¡Joder, Esquius! ¡Qué susto!
—¿Qué haces aquí?
No sé si su mueca significaba que no hacía nada de provecho o que se trataba de la misión más importante que le habían encargado en su vida.
—A Biosca se le ha metido en la cabeza que el acosador debe de estar merodeando por el barrio, porque ya ha localizado a Felicia, de modo que me ha destacado aquí fuera, para atraparlo en cuanto aparezca.
—¿Y cómo piensas hacerlo? ¿Aprovecharás cuando se te acerque y te dé un capón?
—No, Esquius. Ya he estado haciendo una labor de reconocimiento del terreno, ¿sabes?
—¿Ah, sí? ¿Y has encontrado algún sospechoso?
—Tres o cuatro. Individuos sospechosos que iban por la calle hablando por el móvil…
—¿En serio? ¿Por la calle? ¿Hablando por el móvil?
—Sí, ha faltado poco para que acabásemos a guantazos. ¡No veas cómo se ponen algunos cuando les quitas el móvil para comprobar a qué número están llamando! Adoran estos artefactos, no puedes imaginar hasta qué límite. Se ponen como si le hubieras pegado una patada a un hijo suyo, o a su madre, o una cosa por el estilo. Yo les digo: «¡Eh, tío, que sólo es un teléfono! ¡No es un dios, ni un amuleto de la buena suerte, ni un consolador! ¡Es un teléfono!» Pues ha habido uno que incluso quería llamar a la policía.
—Pero ahora no estabas persiguiendo a adoradores de teléfonos.
—¡Porque ya me he cansado! Además, estoy harto de esas dos histéricas. No paran de quejarse por todo y de criticarlo todo. Y Felicia se pasa las noches chillando y gimiendo cada vez que oye algún ruido.
—Hombre, a lo mejor, si durmieras a su lado, estaría más tranquila…
—¡Es lo que yo siempre le digo!
—¿Y no le parece bien?
—Es una calientapollas —resumió, indignado.
Le dejé allí, poseído por la desidia, y subí a la agencia.
En el interior del piso se seguía respirando aquel tufo de hostal improvisado y mal ventilado. En seguida supe que Tonet continuaba sufriendo problemas de aerofagia. Me dio la impresión de que todos estaban de mal humor. Las hermanas Fochs, instaladas en torno a mi mesa, jugaban al parchís con Amelia y Tonet, como si aquélla fuera una de las disciplinas correctivas de un campo de trabajos forzados. Después de tres días viviendo y durmiendo allí, estaban adquiriendo el aspecto de zombies de película.
Beth me miró desde detrás de su ordenador con una mirada que parecía cargada de rencor. Una de esas miradas rápidas que hacen que te cuestiones: «¿Qué habré hecho ahora?» No pude acercarme a ella para preguntárselo, porque Biosca me había oído llegar y nos impuso lo que él creía que era su presencia imponente.
—¡Amigo Esquius! ¡Llevo rato esperando el informe de lo que pasó ayer en una residencia geriátrica de Badalona! ¿Podrá proporcionármelo, aunque sea oral y resumido, en los próximos minutos?
—Tendrá que ser muy resumido y en los próximos segundos porque tengo que ir a un entierro —dije, expeditivo, mientras entraba en su despacho—. ¿Qué quiere saber?
Cerró la puerta y tuve que aguantar un diluvio de reproches y admoniciones. ¿Cómo se me ocurría ir encontrando cadáveres por el mundo? ¿Es que me había propuesto que la policía la tomara con nosotros? Además, yo actuaba a mi manera, y ni siquiera le informaba de cómo iba el caso, no le daba la oportunidad de analizar pistas y guiarme por el camino correcto. Ciertamente, el inspector Soriano, que le había llamado sugiriendo que me despidiese de la agencia, era un imbécil, se le notaba en el tono de voz, en la forma de hablar, de acuerdo, pero precisamente por eso había que tenerlo contento y hacerle la pelota. Biosca se mostraba lo bastante incoherente como para que me quedara claro que el ochenta por ciento de su malhumor estaba relacionado con las dificultades que ofrecía el caso de Felicia Fochs. No se le veía una solución próxima y las dientas estaban a punto de insubordinarse.
—No será preciso —dije.
—¿No será preciso? ¿No será preciso? ¿Qué es lo que no será preciso?
—Lamer el culo. Ni a Soriano ni a nadie. Porque me parece que ya casi tengo listo el caso de Adrián Gornal.
—¿Qué me dice? —me miró maravillado.
—Pero necesitaré un poco de ayuda.
Cambió de expresión. Los dioses no podían ser tan misericordiosos. Esquius solucionaba un caso, pero exigía más dinero, como si lo viera.
—No me toque más los cataplines, Esquius —exclamó—. Los franceses ya están investigando aquello de Colliure y puede estar seguro de que lo harán durar tanto como les sea posible.
—No hablo de dinero.
—¿Ah, no?
—No. Necesito que envíe a alguien, esta noche, a un lugar donde duermen unos indigentes. Que hable con ellos y que les pregunte si han encontrado alguna prenda manchada de sangre en los contenedores. Chaqueta, cazadora, abrigo, gabardina… Si la tienen, tendrá que comprarla. Pero con cien o doscientos euros bastará. Y si no lo tiene claro, me los resta de mi sueldo.
Me miró, con las cejas arqueadas, durante un largo minuto de silencio.
—¿Una prenda de vestir manchada de sangre? —preguntó.
—Chaqueta, gabardina, abrigo, cazadora, sí señor.
—¿Que alguien habría tirado a unos contenedores?
—Exacto.
—Un asesino huyendo del lugar del crimen.
—Ni más ni menos.
—Y unos indigentes podrían haberla encontrado…
—Es muy probable, porque los indigentes acostumbran a rebuscar en los contenedores y esos contenedores están allí mismo.
—Y la habrían cogido…
—Porque es nueva. Y cara. Total, un poco manchada de sangre. Eso se lava.
—De acuerdo, ahora no tengo tiempo de discutir. Enviaré a Octavio. Si demuestra que Adrián Gornal es inocente, la agencia pagará esa chaqueta. Si no, la pagará usted.
Le anoté la dirección exacta del centro comercial de la calle Pemán, e incluso le hice un plano, para que Octavio no se perdiera. Y, cuando ya me disponía a despedirme porque quería asistir al funeral de Ramón Casagrande, se abrió la puerta del despacho y por ella entró un joven bajito, tropezando con los muebles y dando traspiés para no caer.
Era un chico guapito, con el pelo corto teñido de amarillo, expresión asustada y un teléfono móvil en la mano. Le reconocí como uno de los dos sospechosos señalados por la Fochs. Raúl Vendrell, el ex novio de Felicia.
Octavio, que venía detrás, le había propulsado con un enérgico empujón.
—¡Misión cumplida! —gritó triunfal mi colega—. ¡Ya he pillado al acosador de Felicia Fochs!
Y sus ojos me decían: «¡Y tú no!»
Detrás del joven y de Octavio, las hermanas Fochs exhibían un estallido de indignación y gritos que saturó el despacho. Felicia venía temblando y miraba al figurín patitieso como si fuera un monstruo lovecraftiano. Y, por si sus ojos no resultaban lo bastante explícitos, añadía la palabra:
—¡Eres un monstruo, Raúl, un monstruo y un enfermo, me das mucho miedo!
Beth se reía junto a la puerta.
Emilia, después de insultarlo unas cuantas veces, le escupió en la cara. Entonces, el joven Raúl Vendrell, por reflejo, le pegó un bofetón y a continuación se sintió autorizado a lanzarse al cuello de Octavio al tiempo que proclamaba que había sido secuestrado a punta de pistola y que nos denunciaría a todos a la policía.
Para poner paz, Tonet agarró a Raúl por el cuello de la camisa, lo levantó enérgicamente y lo agitó, como si fuera el frasco de un jarabe para la tos. Este acto sencillo y elemental tuvo el poder de paralizar al conjunto de los presentes.
—Explíquese, Octavio —exigió Biosca.
—Estaba rondando el edificio, medio escondido con el móvil en las manos —dijo Octavio—. Le he reconocido por la foto.