Read Con los muertos no se juega Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Me pareció que se obligaba a sí misma a insistir en aquel tema para no tener que abordar los que realmente la angustiaban.
—El caso es que de las mil maneras posibles que podían haber elegido para matarle, optaron por la más estrafalaria, la más increíble, la que ha pasado a la historia como un artificio que no hay quien se crea. ¿Por qué?
—¿Por qué? —repitió Flor.
—Porque no querían matarle.
—¿Un montaje?
—Me cuesta creer que una persona se quede tan tranquila, esperando a que le hagan un juicio en el que eventualmente será torturado y condenado a muerte, sin tratar de evadirse de una forma u otra.
—Piensas que todo fue un montaje de Marlowe y de sus amigos para hacerle pasar por muerto y evitar el juicio.
—¡Sí, señora! Christopher Marlowe era un hombre con recursos. Había viajado por toda Europa, había trabajado como espía. No es posible imaginárselo de brazos cruzados, sin hacer nada, esperando el desastre sin siquiera intentar una huida al extranjero.
—Ésta viene a ser la teoría de Calvin Hoffman —comentó Flor, apareciendo en la sala con una bandeja llena de comida—. Venga, deja eso y vamos a comer.
La última frase me sonó demasiado familiar entre aquellas cuatro paredes. Marta, mi ex mujer, diciéndome: «Venga, deja eso que la cena está en la mesa». Por un segundo, retrocedí unos años y me estremecí.
—¿Calvin Hoffman? —dije—. No le conozco. No puede decirse que le haya copiado.
—Ese Hoffman llegó a abrir la tumba del protector de Marlowe, el aristócrata Thomas Walsingham, para intentar confirmar su teoría. Creía que Walsingham se había hecho enterrar con papeles que la demostraban.
—En cambio, a Marlowe le enterraron en una tumba sin lápida y sin nombre, ¿no?
—Sí.
Nos sentamos a la mesa. El jamón y el vino eran excelentes. Cara a cara, mirándonos a los ojos, le solté la teoría que había improvisado en algún momento de los últimos días, tal vez mientras me duchaba.
—Pues Hoffman y yo coincidimos. Yo me limito a aplicar la técnica detectivesca. Me he puesto en el lugar de los conspiradores. Ésta es la manera de entender las cosas; examinar los elementos del montaje y dilucidar a qué finalidades concretas obedecen. En este caso, había una doble finalidad; o, mejor dicho, una doble necesidad. Tenía que quedar constancia pública de que Marlowe estaba muerto y, al mismo tiempo, Marlowe tenía que continuar vivo. Por lo tanto la mejor, probablemente la única, manera de certificar su deceso era disponer del cadáver de un hombre de edad similar a la de Marlowe, que por fuerza tenía que quedar irreconocible. Pero también se precisaban unos testigos de los hechos que dejaran constancia de que aquel hombre era Marlowe. Si dejaban un cadáver en un descampado vestido con la ropa de Marlowe, siempre podía quedar la duda. ¿Es Marlowe o no es Marlowe? Y, al mismo tiempo, el asesino debía poder alegar defensa propia, para no acabar en la cárcel, o ejecutado. —Hice una pausa porque Flor estaba untando mantequilla directamente sobre una loncha de salmón ahumado, en vez de hacerlo sobre la tostada y ni se daba cuenta. Era evidente que el secreto que me escondía la consumía por dentro y no estaba por lo que hacía. Continué en un tono que incluso a mí se me hacía pedante—: Ingram dice que Marlowe le atacó. Y dice que estaba encajonado entre el banco y la pared y la mesa y los otros dos testigos, de modo que no podía huir. En aquella época, el argumento de defensa propia se ponía sistemáticamente en duda cuando el homicida, pese a ser atacado, hubiera renunciado a la posibilidad de huir. Pero Ingram alega que no pudo huir, de modo que se vio obligado a defenderse. Y hay dos testigos que le avalan. Así conseguía Ingram Frizer la eximente para su crimen. El papel de los dos testigos era reforzar esta relación de los hechos tan frágil, que no se hubiera sostenido sin ellos, pero, sobre todo, dar constancia de que aquel cadáver con una daga clavada en el ojo y el rostro hinchado y tumefacto, era el de Christopher Marlowe y no el de otra persona.
—El juez y un puñado de testigos del pueblo que fueron convocados a la escena del crimen le vieron… —dijo, tímida como un bachiller que le expusiera una pega a Albert Einstein para darle la oportunidad de deslumbrarlo con su respuesta.
—Ninguno de ellos le conocía personalmente. Y en aquella época no había fotografías de personajes famosos por todos lados, como ocurre ahora. Los testigos dijeron que el muerto era Christopher Marlowe y los otros no tenían por qué dudarlo.
A Flor aquella conversación no le importaba un comino. Se le perdía la mirada por los rincones de mi casa. La atenazaba una duda que la alejaba de la realidad. Pero aún no había llegado el momento de tirarle de la lengua. Pronto empezaría a hablar por sí sola.
Me disculpé y me puse ante el ordenador de Ramón Casagrande para conectarlo y acceder a sus secretos.
No sé qué esperaba encontrar en el ordenador de Casagrande. Tal vez tenía la esperanza de que guardara allí una copia informática de sus famosas fichas, aunque suponía que, si era así, los archivos estarían encriptados, o protegidos por contraseñas.
Flor se me acercó por la espalda.
—Entonces —dijo mecánicamente, después de carraspear—, supongo que estás entre los que piensan que utilizaron el cuerpo de un hereje que había sido ejecutado en la horca aquella misma tarde, muy cerca de Deptford…
—No creo que ni el juez ni los testigos del pueblo fueran tan cortos como para no saber distinguir la marca que una soga deja en el cuello.
—¿Entonces?
La hice esperar un poco mientras inspeccionaba el contenido de aquel disco duro.
No parecía que hubiera nada interesante, ni encriptado ni sin encriptar. Una carpeta con una colección de fotografías pornográficas bajadas de la red, otra con canciones pirateadas (Casagrande era un clásico aficionado a los boleros y las rancheras), un puñado de solitarios y un tetris tridimensional pasados de moda desde hacía años, y unas cuantas presentaciones en Power Point relativas a asuntos de su trabajo.
—¿Entonces? —repitió Flor.
—Ésa es la parte que aún no tengo completamente resuelta. Me falta documentación.
—¿Y después? ¿Eres de los que piensan que Marlowe huyó a Italia para volver acto seguido a Inglaterra bajo una personalidad ficticia y continuar escribiendo y estrenando sus obras utilizando a Shakespeare como fachada?
—No, no lo creo.
En Outlook, tres cuartos de lo mismo: propaganda, correos de esos con chistes recogidos en la red y enviados por el amigo gracioso de turno y correspondencia con los Laboratorios Haffter. Nada especial o mínimamente personal: informes sobre nuevos productos y circulares. Hice una pausa mientras realizaba búsquedas en el disco duro con las palabras «Colmenero», «Colliure», «Adrián», «Gornal» y «Sharazad» y no me salió ningún documento.
—¿Encuentras algo? —preguntó Flor, al verme tan concentrado.
—Nada.
Pinché en el icono de Internet Explorer y accedí a la página de Google. Miré el historial. Como ya suponía, había accesos a páginas pornográficas y también a páginas de descarga de música y a webs de información bursátil.
Y entradas repetidas a la página de correo web de Liammail.
Liammail.
La misma página a la que estaba conectada Ana Colmenero el día que la visité.
Quise acceder a la página, pero el ordenador no estaba conectado a la red. Y yo no sabía configurarlo.
Descolgué el teléfono y llamé a casa de Ori.
Respondió mi nuera, que sólo sabe hablar con monosílabos o con conferencias. No conoce el término medio.
—¿Puedo hablar con Oriol?
—No.
—¿No está?
—No.
—¿Sabes cuándo vendrá?
—Pronto.
—¿Puedes decirle que me llame?
—Sí.
Me volví hacia Flor y casi la sorprendí con la confesión en la boca. AI encontrarse con mi mirada, se tragó lo que tenía en la punía de la lengua, parpadeó e improvisó:
—O sea, que no estás de acuerdo con la teoría que afirma que era Marlowe quien escribía las obras de Shakespeare…
—¿Por qué no? —contesté. Y continué improvisando—: Shakespeare, si no me equivoco, era un actor, ¿no? No tenía por qué saber escribir y dirigir y actuar, todo a la vez. Quizás era Marlowe quien escribía sus obras y la gente creía que se le ocurrían a Shakespeare. Si eso aún sucede hoy en día, y la gente es más culta. Dicen: «Ostras, qué gracia tiene Dustin Hoffman, qué cosas se le ocurren…», como si no supieran que Dustin Hoffman, y Al Pacino, y Fernando Fernán Gómez se limitan a recitar los guiones que han escrito otros. A lo mejor entonces pasaba lo mismo… —Volví a la mesa, a servirme un poco más de vino y a insistir con el jamón—. La gente decía: «Jo, ese Shakespeare se inventa cada cosa…», y él no lo desmentía.
—Pero —objetó Flor, haciendo un esfuerzo por concentrarse—, el año del crimen, Shakespeare ya había escrito cuatro o cinco obras. Es muy cierto, como ya debes de saber, que no se conoce prácticamente nada de su infancia, ni de su educación, ni mucho menos, o sea, nada de nada, de los años que precedieron su llegada a Londres, a principios de la década de los 90. Pero muchos biógrafos consideran que escribió, e incluso estrenó, sus primeras obras, las tres partes de
Enrique VI
y
Ricardo III
, entre 1590 y 1593. O sea, cuando Marlowe aún estaba oficialmente vivo.
—En ese caso, los que dicen que las escribió Marlowe, ¿en qué se basan?
—En que esas obras, como gran parte de la producción de Shakespeare, parecían muy influenciadas por las de Marlowe. Eran casi miméticas, y no sólo en el uso del verso libre, que era, por decirlo así, una innovación de Marlowe. Después, Shakespeare fue madurando y abordó otros registros y temas, se hizo más sutil, demostró ser capaz de crear personajes más complejos y adquirió un gran sentido de la comedia.
—¿Qué edad tenía Shakespeare cuando murió Marlowe? —pregunté.
—Veintinueve años.
—¿Y Marlowe?
—También veintinueve.
—Vaya. Qué casualidad.
—¿A qué te refieres?
—Nada. De momento sólo te daré una pista, para que le des unas vueltas: si tantos estudiosos e investigadores no han sabido descifrar el enigma, es porque han sido incapaces de plantearse la pregunta correcta.
—¿Cuál es?
—Si la supieras, ya tendrías la respuesta —le dije, en parte para hacerla sufrir, en parte porque me faltaban algunos datos por confirmar.
—Oh —dijo, francamente impresionada.
Sonó el teléfono. Era Ori. Le expuse el problema al que me enfrentaba y le pregunté qué había que hacer para configurar un ordenador y conectarlo a la red. Condescendiente, consideró que era una tarea demasiado difícil para mí.
—¿No tienes el tuyo conectado a la red?
—Sí, pero me interesa el ordenador de otra persona.
—Pero, para conectar con Liammail, puedes hacerlo también desde tu ordenador. Verás lo mismo por un camino que por el otro.
Tenía razón, como siempre que se trataba de ordenadores.
—Claro —dije—. ¿Cómo no se me ha ocurrido a mí?
—Porque naciste antes que Bill Gates.
—Gracias, muy amable.
Conecté mi ordenador y accedí a Liammail.com. «¡Abre una cuenta gratuita con nosotros y súmate a los más de treinta millones de usuarios de Liammail de todo el mundo!» Treinta millones de usuarios eran muchos usuarios. En consecuencia, el hecho de que tanto Casagrande como Ana Colmenero estuvieran abonados a este servicio, no tenía, en principio, nada de particular.
Les dije que sí, que quería abrir una cuenta y, de esta manera, comprobé que, en aquel servicio, mi correo particular estaría protegido por un nombre de usuario y una contraseña secreta. Imposible entrar y leer la correspondencia de Casagrande sin esos datos.
En su ordenador, había encontrado la dirección de Casagrande, [email protected], pero no su contraseña.
De reojo, podía ver que Flor mariposeaba a mi alrededor como un satélite en torno a su planeta. Se retorcía las manos, exhalaba suspiros capaces de revolotear las cortinas, iba de un lado a otro con actitud de alma torturada y abría la boca, como un pez, y la cerraba de nuevo con repentina determinación y mordiéndose los labios.
Pensé: «Ahora. O me lo dice ahora, o le parto la cara».
Se me acercó y me puso una mano en la espalda. Cuando me volví hacia ella, me encontré con una expresión trágica que habría despertado la envidia de la mismísima Sarah Bernhardt.
—¿Tú crees que Adrián es inocente del asesinato de Casagrande? —me soltó.
Pausa.
—Estoy convencido de ello.
—¿De verdad? —Una luz de esperanza se alumbraba en el horizonte de Flor Font-Roent—. O sea, que ya no tiene nada que temer, ¿no? La policía no le detendrá, nadie puede acusarlo de nada, podrá volver al trabajo como si no hubiera pasado nada, ¿no?
—No —le dije—. Claro que no.
La luz se apagó y el horizonte se volvió tenebroso.
—¿No?
—No, porque de hecho él intentó matar a Casagrande. Alguien se le adelantó, eso es cierto, pero el anciano de ayer, en el geriátrico, murió por su culpa.
—¿Eso significa que tendría que ir a la cárcel?
—Probablemente, sí.
Se hundió. Golpeó el suelo con el pie derecho.
—¡Oh, no, no, no! ¡Diantres, no! ¡Mierda!
—¿Por qué me lo preguntas? —Con calma. Sin tocarla—: ¿Qué pasa?
Tardó un poco en contestar.
—Que esta mañana me ha llamado por teléfono.
Si me excitaba demasiado, si me ponía a dar saltos y a gritar oéeeee oéeeeee y la agarraba del cuello exigiendo que me lo contara todo hasta el mínimo detalle, se arrepentiría de lo que me acababa de decir. De manera que, para contestar, agarroté mis músculos y sonreí.
—¿Te ha llamado por teléfono? —como si nada.
—Me ha llamado al móvil. Para… despedirse. —El sollozo agazapado en la garganta—. Me ha dicho que es un cobarde y un asesino, que no me merece y que mañana se irá rumbo al norte, y que nunca más nos volveremos a ver.
Le manaban las lágrimas sin su permiso.
—¿Y tú qué le has dicho?
Con vehemencia:
—Le he dicho: «¡Espérame! ¡No te muevas, que ya voy! ¡Quiero verte! ¡Quiero darte el último beso!» Y me ha dicho: «Es inútil. Si vienes, vendrá la policía, me atraparán y me meterán en la cárcel». Digo: «¡Pero espérate un momento! ¡Conozco al hombre que puede salvarte!» Y estaba hablando de ti, Ángel. ¿Podrás salvarle?