Read Con los muertos no se juega Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
—Fui a casa de los Colmenero…
—…Sí, y al final encontraste a Adrián Gomal en una residencia de ancianos. Ya me lo ha contado Biosca, gracias.
Conozco esa expresión. Es calcada a la de mi hija Monica cuando está resentida y se cierra en banda. Y sé que no hay nada que hacer.
—Bueno —dije, mirando el reloj—. Si ya sabes lo que pasó… Además, tengo que ir al funeral de Casagrande y llego tarde. ¿Quieres venir?
—No.
Me resigné. Puse mi mano sobre la suya, y ella me hizo el favor de no retirarla.
—No importa —dije—. Después de todo, el caso de Adrián está prácticamente resuelto. El caso de Felicia Fochs es tuyo y lo resolverás tú, ¿de acuerdo?
Me levanté y me despedí de ella con un gesto tímido, consciente de que la estaba castigando. Como si fuera Monica. Que se quedara sola, pensando que si quieres algo en concreto, tienes que pedirlo, y no esperar a que te sea concedido por ser quien eres. ¿Que no quería venir? Pues que no viniera. Ella se lo perdía.
Llegué al funeral, al cementerio de Las Corts, cuando la ceremonia ya había empezado. Aparte del sacerdote oficiante, sólo vi a cinco personas diseminadas por los bancos que llenaban la capilla. En primera fila, dos ancianas: la tía de Ramón Casagrande, la señora Margarita Casals que, vestida de negro, parecía aún más pequeña y poca cosa, y una vecina que la acompañaba. Un poco apartados, dos hombres que podían ser colegas del difunto, visitadores médicos aburridos y con cara de circunstancias. Me pareció que había visto a uno de los dos en el hospital, cuando estuve grabando a Helena Gimeno. En la última fila, había un hombre de más edad, alto y gordo, con traje a medida, que se volvió hacia mí como si estuviera esperando que alguien le rescatara de una situación poco airosa. Acaso era un representante de los Laboratorios Haffter o tal vez un político importante que se había equivocado de funeral. No le serví de ninguna ayuda porque ni siquiera me lo miré.
El sacerdote estaba leyendo aquel párrafo del evangelio de Lucas donde Jesucristo aconseja a sus discípulos que se vendan el manto y se compren la espada. «Pues os digo que debe cumplirse en mí lo que está escrito: "Y fue contado entre los malhechores", porque se acerca el cumplimiento de todo lo que se refiere a mí. Ellos le dijeron: "Señor, aquí hay dos espadas". Les respondió: "Es bastante".»
A mí me parece que el buen hombre se equivocó de texto bíblico pero no intervine para hacer ningún comentario. Doña Margarita tampoco salió a contarnos lo bueno que era su sobrino, ni nadie se lo pidió. Nadie tocó a guitarra la canción favorita del difunto. El sacerdote, mirando al infinito, con expresión de estar pensando en otra cosa, quiso consolarnos diciendo que, en realidad, Ramón Casagrande no había muerto, sino que estaba más vivo que nunca, y roció el ataúd con el hisopo.
Acto seguido, nos desplazamos desde la pequeña capilla del tanatorio al cementerio propiamente dicho, que estaba al lado. El hombre del traje a medida se escabulló en algún momento, de forma que sólo llegamos cinco personas a aquella calle de nichos donde almacenarían los restos de Casagrande para que se fueran descomponiendo en paz por los siglos de los siglos. No tenía nada que ver con los entierros a que nos tienen acostumbrados las películas americanas. No había césped a la vista, ni un ministro de la Iglesia recitando salmos y diciendo aquello de «
ashes to ashes»
. Tampoco vi ninguna figura misteriosa espiando furtivamente desde la distancia. A nosotros, nadie nos espiaba: ni el asesino, ni Adrián Gornal. Ni siquiera llovía. Lucía un sol espléndido.
Dos funcionarios, con rutina insolente, se ayudaron de una grúa chirriante para subir el féretro hasta el nicho del último piso, que estaba abierto, mientras yo oía que los dos visitadores médicos hablaban en voz baja de ventas y de comisiones. Callaron cuando los funcionarios sacaron un par de tibias, una pelvis y un costillar del interior del nicho para poder colocar más cómodamente el féretro. Y entonces, de pronto, una voz estremeció a todos los presentes:
Sonó a mi lado, y mi corazón pegó un salto en el pecho.
—«Ahora, cuando caen las tinieblas / Y todo ha llegado a su fin / Pequeñas bestias de tierra / Se lanzan a su festín…»
Incluso los funcionarios se volvieron hacia nosotros para ver qué sucedía.
Era Flor Font-Roent, que había aparecido de la nada y recitaba, leyendo un pequeño libro y usurpando las funciones del sacerdote. Llevaba un vestido sastre negro tan adecuado para la circunstancia que incluso resultaba demasiado adecuado para la circunstancia. Sombrero, un velo discreto y un ramo de claveles blancos en la mano. Ignorando la mirada estupefacta de los presentes, leía en voz clara y alta y con énfasis de rapsoda profesional.
El poema continuaba describiendo la carne en descomposición, con abundancia de ácidos y pequeños arroyos hediondos y lagunas pútridas y otras imágenes parecidas. Comparado con aquellos versos,
El cuervo
de Edgar Allan Poe era como una canción infantil. Los visitadores médicos miraban a Flor sin parpadear, los funcionarios parecían a punto de salir corriendo y la vecina de la tía se persignó dos veces. Inclinándome un poco, pude ver la portada del libro y constaté que el autor no era un maestro del género de terror, sino nuestro ínclito Benet Argelaguera. Hacia el final del poema, se advertía un toque político y cierta inclinación al optimismo: el poeta celebraba abiertamente el óbito de su esposa, con el pretexto de que sólo la muerte puede liberarnos de las cadenas de la vida y de la infamia y de la opresión y del dolor.
—«No te será extraña la muerte / y ser un espectro sin tierra ni país / ¿acaso no hemos vivido siempre así?»
Nadie aplaudió. Los cinco mantuvimos los ojos sobre la recién llegada para asegurarnos de que había terminado y, a continuación, la caja penetró en el agujero que los funcionarios tapiaron con gran profesionalidad, y el ritual se dio por finalizado.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté a Flor.
—Quería hablar contigo.
La noté nerviosa. Le temblaban las manos que sujetaban el libro, y no era por la emoción del momento.
Los dos visitadores estrecharon la mano de la señora Margarita y de la vecina y se alejaron rápidamente, hablando de sus cosas.
Flor y yo nos acercamos a las señoras.
—Mi más sentido pésame —dije—. ¿Se acuerda de mí?
—Claro. Usted es el policía que me compró el ordenador de mi sobrino.
—Perdone por el retraso —dijo Flor, después de darle dos besos—, ha sido culpa del conductor del taxi… Me he permitido declamar este poema que Benet Argelaguera escribió con motivo de la muerte de su mujer. Aunque soy consciente de que en este momento no hay palabras adecuadas. Sólo el silencio nos hace compañía, ¿no le parece, señora?
—Me ha gustado mucho —dijo la pobre mujer estrechando las manos de Flor entre las suyas—. Muchas gracias, guapa. Ha sido muy bonito. No nos conocemos, ¿verdad? ¿Era amiga de Ramón?
—No: soy la prometida de un amigo suyo…
—Todos éramos amigos de Ramón —intervine antes de que mi dienta mencionara, por distracción, que su novio era precisamente el presunto asesino de su sobrino. Le pasé el brazo por encima de los hombros con gesto posesivo.
—Tiene razón. Se hacía querer, ¿verdad? —dijo la tía—. Puede que fuera un poco, no sé cómo decirlo, seco, pero se hacía querer. —E interpretó mi gesto—: Tiene una novia muy guapa y simpática. Hacen buena pareja.
Flor abrió la boca para protestar y movió los hombros para librarse del abrazo, pero en seguida lo pensó mejor y, en vez de eso, hizo un rápido movimiento de pestañas que sólo se podía interpretar como de feliz aquiescencia.
—Si le parece bien —dije yo—, ahora podría acompañarlas a su casa y, de paso, recogería el ordenador de su sobrino.
—Claro que me parece bien. Usted será quien nos haga un favor, si nos lleva.
—Yo también me sumaré a vosotros, si no os parece inconveniente —dijo Flor mirándome de una forma que interpreté como significativa.
—Así que estos versos eran de Benet Argelaguera, ¿no? —comentó Margarita Casals cuando ya habíamos entrado en la Ronda de Dalt—. Pobre hombre. Un poeta tan bueno y que le fuera a atropellar un tranvía. Como a Gaudi. Fue la noche de Fin de Año, ¿verdad?
—No, ocurrió avanzada la tarde —la corrigió Flor—. Una luctuosa tarde con el cielo teñido de sangre. El mundo se preparaba para la fiesta y la muerte afilaba su daga. Dicen que el conductor había celebrado la despedida del año desde primera hora de la mañana y que estaba un poco ebrio… También hay quien dice que fue un asesinato, para impedir que un catalán ganara el Premio Nobel, que seguro que se lo habrían dado este año.
—¿Y siempre hacía poesías tan tristes? —La señora Casals miraba el libro con aprensión.
—No. Una vez hizo una canción infantil. «Los esqueletitos, desdentaditos, castañeando, mira cómo bailan, mira cómo bailan…»Flor recitó unos cuantos poemas más del libro, de manera que, cuando llegamos a Badalona, la tía de Casagrande y la vecina estaban deprimidísimas y no nos invitaron a café ni a nada. Subí y bajé en un santiamén para recoger el ordenador mientras Flor vigilaba que la grúa no se me llevara el coche, aparcado sobre la acera, y cinco minutos más tarde ya volvíamos a estar en la Ronda de Dalt, circulando hacia el centro de la ciudad.
—Bueno —dije—. ¿Qué querías decirme?
Experimentó un visible escalofrío, como si mi pregunta hubiera sido un grito extemporáneo. Me miró muy seria, sonrió, volvió a ponerse seria. Si estuviéramos casados, ya me estaría temiendo la ruptura definitiva y traumática.
—¿Qué harás ahora? —me preguntó.
—Quisiera ir a casa, montar este ordenador y ver qué me dice. ¿Quieres venir?
—Sí.
Un silencio.
—¿Y…? —la animé.
—Y… ¿Te leíste el libro sobre Marlowe? —preguntó.
—Sí.
—¿Y qué? ¿Te gusta?
Era evidente que estaba desviando la conversación, pero se lo acepté. Necesitaba relajarse. Yo había leído y meditado lo suficiente el libro de Charles Nicholl como para poder hablar del tema con una cierta autoridad.
—Le he estado dando vueltas —dije. Más adelante, ya tendríamos tiempo de abordar temas importantes—. Eso de la discusión en el hostal para ver quién pagaba, y el tal Ingram. ¿Ingram, se llamaba?, sí, Ingram, que le clava a Marlowe un cuchillo en el ojo… Con dos testigos, en una habitación pequeña… No me lo trago.
—¿Desconfías? —dijo ella, con la cabeza en otra parte.
—Es la versión oficial. No es conveniente fiarse de las versiones oficiales. Y menos en este caso. La historia oficial es absurda, Marlowe ataca por la espalda con una daga a un sujeto que está inmovilizado entre dos compañeros y sólo le causa dos rasguños, uno en cada mejilla. Y la víctima de la agresión, como quien dice atada de pies y de manos, le arrebata la daga y se la clava en el ojo a la primera. Con eso basta para desmontar la teoría oficial.
Flor me miró.
—Visto desde este punto de vista, no tiene ningún sentido.
—No, en eso te equivocas. Sentido sí que tiene, y mucho.
—¿Tiene sentido? —dijo, dejándose atrapar por aquel tema tan alejado de sus angustias.
—Y mucho —dije—. Pongamos por caso que es cierto lo que dice Charles Nicholl en su libro. Marlowe estaba a punto de comparecer ante un tribunal, acusado de todo lo que era posible ser acusado. Herejía, sedición, que era un delito aún más grave, e incluso de homosexualidad, un crimen en aquella época…
—Sí —dijo Flor—. Y, total, sólo por un comentario que hizo una vez: «Hay que estar muy loco para preferir las mujeres a los chicos y el tabaco».
—Y había alguien que temía que, durante el juicio, cuando le sometieran a tortura, Marlowe pudiera hablar de más, que acusara a algún noble o personaje del gobierno, contando un montón de cosas que él sabía, porque era espía y hereje…
—…Y a lo mejor también porque era homosexual. Los homosexuales saben secretos de otros homosexuales…
—Por lo tanto, el crimen se habría cometido por razones políticas. Para taparle la boca. Pero, en tal caso… ¿No te parece que habría sido más sencilla una puñalada en un callejón de Londres, de noche? ¿O un envenenamiento y hacerlo pasar como muerte natural, aprovechando que en Londres había una plaga de peste y que la gente moría como moscas? ¿Qué necesidad tenían de montar un follón en que Ingram quedaba en evidencia, con la daga en la mano, e involucraba a los otros dos en calidad de testigos? Demasiada gente, demasiado complicado, un montaje demasiado frágil.
Estábamos dejando el coche en el aparcamiento de la calle Entenza.
—Bueno, también cabe dentro de lo posible que improvisaran. A lo mejor, no se encontraron en aquella casa de Deptford con la intención de asesinar a Marlowe, sino para intentar convencerlo de que no delatara a nadie. Esta es la teoría de Nicholl. Que Marlowe no se dejó convencer y que por eso discutieron y le acabaron apuñalando.
—Eso no tiene ni pies ni cabeza —decía yo—. Imagínate que él se hubiera dejado convencer. Que hubiera dicho: «De acuerdo, no diré nada de nadie». ¿Cómo podían confiar en su palabra? ¿Qué garantía podían tener los otros? ¿Cómo se garantiza el silencio de alguien que será torturado con aparatos terribles y sofisticados?
—¿Qué estás insinuando?
—Pues que, si tenían miedo de lo que pudiera cantar, tenían que matarle. No tenían que convencerle de nada. Tenían que matarle.
—¿Pero no dices que, si hubieran querido matarle, lo habrían hecho de otra manera?
—Pues ahí está el misterio. Que, según la versión oficial, quisieron asesinarle y lo hicieron precisamente de esta manera.
Camino de casa, recordé que no había comido y que tenía el frigorífico vacío, y nos detuvimos en el súper de abajo para comprar salmón ahumado, huevos, jamón ibérico, foie, pan, tomates, tostadas, mantequilla y un vino rosado del Penedés, joven y fresco.
Una vez en el piso, que con la presencia de Flor me pareció más desordenado de lo que suponía, ella se ofreció a preparar la comida mientras yo montaba el ordenador de Casagrande en el salón. Estuvimos hablando a gritos, yo arrodillado en el suelo, conectando cables y haciendo pruebas; y ella en la cocina, preparando tortillas y untando pan con tomate.
—Bueno, ¿pues qué te parece que pasó con la muerte de Marlowe? —dijo Flor, reemprendiendo la conversación—. ¿Tienes la solución del misterio?