Con los muertos no se juega (42 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: Con los muertos no se juega
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—¡Quédate abajo!

—¡No! ¡Es Adrián!, ¿no le oyes? ¡Es Adrián!

No era cuestión de mantener una discusión en aquellas circunstancias y con aquellos susurros nerviosos, de manera que la dejé por imposible. Me incorporé levemente e intenté dar la primera zancada.

¡Craac!

Hizo el suelo. Y me pareció que cedía bajo mis pies como si fuera un colchón.

Se me heló el corazón y me quedé paralizado. La madera de aquel suelo estaba carcomida y tenía tanta consistencia como el papel mojado. Los ile abajo no oyeron nada, ni atribuyeron ningún ruido a los ratones, porque Adrián se había puesto a gritar, fuera de sí:

—¡Te los metes en el culo, joder! ¡Me cago en la Sagrada Forma! ¡Ya no me dan miedo, ya no tengo nada a perder! ¡Ya te he dado la factura y eso demuestra que tengo las fichas, así que muéstrame ahora tú la pasta!

«La factura», retuve. La factura del hotel de Colliure.

La linterna había llegado a mi lado. Flor ya sacaba la cabeza y los brazos por el agujero. Era más delgada que yo.

—¡No subas!

—¡Sí!

Maldita fuera la poetisa intrépida.

Me agaché para hablarle al oído de manera que se podría decir que ni siquiera yo escuchaba mis propias palabras.

—El suelo está carcomido. Puede hundirse.

Sus ojos me miraban interrogantes y desconsolados desde el otro lado del rayo de luz.

—Tengo que cruzar la habitación, y lo haré bordeando las paredes, donde el suelo tiene que ser más firme.

Asintió con la cabeza.

—¡Que no, hombre que no! —aullaba mientras tanto, abajo, cada vez más enfurecido, Adrián—. ¡Que no lo has entendido, Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana! ¡Que eres tú, quien tiene mucho a perder! ¡Yo ya la he cagado! ¡Soy un asesino, y la policía lo sabe y me busca! ¡Y si me pillan, te aseguro que se lo contaré todo, y me la suda que salgan las jodidas copias! ¡A mí qué más me da! ¿Es que no te das cuenta? ¿Qué coño me importan ahora las putas fotos? ¡Nada! ¡Lo que quiero es el dinero, de manera que dámelo, y te doy las fichas, y ábrete de una vez, caraculo, imbécil, blasfemo, hipócrita de mierda!

En aquel momento, comprendí lo que había en las fotografías que mencionaban. De pronto todo ligaba; lo que me había contado Beth sobre las bromitas que Adrián gastaba en la universidad, la fecha, sobre todo la fecha exacta de los hechos, una coincidencia que hasta aquel momento se me había pasado alegremente por alto.

—Oh, Dios mío, había fotografías —susurré.

De momento, Flor, que estaba trepando por el agujero, no lo entendió:

—¿Fotografías? ¿A qué te refieres? ¿Qué fotografías? —Y recordó nuestra conversación anterior—: ¿Le hacían chantaje con unas fotografías?

Aterrorizado, recé porque Flor no viera jamás aquellas fotos.

Deseando acabar cuanto antes, me puse en pie con mucho cuidado, consciente de que cargaba todo mi peso sobre una estructura hecha con mondadientes. Tomé impulso y di un salto, una larga zancada, procurando poner la punta del pie tan cerca del muro como fuera posible. El suelo crujió, pero aguantó, y yo me quedé pegado a la pared como una mosca.

Di un paso, bordeando el muro, pisando allí donde me parecía que había vigas que soportaban mi peso. Y di otro paso, y otro.

—¡No te acerques! —chilló Adrián. Fue un grito que sonó peligroso como una amenaza—. ¡Deja la maleta en el suelo y retrocede! ¿Las fichas? ¡Las fichas las verás cuando haya comprobado que está todo el dinero!

Sus gritos y el ruido del motor del coche se sobreponían al chirrido de la madera bajo mis pies.

«Fotografías», pensé. Fichas. O sea: fotografías a cambio de fichas. Todo diáfano. El chantaje que había intuido se hacía realidad. Ya sabía el cómo y el por qué. Sólo me faltaba saber el quién.

Ya llegábamos a la rendija. Aquella rendija era como la bola de cristal que me revelaría finalmente la identidad del asesino.

Me daba la impresión de que bastaría con echar una ojeada hacia donde estaba Flor para que aquel movimiento desencadenara el desastre. De modo que no miraba lo que hacía ella, me limitaba a intuir sus movimientos incomprensibles, y el ir y venir del haz de luz de la linterna por la oscuridad del pajar. Por eso no sé exactamente cómo se produjo el accidente. Sospecho que Flor trató de imitarme cubriendo de una zancada el espacio que había desde la pared al agujero. Y sus piernas eran más cortas que las mías.

Adrián estaba diciendo: «¿Pero qué coño es esto? ¡Ja, ja! ¡Baja eso, imbécil, que no sabes dónde tengo escondidas las fichas…!» cuando el suelo volvió a hacer craaaac, pero el crujido ya no se detuvo ahí. El chasquido se prolongó como lo hacen los truenos cuando la tormenta ha llegado ya sobre nuestras cabezas,y el suelo de papel se abrió bajo sus pies primero, bajo los míos después. Simultáneamente, el chillido de Flor, yo que me digo «¡Joder, que nos caemos!» y, en medio del estrépito y de la confusión, una retahíla de explosiones que, de momento, atribuí a la catástrofe.

El mundo se esfumó entre una nube de polvo y de la oscuridad resultante de la desaparición repentina de la linterna. Y, cuando esperaba el golpe definitivo contra alguna superficie sólida capaz de romper cráneos y columnas vertebrales, me encontré sumergido en un mar de paja hedionda pero blanda, atacado por briznas de paja que me pinchaban, me buscaban los ojos y me arañaban mientras que parecía que la caída amortiguada no tenía final. En mi mente, las inexplicables explosiones se mezclaron con otras, como un tartamudeo de ametralladora que se alejaba. Me pegué un golpe fuerte en el muslo pero lo cierto es que, de momento, no lo noté, porque estaba tosiendo y absolutamente ciego, con el áspero tacto de la mierda de caballo en las manos. Sólo me percaté de que había dejado de caer y de que todo estaba más oscuro que nunca, y me puse a bracear como un desesperado, intentando volver a la superficie de aquel océano de paja. El polvo, la briznas de paja y el miedo se me metían por la nariz, por los ojos y la boca, y me asfixiaba la falta de oxígeno.

De momento, me pareció que el silencio era ensordecedor, tan sólido como la oscuridad, como si me encontrara en el corazón de una piedra. Pero, en seguida me di cuenta de que Flor estaba jadeando ansiosa en algún lugar de las tinieblas y que aquellas tinieblas no eran tan tenebrosas porque el haz de luz de la linterna se abría paso entre las briznas de paja.

El silencio, en todo caso, parecía resultado del hecho de que el motor del coche y la conversación de Adrián y la otra persona se hubieran apagado. A continuación, sólo por un instante, me sentí amenazado. Adrián y su compañero podían estar buscándonos afanosamente, podían estar armados, podían estar furiosos, podían dejar sus diferencias para más tarde, aliados contra un enemigo común. Me tranquilicé al observar que no había movimientos precipitados ni sospechosos por encima de mi cabeza.

Me lancé hacia el globo de luz que se ocultaba entre la paja dorada y me encontré con el cuerpo de Flor, las manos plantadas sobre sus pechos, o en su culo, o en alguna parte igualmente blanda de su anatomía. Flor chilló una vez más y se retorció como si le hiciera cosquillas (a lo mejor se las hacía). Yo retiré las manos al mismo tiempo que intentaba calmarla diciéndole que era yo. Recuperé la linterna de debajo de sus nalgas y ella encontró las gafas con la montura un poco torcida pero los cristales intactos. Juntos y abrazados, lentamente, emergimos en medio de una montaña de paja.

En aquel establo ya no había ningún coche. Ni ninguna persona. El gran portón estaba abierto y, por la manera como las hojas colgaban de las bisagras, se podía deducir que el coche la había embestido para salir de allí. El rugido del motor ya sonaba lejano, cada vez más débil. Al acercarme a la puerta, pude ver las luces rojas de posición desapareciendo entre los árboles.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Flor.

—No lo sé —le dije, para abreviar—. ¿Cómo estás?

—Bien —dijo ella con inseguridad.

Me tomó la mano. La suya estaba sudada. Y, probablemente, la mía también.

—¿Y Adrián? —se le ocurrió de repente. Se volvió hacia el interior de la gran nave y la escudriñó con el foco de la linterna. Alzó la voz—: ¿Adrián?

Silencio y oscuridad. El círculo de luz nos mostró los estragos del cataclismo. El montón de paja casi completamente cubierto de planchas de madera, una columna caída, incluso una pared de ladrillo que se había derrumbado, de resultas de nuestro mal paso. Y una mano que emergía por entre los escombros.

—¿Flor? ¿Eres tú, Flor?

La voz sonó muy débil, pero nos sobresaltó porque ya nos habíamos hecho a la idea de que estábamos solos.

Corrimos hacia allí. Si, en un primer momento, nos habíamos imaginado que Adrián había sido aplastado por el derrumbamiento, al llegar a su lado constatamos que no había sido así. No había escombros sobre él. Sólo una gran mancha brillante sobre el mono verde, viejo y rasgado. Y, si uno se acercaba y observaba las heridas de cerca, en seguida se percataba de que eran dos heridas de perdigones disparados a bocajarro por una escopeta de caza. Una andanada le había destrozado el hombro izquierdo y otra le había alcanzado un poco más abajo, en mitad del pecho. A la altura del corazón.

Aquéllas eran las explosiones que habíamos oído.

—¡Adrián! —gritó Flor—. ¡Adrián, amor mío!

Cayó de rodillas a su lado y las manos ya le salían disparadas para abrazarle y acariciarle. Tuve que sujetarla.

—¡No, espera! ¡No le toques!

—¡Adrián, amor mío! —repetía, con la voz ahogada por el llanto.

—Flor…

Estábamos abrazados, Flor y yo, a punto de forcejear, los ojos clavados en aquel pobre joven roto, tembloroso, de mirada vidriosa.

—Flor…

—Vida mía, amor mío…

—Flor, soy un cabrón…

—No, Adrián, no digas eso. Te obligaron, te hacían chantaje…

Mantenían la conversación a distancia.

—Sí, sí que lo digo, porque me lo tengo merecido. Dios me ha castigado… He sido muy malo…

—No, no.

—Sí, sí. Dios me ha castigado.

—¿Pero qué hiciste, Adrián, qué hiciste?

Me pareció que Flor aflojaba sus fuerzas y ya no insistía en sacudir el cuerpo maltrecho del pobre chico, de manera que la solté, me adelanté y me acuclillé a su lado.

—Adrián… ¿Quién te ha disparado? —le pregunté.

Sus ojos me buscaron, pero ya no veían.

—Las fichas —balbució.

—¿Dónde están las fichas?

El brazo, que había mantenido un poco levantado, señalando el techo (o a Flor, o vete a saber qué) cayó hacia atrás con desmayo, indicándonos algún lugar del fondo.

—La bolsa verde —dijo en un susurro.

El tono fue tan definitivo que arrancó a Flor de su inmovilidad y se lanzó a poner las manos sobre aquel rostro pálido y helado en un arrebato apasionado.

—¡Adrián! ¡Adriancito, príncipe mío, diamante en bruto, esperanza de mi vida! Ahora en seguida vendrá el médico, ¿de acuerdo? ¡No te muevas, que vendrá un médico y te salvará! —Alzaba la voz, rozando la histeria—. ¡Ángel! ¡Tenemos que llamar a un médico! ¡Déjate de fichas y bolsas verdes! ¡Tenemos que llamar a la policía!

Levanté la vista y la linterna y vi la bolsa verde allí, al lado de la pared, bien visible sobre un montón de objetos de hípica abandonados. Dos sillas de montar desvencijadas y podridas y un par de mantas apolilladas.

Yo pensaba que no había nada que hacer pero Flor tenía razón. Teníamos que llamar a la policía. Precisamente cuando agarraba el móvil y marcaba el número de Palop, oí que Adrián murmuraba en un tono muy tierno, infantil:

—Flor… Qué vergüenza… Olvídame, por favor… Soy un asesino. Dios me ha castigado, Dios me ha castigado, Dios me ha casti.

Casti y punto, sin puntos suspensivos, sin la menor esperanza de continuar el discurso.

—¿Qué dices, Adrián? —tartamudeó Flor—. ¿Qué has dicho? —Y chilló—: ¿Qué has dicho, Adrián? Contesta, Adrián, ¿qué has dicho?

Aplacé la llamada para más tarde. Pretendía abrazar a Flor, pero ella me lo impidió con gritos y empujones:

—¡No, déjame sola! ¡Dejadnos solos, que nuestro amor se ha muerto! —Y, entre sollozos estridentes—: ¡No, no, Adriancito, príncipe mío, nuestro amor no morirá nunca!

Me alejé, respetando su dolor, para acercarme a la bolsa verde. Dentro, había una caja de zapatos llena de fichas. La cogí como si fuera un tesoro frágil que se tuviera que tratar con mucho cuidado.

El llanto de Flor, en la oscuridad, me partía el corazón.

Llamé.

—¿Palop? Soy Esquius. Sí, ya sé que no son horas. Sí, ya sé que siempre soy inoportuno, pero me ha parecido que te gustaría saber que hemos encontrado a Adrián Gomal…

—Lo siento pero a mí eso no me interesa —me dijo el comisario, tan asqueado como si le hubiera interrumpido un revolcón histórico—. Es a Soriano, a quien tienes que llamar. Él lleva el caso.

—Es que le hemos encontrado muerto, Palop. Dos tiros.

—Hostia —dijo Palop—. ¿Dónde estáis?

—Mira: no sé dónde estaremos cuando lleguéis, porque aquí no podemos quedarnos mucho más rato. Estoy con su novia y está destrozada. Creo que necesita que la vea un médico. Encontraréis a Adrián Gomal en una hípica abandonada que hay en la carretera de Molins de Rei. Una hípica llamada Campadal.

Me prometió que la encontraría, y no lo puse en duda.

—Pero escucha —dijo—. Tendrías que intentar quedarte a esperarnos. Necesitaremos…

—A mí me encontrarás en el móvil —le corté.

Pero, tan pronto como colgué, desconecté mi teléfono portátil para que nadie pudiera encontrarme en las próximas horas.

A continuación, volví hacia donde estaba Flor, sola en la oscuridad con su novio muerto. El rayo de luz precedió a mis pasos iluminando el suelo sucio y desigual hasta mostrarme el cuerpo inmóvil del chico pero, al mismo tiempo, nos descubrió las fotografías que habían caído a su lado.

Las fotografías. Las había olvidado.

—¿Qué es esto? —dijo Flor, con un tono extrañamente interesado.

Le había bastado una ojeada para olerse que allí había algo sumamente escandaloso. ¿Un cuerpo desnudo, mucha carne sobre una cama y un joven sonriendo a la cámara? Allí tenía el motivo del chantaje que tanto la preocupaba. No apagué la linterna lo bastante aprisa.

—Déjalo —dije—. No lo toques.

—¡Enciende la luz! ¡Déjamelo ver!

—¡Déjalo, Flor! No se puede tocar nada hasta que llegue la policía!

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