Read Con los muertos no se juega Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
—Si le has encontrado tú, no podía estar demasiado escondido —comenté. Pero nadie me hizo caso.
—¡Me ha atacado! —chillaba Felicia Fochs, que tenía un poco de sangre en la nariz—. ¡Me ha agredido! ¡Me ha hecho daño!
Beth intervino para atenderla. Salieron las dos hacia el lavabo. Emilia iba soltando tacos como un camionero amargado. Biosca se encaró con el joven, que continuaba suspendido en el aire por Tonet. Parecían un ventrílocuo y su muñeco.
—Joven, me has decepcionado. Te creía más listo, más astuto, pero ahora me doy cuenta de que sólo ha sido la casualidad lo que nos ha impedido atraparte antes. Prepárate para ir a la cárcel, prepárate para convertirte en una tentación irresistible para los delincuentes endurecidos que llevan años allí sin oler el cuerpo de una mujer.
—¿Pero qué dice? —gimió el joven, aterrorizado—. ¡Yo no he hecho nada!
—Por favor, sacadlo de aquí. Llevadlo a la cárcel —lloriqueaba Felicia—. No quiero volver a verle en mi vida.
Miré el reloj. Se me estaba haciendo tarde. El funeral era a primera hora de la tarde y todavía tenía que ir a comer.
—No te hagas el sueco —le decía Biosca a Raúl Vendrell—. Has estado llamando a esta chica encantadora e inofensiva para obligarla a someterse a los caprichos de tu mente enferma.
—¡Pero, Felicia! ¿Cómo puedes pensar que yo…?
—No me hables. Me das miedo. ¡Me das mucho miedo!
La supermodelo cerraba los ojos con fuerza, por si acaso la imagen abominable intentaba abrirse paso violentamente por entre sus párpados. Octavio aprovechó la ocasión para lanzarse sobre ella y sobarla a conciencia mientras decía: «No tengas miedo, estoy a tu lado», como si no resultara evidente. Y ella, paralizada por el terror, se dejaba.
Decidí que había llegado el momento de intervenir y de poner un poco de sentido común en aquella comedia.
—A ver, chico, dame tu móvil.
—¿Ahora queréis robarme el móvil? ¡Felicia, por favor!, ¿quién es esa gente? ¡Están locos!
—¡El móvil, coño! —me impacienté.
—¡No!
Tonet movió una mano como quien hace bajar el mercurio del termómetro y pareció que Raúl acababa de pisar un cable de alta tensión. Le castañetearon los dientes. Convulso, reconsideró su actitud y me entregó el móvil.
Pulsé un par de botones.
—Éste no es el teléfono que utiliza el acosador.
—Puede tener dos móviles —sugirió Biosca.
—No lleva ninguno más encima —dijo Octavio, un poco desconcertado—. Le he registrado a fondo.
—¿Y si lo tiene en el coche?
—En todo caso —dije yo—, lo que necesitamos es una explicación para el hecho de que estuviera rondando por los alrededores de la agencia. Es mucha casualidad.
Nos interrumpió el teléfono de la agencia. Biosca hizo el gesto de cortar la comunicación, para evitar interrupciones en aquel momento de gloria pero, al fijarse en el número que aparecía en la pantallita, palideció y cambió de idea. En vez de descolgar, activó el mecanismo de manos libres.
La voz distorsionada y metálica que ya nos resultaba familiar llenó el despacho:
—Estoy escondido, avanzando desde la calle… Ya me he metido en la agencia. Estos mamones a los que pagas no son muy competentes, Felicia… Estoy caminando por el pasillo. ¡Eh, ya casi estoy a tu lado!
No me di tiempo ni de oír el chillido de Felicia ni las protestas del joven Raúl Vendrell («¿Lo ven, lo ven? ¡No soy yo!»): salí disparado hacia la sala de ordenadores y allí me encontré a Amelia y a Beth que me miraban estupefactas.
—¡Unos prismáticos, Amelia!
Salí al balcón con Beth y escruté la acera central del bulevar mirando a través de los prismáticos. Sólo había tres peatones hablando por móvil, uno sentado en el banco donde antes se hallaba Octavio, otro apoyado en el monumento abominable y un tercero que circulaba fumando y braceando con vehemencia.
—¡Aquél! —exclamó Beth.
No me había dado cuenta de que Octavio, Biosca, Felicia y Amelia se habían apiñado detrás de mí y me sobresaltaron con sus gritos histéricos.
—¡Sí, sí, aquél, aquél! ¡Es Vicente! ¡El del monumento! ¡El del monumento!
Se referían a un hombre de unos cuarenta años, con el cráneo rasurado y una escandalosa corbata de color amarillo canario. Era Vicente Balaguer, el representante artístico valenciano de la modelo y cantante famosa.
Procedente del lavabo, con un pañuelo de papel pegado a la nariz sangrante, Emilia se abrió paso a codazos hasta llegar a primera fila, a mi lado.
—¡Pues claro que es él! ¿Qué demonios hace Vicente Balaguer aquí, precisamente ahora?
—Qué casualidad —comenté—. Los dos sospechosos reunidos, con el móvil en la mano.
—¡Ése no se me escapará! —aulló Octavio antes de salir corriendo.
Le vimos salir del portal a toda velocidad, cruzar la calzada jugándose la vida entre los coches y caer por sorpresa sobre el hombre de la corbata amarilla. Vimos cómo le arrebataba el teléfono, cómo forcejeaban, cómo le arrastraba de nuevo hacia la agencia.
Y, en un santiamén, ya teníamos allí a los dos sospechosos discutiendo entre ellos, Emilia Fochs cabreada como una mona y Felicia insultando a su representante y a su novio alternativamente, y llorando como una plañidera griega. El follón era tan escandaloso que incluso los presentadores de la CNN y la FoxNews y otras cadenas de televisión, parecían un poco asustados.
Cuando lo colocó en medio de la sala, propinándole un empujón, Octavio quiso hacer una demostración de su sagacidad.
—¡Ahora veréis! ¡Di piernas! —exigió a Vicente.
El otro, mecánicamente, respondió:
—Piernas.
—¡No, no, no te quedes conmigo! —se imponía Octavio brutalmente—. ¡Di piernas! ¡Ábrete de piernas!
—Piernas, joder, ¿qué pasa? ¿Pero qué le pasa a éste?
—Que estás fingiendo, cabrito —Octavio se subía por las paredes—, ¡que tú a mí no me jodes! ¡Que los andaluces no decís piernas, que decís zancas!
—No es verdad: ¡decimos piernas! —reivindicaba Vicente, medio enfurecido, medio asustado.
Haciendo una nueva ostentación de sus habilidades como sobón, Octavio se apoderó de la cartera de Vicente y descubrió que el representante guardaba en ella una fotografía de su representada completamente desnuda.
—¡Vaya! ¡Mirad qué trae aquí, el guarro éste! —exclamó mi colega mientras se guardaba la foto en el bolsillo.
El representante no se arredraba tan fácilmente como Raúl, que no cesaba de repetir «¿Veis cómo no era yo? ¿Veis cómo no era yo?» Se puso chulo y quiso plantar cara echando los codos hacia atrás, como un macarra de playa en plena discusión:
—¿Y a ti qué coño te importa? ¡Eh! ¡No toques las tarjetas de crédito, que te veo! ¿A ti qué coño te importa?
—¡La foto, joder, la foto! ¡Que se te nota demasiado!
—¿Qué foto? —intervine yo, con mala intención.
Octavio me miró con odio al tiempo que sacaba la foto de su bolsillo y nos la mostraba.
—¡Esta foto!
Biosca se la quitó de los dedos de un zarpazo.
—¿Y qué? ¿Qué pasa? ¿Qué pasa, eh? ¿Es que no puedo llevar fotos de mi representada? ¡La llevo precisamente para representarla!
—¡Un momento! —bramó de repente Biosca, con la nariz pegada a la foto, que estaba observando con una lupa—. ¡Está arrugada! ¡Hay huellas en el borde que indican que ha sido sostenida repetidamente con una sola mano! La izquierda, para ser exactos.
—¡Se la meneaba con tu foto! —le aclaró Emilia a su hermana, por si no lo había entendido.
—¿Veis como no era yo? —insistía el ex novio—. ¿Lo veis?
Felicia tuvo que sentarse en una silla porque le fallaban aquellas piernas que exhibía tan a menudo.
—¿Pero qué coño dices? —se indignó el representante—. Y, además, qué pasa si me la meneo, ¿eh? ¡Como si me la quiero cascar mirando una foto de la madre Teresa de Calcuta!
—¡Él es el guarro! —chillaba Raúl.
—¡Eso tú, mamarracho —le replicó el representante—, que te ligaste a Emilia para poder tirarte a Felicia!
—¿Quéee? —exclamó Felicia, sin aliento.
—¡Mentira! —se indignaba Raúl, frenético—. ¡Envidia de mierda que me tienes, porque me las he tirado a las dos y tú no te has tirado a ninguna!
—¡Tú no te has tirado a nadie, mamarracho! —intervino Emilia, furibunda, al tiempo que propinaba un rodillazo a los testículos del ex novio de pelo amarillo—. ¡Tú conmigo sólo te has ido a la cama a hacer la siesta!
Intervine cuando me pareció que estaba a punto de estallar una pelea multitudinaria con destrozo de muebles y fractura de huesos. Raúl acusaba a Vicente, se señalaban como si pretendieran meterse los dedos en los ojos, Biosca elaboraba a gritos una teoría destinada a revolucionar la criminología moderna, Emilia añadía leña al fuego afirmando que Raúl era impotente y Vicente un mirón baboso, y Felicia lloraba a tal volumen que se hacía difícil seguir la discusión. Tonet y Octavio habían asumido la responsabilidad de mantener el orden y, mientras uno propinaba terribles puñetazos a las mesas, el otro gritaba como si se hubiera vuelto loco. Beth, Amelia y yo hacíamos de público asombrado ante semejante melodrama.
Me senté, resignado a no almorzar. Y, probablemente, a llegar tarde al funeral.
—¿Habéis terminado? —intervine, aprovechando un momento en el que, por suerte, habían callado todos—. Me parece que hemos de volver al punto donde estábamos antes de la llamada. Tenemos que averiguar qué explicación tienen estos dos ciudadanos para justificar que estuvieran rondando la agencia. Y más teniendo en cuenta que, si son inocentes, no podían saber que Felicia estaba aquí.
Nos volvimos hacia los dos sospechosos para darles la oportunidad de explicarse.
—¡Estoy aquí porque me han llamado y me han dicho que viniera! —dijo Raúl. Y Vicente—: ¡Estoy aquí porque me han llamado y me han dicho que viniera! —Los dos a la vez, en perfecta sincronía, como si llevaran meses ensayando la réplica.
—¿Quién os ha llamado? —preguntamos al unísono Biosca y yo.
—Por teléfono —respondió Raúl—. Me han dicho que Felicia tenía un problema muy grave y que, si quería ayudarla, debía venir aquí, a esta hora, y que recibiría instrucciones con otra llamada.
—¡Igual que a mí! —añadió el representante—. ¡Una voz distorsionada electrónicamente!
—¡Lo imaginaba! —exclamó Biosca—. ¡Lo he visto en los ojos de los dos apenas han cruzado la puerta! ¡La mirada desconcertada de quien ha caído en una trampa!
Comprobé el registro de llamadas de los dos móviles. Ambos tenían una llamada de entrada del número del acosador, por la mañana. Uno a las diez y cinco, y el otro a las diez y ocho.
—El acosador nos ha tomado el pelo —dije.
—¿Qué quiere decir? ¿Que son inocentes? —gimió Felicia, con una vocecita estrangulada.
—Es lo más probable.
—Oh, Vicente, perdona lo que te he dicho…
—¡Vete a la mierda, golfa! —le replicó el representante—. ¿Qué eras cuando yo comencé a ayudarte? ¡Eras miss Costa Blanca en Camiseta Mojada! ¡Y me lo pagas así!
—Por favor, Vicente, ¿qué estás intentando decirme? Tú y yo tenemos un contrato…
—Por lo que a mí respecta, y después de lo que me has hecho y me has dicho, te borro de la lista de mis representadas…
—Pero, Vicente… Si me parece muy divertido que lleves mi foto en tu cartera…
—¡…Y ya me encargaré yo de que no hagas ninguna otra película hasta que se cumplan los cinco años de contrato que tienes conmigo!
—¡Pero Vicente! ¡Si no me importa que te la casques con mi foto! —suplicaba Felicia—. ¡Si hasta me halaga! ¡Te daré más, tengo algunas fotos muy marranas!
—Uy —murmuró Emilia—. Este cabronazo te hunde, Felicia.
—¡A hacer esquinas o a fregar pisos! —fueron las últimas palabras de Vicente antes de irse con un portazo ensordecedor.
—¿Y qué? ¡Pues a mucha honra! —se rebotó Emilia—. ¡Es más digno fregar pisos que trabajar contigo, gusano asqueroso!
—Pero yo no quiero fregar pisos, Emilia. No sé…
Se oyó la voz del novio de cabellos amarillos:
—¡Les pondré una demanda judicial! ¡Pueden estar bien seguros! ¡Tengo testigos! ¡Tengo padrinos!
También nos abandonó con otro portazo que haría imprescindible la visita de un pintor y de un cerrajero.
Yo ya estaba harto. Agarré a Beth del codo, con suavidad pero con firmeza, y la llevé a la sala de los ordenadores. No se resistió, y eso ya me pareció buena señal. Dejamos atrás los gritos de la discusión que empezaba a cambiar de sentido: ahora eran las hermanas Fochs quienes abroncaban a Biosca, a Octavio y a Tonet, acusándolos de incompetentes, de no haber solucionado nada, de haberlas enemistado con amigos de toda la vida y de haber hundido la carrera de la actriz.
Me llevé a la chica al despacho de Amelia. Normalmente, habríamos cerrado la puerta y nos habríamos partido de risa. Pero en aquel momento, ella estaba ceñuda, como resentida.
—Necesito que me hagas un favor. —Puso cara de «tú mandas, yo aquí sólo soy la aprendiz»—. Tienes que buscarme a Virtudes Vila, la enfermera que le administró el Nolotil a Marc Colmenero.
Me senté para escribir en un papel los datos que me habían dado de la enfermera. La dirección donde vivía antes de esfumarse, y la sede de la agencia inmobiliaria que le había alquilado el piso. Beth me observaba en silencio, con cara de nada.
—No te será fácil —dije al tiempo que le entregaba el papel. Algunos amigos suyos intentaron localizarla, y no lo consiguieron.
Tomó el papel. Como un robot.
—Miraré qué puedo hacer.
—De acuerdo. ¿Te pasa algo?
—¿A mí? No.
Sus ojos claros decían que sí.
—¿Seguro?
—Seguro.
—¿Qué hiciste ayer por la tarde?
—Ah, nada. Me quedé aquí, con todo este jaleo —dijo con asco, mostrando una punta de su indignación.
Me vi saliendo del restaurante Epulón, disparado hacia la mansión de los Colmenero, sin despedirme de nadie, viendo de reojo a Beth con su traje chaqueta de ejecutiva, inconsciente del significado de la mirada que me estaba dirigiendo. Había hecho un buen trabajo en los Laboratorios Haffter, incluso se había disfrazado y probablemente esperaba una felicitación más efusiva que el «Bingo» idiota que se me escapó. Después, la miré y le ofrecí algún mensaje cifrado referente al caso del acosador, y ella se me quedó mirando, desconcertada, como si acabara de comprobar que yo sobrevaloraba su inteligencia y no osara abrir la boca para no decepcionarme. Ella, que la noche anterior había velado mi sueño mirándome fijamente, agazapada en la oscuridad.