Read Con los muertos no se juega Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
—Flor… —empecé, en tono grave, de malas noticias.
Agarrada al marco de la puerta, giró violentamente sobre sí misma para encararse a mí, completamente desnuda, con los ojos viperinos.
—¡Qué! —me escupió, seca y desafiante, como el boxeador que se pone en guardia.
Comprendí que no era el momento de iniciar mi discurso titulado «Lo nuestro no tiene futuro, sólo ha sido cosa de una noche, etc.»
—Debo ir a la agencia —dije, sosegado.
—¡Te acompaño! ¡Yo también tengo que pasar por la agencia! ¡Tengo que pagar los honorarios!
Se metió en el cuarto de baño, se pasó un poco de agua por encima y salió con el pelo mojado y el ritual de higiene a medio cumplir. Evidentemente, temía que yo la abandonara aprovechando un despiste.
Mientras la esperaba, me vi de pie junto a la mesa donde habían quedado la caja de zapatos y las fichas. Había dos apartadas a un lado: la del doctor Barrios y la del doctor Farina. Maquinalmente, las cogí, las doblé y las metí en el billetero.
Flor compareció en seguida. Se había puesto ropa interior y, encima, aquel vestido negro que tanto impacto había causado en el funeral de Casagrande y que ahora parecía salido de un contenedor.
Arrugado, cubierto de polvo, con un par de descosidos en una hombrera y en una manga.
—¡Vamos! —exclamó.
Me enterneció. La miré sonriente y la besé.
—Será mejor que pases por tu casa…
—¡No! —Y, en voz más baja, en un susurro—: Si me quedo sola me hundiré inexorablemente, Ángel, ¿es que no lo entiendes? Lo único que me mantiene en pie es tu mirada.
Pensé «Ay, Dios mío», sonreí, la tomé de la mano y, después de meterme en el bolsillo el paquete de chuches de mis nietos, me la llevé a la agencia.
Allí me sorprendió descubrir que todo había recuperado su aspecto normal. No había plegatines en medio del paso, las mesas y los ordenadores volvían a estar en su lugar e incluso alguien había abierto las ventanas y había utilizado ambientador con aroma de pino para airear el ambiente. Pero a las tres personas allí presentes no parecía que les entusiasmara aquel retorno a los orígenes. No diré que Octavio se estuviera propinando golpes en el pecho, o que Amelia se rasgara las ropas entre aullidos, o que Beth se golpeara la cabeza contra la pared, pero sí que tuve la impresión de irrumpir inesperadamente en el escenario del acto final de una tragedia de nuestro querido Christopher Marlowe. Nos recibieron, a Flor y a mí, con unas miradas rápidas que eran como torpedos apuntando por debajo de nuestra línea de flotación.
Beth se dio la vuelta para no verme, como si tuviera mucho trabajo con la fotocopiadora y muchas ganas de acometerlo. Llevaba un vestido sencillo, escotado y ceñido que permitía hacerse una idea de su físico joven, fresco y saludable y no pude evitar hacer comparaciones. A la Flor que tenía a mi lado le caían los cabellos enmarcándole el rostro como un objeto sólido y pesado; y, sin maquillaje, su cutis se veía reseco, y sus ojos eran puntiagudos, igual que su nariz, y la boca parecía hecha para emitir exclusivamente sonidos demasiado agudos, y el estado de su ropa sugería que una manada de caballos acababa de pasarle por encima. Y se me ocurrió que, en ocasiones, la vida es injusta.
Pregunté:
—¿Y Biosca…? —dispuesto a entrar en el sanctasanctórum y enfrentarme a lo que fuera.
—Está viendo la CNN —dijo Amelia, mirándome como si me considerara la persona más detestable del mundo (supongo que había estado compartiendo desengaños con Beth)—, con la esperanza de que den la noticia de una catástrofe inminente que destruya el planeta.
Biosca se materializó de repente. Me había oído. Se abrió de golpe la puerta de su despacho y allí le teníamos, con los brazos abiertos, la voz estentórea y un poco despeinado.
—¡Bienvenido al
Titanic
, Esquius! ¡Creía que había huido para librarse del desastre! Celebro que no quiera contarse entre las mujeres, los niños y las ratas, que son los que se van primeros! ¿Qué desastre? ¿De qué desastre estamos hablando? Del caos absoluto y total. La agencia quiebra. ¡Cerramos! Pueden considerarse despedidos y el último que apague las luces, porque yo tengo que tirarme por la ventana. ¿Piensa que exagero? La policía nos retira la licencia porque dicen que no paramos de encontrar cadáveres sin su permiso, y en eso usted tiene alguna responsabilidad, amigo mío. Le están buscando para empapelarle. Este Soriano le tiene más manía a usted que al asesino, creo que planea cargarle unos cuantos fiambres que tiene por resolver. Y, por si fuera poco, las hermanas Fochs han decidido prescindir de nuestros servicios, y, además de negarse a pagar los honorarios que nos adeudan, nos exigen que les devolvamos con creces el dinero que nos hemos ganado con el sudor de la frente. Nos pondrán una demanda judicial por incompetencia y estafa. Dicen que el caso se ha agravado desde que está en nuestras manos, que han perdido amigos y representantes por nuestra culpa.
—¿Las Fochs? —exclamé, estupefacto—. ¡Pero si Beth ya había resuelto el caso!
El mundo se detuvo durante un instante. Beth, lentamente, se volvió hacia mí sólo para comprobar la pinta que tiene alguien que acaba de volverse loco. Se puso la mano en el pecho.
—¿Yo? —dijo.
—Oh, perdona, Beth —compuse la expresión de un bocazas que acaba de meter la pata—. He descubierto tu secreto. —Me expliqué con actitud de honestidad suprema—: Ayer me llamó y me hizo notar que el acosador usaba por teléfono palabras como «gigantón», «accediendo», «sesos», en lugar de «guardia» o «guardaespaldas» o «entrando» o «cerebro», y expresiones del tipo de «despliega tus zancas» en lugar de «ábrete de piernas», por ejemplo… Le dije: «¿Y esto adonde nos conduce?» Y me dijo: «¿No te das cuenta? ¿Qué tienen en común unas palabras y otras?» Me ha tenido dándole vueltas al tema toda la noche.
Biosca se volvió hacia Beth, que parecía petrificada.
—Pero —dijo el jefe—. Pero, Beth…
—¿Me estás diciendo —estalló Octavio, rojo como un tomate— que esta niña ha solucionado el caso antes que yo…?
—Por eso no he dicho nada —me justifiqué—. Me dijo que no quería quitarte méritos, Octavio, que el caso era tuyo y eras tú quien debía solucionarlo, y que te cabrearías si ella se te adelantaba. En realidad, ésa es la razón de que no esté desembuchando ahora mismo todo lo que sabe.
—¡Pues desembucha, Beth, desembucha! —gritó Biosca—. ¡Hazme el favor de desembuchar!
—No, un momento —intervine—. Creo que es justo darle un tiempo a Octavio para que piense y lo resuelva. Quizá llegue a la misma conclusión que Beth, como me ha pasado a mí… Bien pensado, no es tan difícil.
Beth había bajado la vista. Estaba concentrada en sus pensamientos, repitiendo mentalmente las palabras que había pronunciado el acosador y las que no había pronunciado.
Octavio, en cambio, la miraba y me miraba a mí con cara de merluzo.
—Está bien, Octavio —dijo Biosca, de pronto, provocándole un susto—, pues piensa deprisa. Si no me lo dices tú, tendrá que decírmelo Beth, y ganará muchos puntos.
Beth levantó hacia mí sus ojos maravillosos. Con mi mirada, la alenté: «¡Ánimo, Beth, que tú puedes!»
—¿Y usted, señorita Font-Roent? —continuó Biosca, con aquel tono teatral que nunca sabías si era irónico o insultante—. ¿Qué le ha hecho mi empleado? ¿Por dónde la ha arrastrado? ¡No me dirá que la ha violado…!
—¡No! —exclamó mi acompañante.
—¿La ha prostituido?
—¡No, claro que no!
—¿Ha prostituido a alguien de su familia?
—¡De ninguna manera! —Flor ya se estaba riendo.
—Pues no lo entiendo.
—¿Por qué no me deja que pase a su despacho y me dice qué le debo? —Por el tono de su voz, nadie adivinaría que nuestra dienta hubiera quedado muy afectada por la muerte de su prometido. Beth podría llegar a pensar que la noche que nuestra dienta había pasado conmigo había resultado milagrosa—. Yo no sé qué pensarán otras dientas pero, para mí, el caso está cerrado satisfactoriamente y precisamente vengo provista de mi talonario.
La sonrisa que afloró en los labios de Biosca nos hizo parpadear e incluso lagrimear un poco.
—¡Esquius! —exclamó, emocionado—. ¡Lo sabía! ¡Usted trae luz a nuestro horizonte! Cuando las tinieblas nos abruman, llega usted y la esperanza renace. Pase, pase a mi despacho, señorita Font-Roent. Precisamente hoy me había llegado un nuevo cargo para usted. Hemos tenido que contratar un ejército de detectives franceses…
Cerró la puerta y su voz se apagó hasta desaparecer.
Octavio se puso de pie de un brinco.
—¿Qué cojones dices, Esquius…?
Le enseñé el dedo índice.
—Piensa, Octavio, piensa. Y, entretanto, dime: ¿Encontraste la gabardina manchada de sangre?
—¡Ah! —Sólo faltaba que alguien le recordara aquella misión desagradable—. ¡Sí! Fue idea tuya, ¿verdad? Ir a hablar con unos indigentes harapientos y malolientes y a remover un poco de mierda en contenedores. Fantástico. Me hiciste feliz, Esquius. Ésta me la debes.
—¿Pero tienes la gabardina?
—¡Sí, sí, sí! ¡Tengo la gabardina! —La tenía encima de una silla, allí al lado, dentro de la bolsa de unos grandes almacenes—. Se la tuve que comprar a uno de aquellos desgraciados. La había encontrado dentro de un contenedor cercano al centro comercial. La usaba de manta para dormir y ni siquiera se había dado cuenta de que estuviera sucia de sangre. ¿Pero cómo sabías que era una gabardina?
—Una suposición.
Eché una ojeada dentro de la bolsa. Apestaba a mierda concentrada y meados urémicos y tenía abundantes manchas de sangre seca, de un color marronoso, pero era una trinchera cruzada, propia de un gánster de Chicago de los años veinte, con solapas anchas, charreteras y botones forrados de cuero. Permitidme la petulancia: justo lo que me esperaba.
Descolgué el auricular del teléfono y marqué un número que me sabía de memoria.
—¡Sí!
—¿Palop?
—¡La madre que te parió, Esquius! ¡Toda la noche que te estamos buscando…!
—No tanto, Palop. He estado en mi casa y nadie ha venido a llamar a la puerta.
—¡Ven inmediatamente, Esquius! Tienes a Soriano que se sube por las paredes. Nos dejaste un muerto allí, sin dar ninguna explicación…
—Ya llegará el momento de las explicaciones. Escucha…
—¡No, escucha tú! ¡Cuelga el teléfono, ven aquí y explícanos qué significaba aquel muerto de dos tiros! ¿Qué hacías tú allí? ¿Cómo le encontraste? ¿Sabías dónde estaba un fugitivo de la justicia y no nos dijiste nada, Esquius? Primera pregunta que tendrás que contestar: ¿podrías haber evitado esta muerte, Esquius? No hablo en broma, se han acabado las bromas. Quiero verte en mi despacho dentro de cinco minutos, estés donde estés.
—Pues no estaré, Palop —levanté la voz para imponerme—, porque tengo mucho trabajo y poco tiempo. ¿Quieres escuchar lo que tengo que decirte o ya continuaremos hablando mañana?
—Tú no te das cuenta de la gravedad… —había bajado la voz.
—Sí que me doy cuenta, Palop. Por esto tengo prisa. ¿Monzón revisó aquellas cápsulas de Dixitax?
Dudó sólo un segundo antes de venir a mi terreno.
—Sí. Y tú tenías razón. Contenían veinte veces más del principio activo que deberían tener, y era la tercera que se tomaba. Se confirma tu teoría. Ese hijo de puta quería matar a Casagrande.
—Pero le quería matar con las cápsulas. No a tiros. También se confirma mi teoría. Se dio la puta casualidad de que otra persona también quería matar a Casagrande y se adelantó a nuestro Adrián. Y ya sé quién era esta persona.
—¿Quién?
—Román Romanés, el dueño de la discoteca Crash.
Me lo aceptó sin resistencia.
—¿Cosa de drogas? —sugirió.
—Seguro. Creo que Casagrande tenía un proveedor de ketamina en los laboratorios veterinarios HP, uno llamado Pardal. Este tío fue despedido hace dos meses. A Casagrande se le cortó el suministro. Me imagino que Román Romanés ya le había avanzado un dinero a cuenta y Casagrande no se lo podía devolver y no tenía droga para compensarlo. Algo así. Lo podéis comprobar.
—¿Y Román Romanés habría entrado y salido por el aparcamiento del centro comercial, como me decías el otro día?
—Ni más ni menos.
—Pero Monzón no lo vio en los vídeos.
—Es posible atravesar el centro comercial, desde el aparcamiento a la calle, sin hacerse inmortalizar por un vídeo. Lo he comprobado.
—Manchado de sangre…
—La gabardina doblada al brazo. Y, siguiendo el camino correcto del laberinto de manera que no te capte ninguna cámara, desembocas en un punto donde hay contenedores. Un lugar ideal para tirar la gabardina llena de sangre y continuar el paseo sin que nada te comprometa.
—Son suposiciones, Esquius…
—Nada de suposiciones. Tengo la gabardina, Palop. Una trinchera pasada de moda, como de soldado de la Segunda Guerra Mundial, que siempre llevaba Román Romanés.
—Es verdad que tenía una…
—Y la tengo bien manchada de sangre. Y apuesto lo que quieras a que es sangre de Ramón Casagrande. Como queríamos demostrar, comisario.
—Muy bien. Pues ahora vienes a Jefatura y todo esto me lo dices por escrito.
—No puedo, Palop. Te envío a Octavio con la gabardina para que vayáis analizando el ADN y todo eso que tanto os gusta. Seguro que encontraréis pelos, caspa y otros detalles que confirmarán que la gabardina era propiedad de Román Romanés y que la llevaba puesta Román Romanés el día que mató a Casagrande. Y yo os podré facilitar la identidad del indigente que la recogió de un contenedor de basura, la tarde del día del crimen, para que le podáis interrogar a gusto. Y mañana te llamo, ¿de acuerdo?
—¡Un momento! ¿Y quién habría matado a Adrián Gomal? ¿Román Romanés, también?
—Coño, Palop, quieres que te dé todo el trabajo hecho…
—Hombre, ya puestos…
—No. Aún no sé quién mató a Adrián Gomal, pero no creo que fuera Romanés. Se trata de un juego de chantajes. Casagrande hacía chantaje a mucha gente. Una de sus víctimas, entonces, hizo chantaje a Adrián Gomal para obligarle a matar a Casagrande. Aún no sé quién pero pronto lo sabré. Sólo dame tiempo, ¿de acuerdo?
Colgué el auricular y me volví hacia Octavio.
—Ya lo has oído.
—¿Por qué tengo que ser yo quien lleve la gabardina? —protestó—. ¿Por qué no envías a Beth?
—Porque no tienes ni puta idea de quién puede ser el acosador y Beth sí. Por eso. Y por el camino vas pensando la solución del caso de las Fochs, ¿de acuerdo?