Read Con los muertos no se juega Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Yo paseaba por la habitación con cierto desasosiego.
—¿Ha leído
La "Venus de las pieles
, de Leopold von Sacher-Masöch? —preguntaba Flor—. ¿Hay que leer a Masöch, para entender de esto o es algo, no sé, más, digamos, visceral?
—¿Dónde está Héctor? ¿Qué le han hecho?
—Héctor Farina ha huido como un conejo. A estas horas ya debe de estar en la autovía.
—¿Qué está diciendo? —Virtudes Vila palideció.
—Que el doctor Farina se ha ido.
—¡Héctor, Héctor!
—Que le digo que…
—¿Que se ha ido?
—Sí.
Virtudes Vila experimentó una especie de estremecimiento general, como si hubiera introducido los dedos en un enchufe de corriente trifásica.
—¡Hostia puta…!
—Bueno, paciencia… —dije.
—¡Qué paciencia ni que leches! ¡Las llaves!
—¿Cómo dice?
—¡Las llaves!
—¿Las llaves?
—¡Héctor tiene las llaves de las esposas en el bolsillo de los pantalones!
—Pues, cuando ha salido, los llevaba puestos —le informó Flor, toda inocencia—. Tendrá que esperar a que vuelva.
Virtudes, en aquella situación tan poco airosa, se había vuelto loca.
—¡No volverá! —gritó con voz ronca y llena de rabia—. ¡No volverá! ¡Tenía que pasar a recoger a su mujer a las dos para irse a su puta segunda residencia! ¡Su mujer le tiene acogotado! ¡Ese no vuelve hasta el lunes!
—Caramba…
Flor y yo nos miramos. Virtudes golpeaba con las manos contra la cama, saltaba sobre las rodillas.
—¡Cobarde asqueroso! ¡Hijo de puta de mierda repugnante y baboso, imbécil, cagado, impotente! ¡Qué mierda de dueño me he ido a buscar, la madre que me parió! ¡Qué mierda de dueño, cobarde y estúpido y eunuco y mediamierda!
Me senté en la cama, a su lado.
—Trate de relajarse —le aconsejé.
—¡Déjeme en paz! ¡Lárguese!
—Buscaremos algo para romper las cadenas.
—¡A la mierda!
—Le propongo un trato: nosotros le ayudamos y usted nos ayuda.
Calló. Sopló muy fuerte vaciando los pulmones a través de la nariz y volvió a inspirar en un intento por dejar a un lado la indignación y digerir mis palabras.
—¿Qué quiere decir? —procuraba medir el tono de voz.
—Soy detective privado. Estoy investigando la muerte del señor Marc Colmenero.
Me miró de reojo. Como el cervatillo que pace y mira hacia los matorrales donde le ha parecido que se movía alguien, acaso un lobo.
—Yo no sé nada —dijo. Y volvió la cabeza para mirar fijamente el cabezal de hierro y la pared que tenía delante.
—Claro que sabe. Usted administró al paciente el Nolotil que le mató.
—Le he dicho que no sé nada.
Me levanté de la cama, agarré del brazo a Flor y la conduje hacia la puerta.
—De acuerdo. Respetamos su deseo de no hablar.
—Eh, ¿qué hacen? ¿Dónde van?
—Ahora mismo tengo una comida familiar, en casa de mi hijo, con los nietos y demás…
—¡No pueden dejarme así!
—¿Por qué no? Nosotros no la hemos esposado. Tampoco tenemos las llaves de las esposas. Supongo que si grita lo bastante fuerte, tarde o temprano los vecinos la oirán y vendrán a auxiliarla.
—Y, entretanto —añadió Flor, captando el tono—, sufrirá mucho… Pero ningún problema, verdad, porque lo que a usted le gusta precisamente es sufrir…
—Un momento —dijo la enfermera encadenada, cerrando los ojos con resignación—. Siéntese aquí. ¿Qué quiere saber?
Mientras Flor, siguiendo las indicaciones de Virtudes Vila, salía a comprobar si, a aquellas horas de un sábado, había una ferretería abierta donde comprar alguna herramienta que permitiese liberar enfermeras sumisas, yo me senté en una silla, al lado del cabezal de la cama para no tener que conducir el interrogatorio enfrentado a la panorámica de su culo maltratado. Consideraba que algo así no hubiera hecho más que entorpecer la comunicación entre los dos. Ella me observaba con una especie de rencor, como si yo fuera el origen de todos sus problemas. Me recordaba a una vampira acorralada por el símbolo de la cruz que había visto en alguna película de serie B.
—La primera vez que me hablaron de ti… —empecé, distendido, para romper el hielo—. Me permitirás que te tutee, ¿verdad?
Dadas las circunstancias… Pues la primera vez que me hablaron de ti y me dijeron que habías trabajado con el doctor Farina, lo primero que me pasó por la cabeza fue que estabais liados.
—Oh —murmuró, sarcàstica—, un detective con poderes sobrenaturales. Fantástico.
—¿Siempre ha sido así vuestra relación? Quiero decir, ¿con esposas y látigos y todo esto…?
—Eso a usted no le importa. Oiga: ¿usted qué busca? ¿Información o morbo?
—Tengo que confesar que, sobre sadomasoquismo, estoy muy mal informado. Por ejemplo. Tú ahora estás… ¿bien? Quiero decir, así, atada, dolorida, incómoda, ridícula, angustiada ante la posibilidad de tener que quedarte tal como estás todo el fin de semana, hasta que tu dueño se acuerde de ti… Ahora, debes de ser de lo más feliz.
—Vete a la mierda.
—Perdona. Sólo trataba de entenderte. ¿Dirías que estás enamorada del doctor Farina?
—El doctor Farina es un hijo de puta.
Estaba furiosa con él por haber huido dejándola atada.
—A mí me parece un pobre hombre —la provoqué.
—¿Un pobre hombre? —chilló—. Es un pervertido, un
voyeur
, un sátiro…
—Bueno, a ti eso ya te gusta, ¿no?
—¡…Un putero asqueroso, sádico y reprimido!
—¿Reprimido? A mí no me parece que se reprima mucho…
—En su casa no le queda más remedio. Su mujer, multimillonaria y beata, sólo acepta hacer el amor a oscuras y vestida, y él necesita más, mucho más, ya te lo digo yo.
—¿Y también manteníais esta clase de relaciones en el hospital? Quiero decir: ¿para vosotros existe el equivalente a un polvo rápido, improvisado, el «aquí te pillo aquí te mato»? ¿Cómo sería? ¿Una bofetada al cruzaros por el pasillo? ¿Un pellizco en el culo durante una operación? ¿Un pinchazo con una jeringuilla en el ascensor…?
—¿Qué pretendes con esto? ¿Demostrarme tu poder? ¿Quieres someterme más? ¿Aniquilarme? ¿Te crees que, mortificándome así, obtendrás más información? —La verdad es que acertó. Sólo trataba de seducirla en su terreno. Y, por el tono como me hablaba, pensé que lo había conseguido—. ¿Qué quieres? Pregunta de una puta vez y déjame en paz.
—Te estoy preguntando, y me interesa la respuesta. Me interesa saber, por ejemplo, si el doctor Farina te humillaba en el hospital, en el trabajo. Si te ponía en evidencia delante de los otros, si te hacía quedar mal, si te maltrataba psicológicamente, si te sometía a pruebas.
—No. Esto siempre lo hemos… eh… practicado en la intimidad.
—Pero, por ejemplo, ¿podría ser que el doctor Farina, un día, te hubiera dado una hoja de órdenes donde no constaba que un determinado paciente tenía una alergia?
—No.
—Alergia al Nolotil, pongamos.
—No.
—¿Y tú inyectaste Nolotil al paciente y cargaste con las consecuencias mientras el doctor Farina se partía de risa entre bastidores?
—No.
—Fue el doctor Farina quien redactó aquella hoja de órdenes. Era el médico de guardia, ¿no?
—La hoja de órdenes no la redacta el médico de guardia sino el médico que después se hace cargo del paciente. En aquel caso, el médico que se hizo cargo, porque realizó la operación inmediatamente, era el doctor Barrios.
Me levanté y abrí la puerta del armario. Además de una notable colección de penes de tamaños espeluznantes, había muchos vestidos. Muchos. Más de los que había tenido Marta en toda su vida. Y zapatos como para poner un puesto en el mercado.
—¿Y, en la hoja de órdenes, aquel día, constaba la alergia del señor Colmenero?
—Sí. Me equivoqué. No lo leí bien, no me fijé.
Eché una ojeada alrededor, valorando la amplitud del dormitorio, la luz generosa que entraba por el ventanal, la vista (desde allí sí que se veía el mar, por encima de la casa vecina). Los muebles eran caros.
—¿Ahora trabajas, Virtudes?
—Sí.
—¿O estás en el paro?
—No. Trabajo.
—¿En qué trabajas?
—En una residencia geriátrica de aquí, de Castelldefels.
—¿De qué haces? ¿De directora?
—No.
—Ni como directora imagino que pudieras ganar suficiente dinero para pagarte todo esto. ¿Quién te lo paga?
—A ti no te importa.
—¿El doctor Farina?
—A ti no te importa.
—A mí me parece que sí que me importa. Porque, mira, me parece que te castigaron poco por lo que hiciste. Al contrario, casi me parece que te dieron un premio. Casi diría que saliste ganando con la muerte de Marc Colmenero. No te abrieron ningún expediente y, aunque te echaron del hospital, eso no significó ningún problema para ti: puedes continuar trabajando y tu nivel de vida ha aumentado prodigiosamente. Creo que sería muy interesante que alguien investigara esto. Me parece que sí que me importa, porque me parece que me estás mintiendo.
—¡No te estoy mintiendo! ¿Crees que estoy en condiciones de mentir?
—Te pagaron para que asumieras la culpa de todo, y es lo que estás haciendo. Lo que se dice comerse un marrón.
—No es verdad.
—Melania Lladó era testigo. En un primer momento, dijiste que ella había visto, igual que tú, que en la hoja de órdenes no se mencionaba la alergia. Era muy arriesgado hacer una afirmación así…
—No sabía qué decir.
—Y cuando ella negó lo que tú decías, la llamaste de todo: embustera, traidora…
—¿Qué quería que hiciera?
—Pero tenías que prever que ella lo negaría.
—No se me ocurrió una defensa mejor.
—O sea que negaste la evidencia. Aunque veías la hoja de órdenes, te inventaste que aquella casilla estaba en blanco, cuando tú la miraste.
—Sí. Me lo inventé.
—¿Seguro?
—¡Que sí, joder!
—Si te lo hubieras inventado, Melania Lladó te habría mandado a la mierda. En lugar de eso, se quedó con una especie de mala conciencia. Tan mala conciencia que, después, quiso localizarte, te estuvo buscando en tu antiguo piso, por todas partes, te siguió la pista de todas las maneras posibles… Si le hubieras hecho una putada, inventándote lo que no era, ella no habría querido verte nunca más.
—Es una imbécil.
—En cambio, entiendo mejor la reacción de Melania si pienso que ella vio que, en aquella hoja de órdenes, no constaba la alergia del señor Colmenero…
—Sí que constaba. Oye, ¿estás seguro de que tu amiguita sabe cómo es una ferretería? ¿Por qué no la llamas? ¡Hace media hora que ha salido!
Yo también tenía prisa. Mi familia me estaba esperando. Pero no podía perder la oportunidad de aclarar los hechos.
—Melania y tú tuvisteis aquella hoja de órdenes en las manos pocos minutos antes de que la encontrara el doctor Barrios. Tú se la enseñaste, y allí no decía nada de alergias…
—Sí que lo decía.
—…Y os metisteis en la sala de al lado, para cambiaros de ropa o algo por el estilo. Y, mientras os estabais cambiando, el doctor Barrios entró en la sala de enfermeras, encontró la hoja de órdenes…
Virtudes me interrumpió, indignada al revivir aquel momento.
—…Y se puso a rugir como una fiera. Porque vio que sí que se hablaba de la alergia. Me agarró por la nuca y me lo pasó por las narices, me amorró al papel, casi me lo hace tragar. «¿Ve lo que pone aquí?», me decía. «¿Ve lo que pone aquí?»—Y le montaron una especie de juicio…
—Tuve que comparecer delante de una comisión.
—¿Quiénes formaban esa comisión?
—Gente del hospital. Estaba el gerente, un abogado del hospital, el doctor Barrios y la doctora Mallol.
—¿El doctor Farina no?
—Ah sí, y Héctor, porque él estaba de guardia aquel día. Me pidieron que firmara un documento donde reconociera que el error había sido mío. Me dijeron que, si me negaba a aceptar mi responsabilidad, comprometía el prestigio del hospital.
—Y te desterraron a esta casita, que no está nada mal, cerca del mar, con jardín y garaje, y soltaron una buena indemnización. —Y se me ocurrió una nueva posibilidad—: ¿Te pagaron los servicios prestados, quizás?
Ella me clavó una ojeada temerosa.
—¿A qué te refieres?
La miré en silencio, manifestando mi indignación con la mirada y la forma de respirar.
—Que a lo mejor estamos mirando este caso con ojos demasiado inocentes. A lo mejor a alguien le convenía la muerte de Marc Colmenero y se limitó a hablar contigo…
—¡Eh! ¿Qué está diciendo? —Se exaltó mucho—. ¿Que maté a ese hombre…? ¿Que soy una especie de asesina a sueldo?
—Convénceme de que no.
Fue un estallido de pánico:
—¡Todo esto lo paga Farina! —chilló—. ¡Lo paga Farina! La residencia geriátrica es propiedad de unos parientes suyos. ¡Y quien me defendió fue Farina! ¡El doctor Héctor Farina!
De cuatro patas, ladrando sobre la cama, encendida y rabiosa, me hizo pensar en
Sharazad
, la perra del doctor Barrios.
—¿Por qué? —pregunté, fingiendo absoluta tranquilidad—. ¿A cambio de qué?
—¿A ti qué te parece? —La mirada de vampira resultó insultante—. ¿A ti qué te parece, señor-detective-con-poderes-telepáticos?
El humillado fui yo en aquel momento. ¿Cómo no se me había ocurrido antes?
—¿Chantaje? —dije.
—Digamos que se unas cuantas cosas del doctor Farina que quizás él no quisiera que supiera su mujer. ¿Puedes entenderlo?
Me senté al lado de la enfermera.
—Chantaje —repetí—. Como el que le hacía Ramón Casagrande.
—¿Qué? —dijo ella.
—No me digas que no conocías a Ramón Casagrande.
—Sí. —Sus ojos continuaban preguntando «¿A qué viene ahora hablar de esto?» Dijo—: El visitador médico que asesinaron. —Sus ojos me demostraron que su cerebro empezaba a establecer conexiones alarmantes—. ¿Qué tiene que ver, él, con todo esto?
—Eso te pregunto yo. ¿Qué tiene que ver?
—No lo sé. —Asustada—: Oye: yo no tengo nada que ver con la muerte de Casagrande, ¿vale?
—¿No? Dos chantajistas para un sólo médico.
—¡A un tío que tiene las costumbres de Farina le deben florecer los chantajistas como setas!
Por suerte, la policía local pensó que sería mejor llegar al lugar de los hechos con la sirena puesta. A lo mejor pensaban que, de aquella manera, si había algún delincuente peligroso por los alrededores, huiría y no les causaría problemas. Es lo que hace la gente que no tiene la conciencia tranquila cuando oye una sirena de policía. Es lo que hice yo.