Read Con los muertos no se juega Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
—¿Qué pasó?
—El doctor Aramburu estaba casado, y tenía una amante. De qué manera se enteró Casagrande, no lo sé. Me imagino que haciendo preguntas, observando, investigando. O tal vez por pura casualidad, da lo mismo. El caso es que un día, Casagrande se presentó en la sala donde Aramburu y su amante iban a hacer manitas y los sorprendió. Los dos tortolitos bailando un bolero y morreándose en la pista y Casagrande que aparece de la nada y les saluda. «¡Vaya, qué casualidad!», y Aramburu que no sabía qué cara poner. Casagrande va y le dice: «Tranquilo, tranquilo, por mí no tiene que preocuparse, yo soy una tumba». Pero, a la siguiente visita, lo primero que le dijo, como si fuera una broma privada, fue: «Vaya, un camarero de la sala de baile me dijo que va usted a menudo, por allí. No sabía que le gustaba tanto bailar». Bailar, pronunciado así, ya me entiende, y a continuación sin detenerse: «Bueno, ¿ha considerado las propiedades de la nueva presentación clínica del Banatil?», como si una cosa no tuviera nada que ver con la otra. No era un chantaje, ¿entiende lo que quiero decir? Sólo era una pregunta. ¿Y qué iba a hacer Aramburu? A Aramburu le daba lo mismo recetar mis productos que los de Casagrande, son iguales, para qué vamos a engañar.
—Y le quitó el cliente. Por eso discutieron aquel día. ¿Por eso le amenazó usted?
—No, esto de Aramburu pasó hace seis meses. Me tuve que morder la lengua por miedo de perjudicar al médico, ya le he dicho que éramos amigos… Pero, desde aquel día, los éxitos de Casagrande se multiplicaron.
—O sea: que hizo otros chantajes.
—Estoy segura. En qué consistían los chantajes, qué ha averiguado exactamente de cada una de sus víctimas, no lo sé. Pero esa situación de ir a visitar a un médico que recetaba productos Pedrosa y encontrarme con que de repente me empieza a dar largas para acabar notificándome que se ha cambiado a Haffter y que no tiene argumentos ni explicaciones para justificarlo y que hace cara de culpable, ésa sí que se ha repetido, cinco o seis veces. Era obvio lo que estaba pasando. Todo, Casagrande lo llevaba todo apuntado en sus malditas fichas. Y me gustaría echarles un vistazo… después de usted, claro.
Sus pupilas encendidas eran como el genio de la lámpara invitándome a escoger cualquier deseo a cambio de aquellas fichas.
—Las buscaré.
—Y me las dará. No las originales, no hace falta. Hará unas fotocopias y me las hará llegar. Y yo, a cambio, le diré los nombres de los médicos que, poco a poco, fueron pasándose a los Laboratorios Haffter.
—De acuerdo —dije.
Porque se me ocurrió que difícilmente podría tener acceso a aquellas fichas. Porque muy probablemente era aquella caja de zapatos lo que llenaba la bolsa azul que llevaba Adrián cuando salió del piso de Casagrande.
—Hemos hecho un trato —se quiso asegurar.
—Hemos hecho un trato —admití.
Saqué mi pequeño cuaderno.
—Pues empiece a apuntar —se rindió ella—. Ya le he mencionado al doctor Aramburu. El pasado noviembre, el doctor Farina, del equipo del doctor Barrios. En septiembre, la doctora Falgás, de cirugía infantil. En febrero, el doctor Barrios…
—¿El doctor Barrios?
—Sí, el doctor Barrios en persona. El eminente cirujano famoso de referencia que, además, influye sobre otros médicos a la hora de elegir los medicamentos que deben utilizar. Un golpe maestro, pero como el doctor Barrios antes de esto ya no recetaba prácticamente nada de mis laboratorios y no me afectaba demasiado, me aguanté…
Anoté «Doctor Barrios» debajo de los otros.
—¿Quién más?
—Finalmente, hace diez días, la doctora Mallol, médico anestesista, también del equipo de Barrios. Ahí es donde ya no pude más, porque Mallol era una de mis mejores clientes. Y por eso discutí con Casagrande, y le amenacé, sí. Estaba hasta los ovarios. Y ahora pregúnteme si celebré la noticia de su muerte y le diré que sí, francamente, sí. Pregúnteme si contraté a este Adrián No-sé-qué y le diré que no. Nunca he odiado tanto a nadie como para desearle la muerte. Y no he conocido nunca a nadie capaz de matar. No me entra en la cabeza.
La orla enmarcada tan cerca de la recepción del hospital medía metro diez por noventa y mostraba a la totalidad de los miembros del equipo del doctor Barrios. Tres de los cinco que me había nombrado Helena Gimeno estaban allí. Eduardo Barrios en persona, la doctora Mallol, anestesista, y mi conocido, el doctor Farina, rollizo y traumatólogo. Cualquiera de ellos, víctimas del chantaje de Ramón Casagrande, era un potencial asesino. Además, los tres posiblemente habían intervenido en la operación de Marc Colmenero. De cómo podía relacionar los peculiares chantajes de Casagrande con la muerte del magnate del transporte, todavía no estaba seguro del todo.
Me volví para controlar al personal que circulaba por el vestíbulo y qué hacía la recepcionista y, entonces, vi que Beth se me acercaba acuciada por alguna urgencia.
—¡Esquius!
—Beth. Te necesito.
—Es que me acaban de llamar de la agencia.
—Será un momento.
—Es que tengo que irme corriendo.
—De eso se trata. Los dos saldremos de aquí corriendo.
—Es que se ve que hay una emergencia…
—Yo también tengo una. Tenemos que llevarnos esta orla.
—¿Qué?
—Que tenemos que coger esta orla y salir corriendo.
—¿Esta orla?
—Sí.
—¿Quieres robar esta orla, delante de las narices de la recepcionista que hay allí?
—No queda más remedio.
—¡Pero es enorme!
—Lo tengo todo controlado.
—¿Has estado bebiendo con Helena Gimeno?
—Bebiendo y haciendo otras cosas terribles.
—Estás loco.
—Después, te acompañaré a la agencia. Te lo prometo.
—¿A cuándo te refieres? ¿Cuando hayamos salido de la cárcel?
—Beth: a veces, los detectives privados tenemos que hacer cosas así.
—Pero…
—Será cosa de un momento. Un numerito de magia. ¿No llevas bolso?
—No.
—Mejor.
La orla estaba, prácticamente, en una zona de paso. En el mostrador, sólo se veía a la recepcionista. Dos señoras esperaban sentadas en un sofá. Al otro lado de la puerta de cristal, ya en la calle, un par de fumadores compulsivos. Siguiendo la pared de donde colgaban los cuadros, hacia mi derecha, un pasillo comunicaba con la zona de consultas externas. A aquella hora, los médicos ya no visitaban y no circulaba demasiada gente por allí. Hacia la izquierda, en cambio, se abría otro corredor mucho más ancho que llevaba a las escaleras, a la zona de ascensores, al bar y, de hecho, al resto del hospital. Este ya estaba más animado. Demasiado.
Cuando le comuniqué mi plan a Beth, capté su excitación, como de niña seducida ante la perspectiva de una gamberrada. Me dijo que mi plan le parecía fantástico y tuvo que apretar los puños para no ponerse a saltar y chillar.
Esperamos unos minutos, hasta que se produjo un momento de calma en el tráfico del pasillo de la izquierda. El otro continuaba desierto. De un momento a otro la vegetación empezaría a abrirse paso entre las baldosas del suelo.
—Vamos allí.
Beth se fue por el pasillo de la derecha, hasta llegar al punto donde la recepcionista no podía verla. Desde donde yo estaba sí que la veía. De pronto, pegó un puntapié a un armario metálico, provocando un estruendo ensordecedor y, acto seguido, se dejó caer al suelo.
—¡Ayyyyyyy! ¡Al ladrón, al ladrón!
A la recepcionista y las dos señoras que había en el vestíbulo les faltó tiempo para ir a ver qué pasaba. Los dos tipos que fumaban en la calle ni se movieron, tal vez porque consideraban que el tabaco era más importante, o tal vez porque no oyeron nada, pero estaban en la calle y, de momento, no me suponían ningún problema.
Descolgué la orla. Con dedos torpes por culpa de los nervios y por querer hacerlo demasiado deprisa, fui abriendo una por una las sujeciones que cerraban la tapa de detrás del marco.
A pocos metros, Beth continuaba en el suelo y tenía monopolizada la atención del público que se había agrupado a su alrededor:
—Ay, ay, ay.
—¿Pero qué le pasa?
—¿No se puede levantar?
Se me acercaba gente de cara, desde la zona de los ascensores.
—¡El bolso! ¡Me lo han robado! ¡Ha huido hacia allí! —señalaba Beth a los que venían de cara que, en seguida, miraron hacia atrás para asegurarse de que no eran ellos los que estaban siendo acusados de tironeros.
—¡Allí, allí, me parece que se ha ido por allí! ¡Por favor! ¡Hagan algo!
Aparté la tapa del marco y saqué el papel de debajo, donde estaban pegadas las fotos de los médicos, y dejé el
passe-partout
de encima, donde había los agujeros que las enmarcaban.
Ahora, donde estaba Beth habían llegado un par de médicos y enfermeras y alguien reclamaba la presencia de los guardias de seguridad. El fenómeno de la
missdirection
es realmente notable. Toda la atención concentrada en un punto donde, en realidad, no pasaba nada mientras que, donde nadie mira, sucede lo que realmente importa.
—¿Está bien? —le decían a Beth, muy preocupados—. ¿Le duele algo?
—El tobillo… —Pensé que la chica sobreactuaba un poco. Necesitaba un máster en el Actor's Studio—. ¡Ayyyyy!
—Podría ser el peroné… —opinaba un médico—. ¿Nota si puede girar el pie, señorita?
—Que no, qué dices. Los ligamentos o a lo mejor el astràgalo —le discutía el otro médico, más experto. Después de todo, estábamos en un hospital de traumatología—. ¡Traed una camilla!
Justo cuando estaba cerrando las grapas de la tapa posterior, oí un ruido a mi espalda. Distraído por el cacao que organizaba Beth, me había olvidado de controlar el pasillo solitario, el de la derecha.
Cuando me volví, me encontré delante del doctor Farina, que me miraba detenido a unos tres metros de distancia.
—Eeeeeh… —dije, no sé con qué intención ni qué objetivo concreto, mientras pensaba. «Ahora pondrá el grito en el cielo.»—Ah, hola, señor detective —dijo el doctor Farina. Su mirada se detuvo un par de segundos en la actividad de mis manos, de manera que no se podía decir que no se diera cuenta de lo que yo estaba haciendo. Aun así, continuó caminando como si nada y me dedicó una sonrisa amistosa que en aquel momento me pareció completamente insensata. Una sonrisa que, como si dijéramos, me invitaba a llevarme las otras orlas, y los detalles de decoración e ineluso a arrancar con una palanca los marcos de las ventanas si se me antojaba.
Pasó de largo por mi lado y dejó atrás el grupito que atendía a Beth como si estuviera demasiado acostumbrado a presenciar incidentes de aquel tipo.
Al acabar mi trabajo, volví a colgar lo que ahora era la orla de los médicos invisibles y escondí el papel doblado de las fotografías entre la chaqueta y la camisa.
Entretanto, Beth se recuperaba milagrosamente:
—Ya no me duele. ¿Lo ven? ¡Puedo andar! —Y pegaba saltitos, alejándose hacia la salida mientras la gente y los médicos que ya se habían hecho ilusiones de operarla de urgencias miraban atónitos—. ¡Puedo bailar! ¡De verdad! ¡Qué bien! ¡No me he roto el peroné! ¡Ni siquiera el astràgalo! ¡No hace falta que me ingresen, ni que me operen ni nada! ¡Otro día quizá!
—Pero, ¿y el bolso que le han robado?
—Bah, no llevaba nada importante…
Yo aún miraba al doctor Farina, que se perdía en dirección al bar. ¿Qué demonios le pasaba a aquel tipo?
Me reuní con Beth en el exterior. Estaba juguetona y las chispas que saltaban en sus pupilas la hacían especialmente sexy. Se me colgó del brazo, no se podía aguantar la risa.
—¿Has visto la cara que ha puesto aquel médico cuando le he dicho que hasta podía bailar? Era la resurrección de Lázaro. Estaba a punto de caer de rodillas y gritar «Milagro, milagro». ¡Si me descuido, me meten en el quirófano y me amputan la pierna! ¿Qué tenemos que hacer ahora? ¿Vamos a romper cristales?
—No tenemos tiempo. Tenías que ir a la agencia con urgencia, ¿no?
—¡Ostras, tienes razón!
Ya habíamos llegado a mi coche.
Camino de la agencia, Beth me preguntó cómo me había ido con Helena Gimeno. Yo le respondí preguntándole qué había averiguado sobre Adrián Gornal hablando con el jefe de celadores. Y, como yo era quien mandaba, tuvo que aparcar su curiosidad y me lo contó.
Adrián Gornal había sido muy popular entre los celadores del hospital. Era el bromista, siempre de buen humor, seductor con las chicas y buen amigo de sus amigos. Le gustaba beber, era un poco faldero y, aunque no fuera el trabajador ideal, todo el mundo tendía a perdonarle los errores. No era aquélla la imagen que yo había obtenido de mi observación. Yo había conocido a un hombre más bien amargado y taciturno, agobiado por alguna angustia tenebrosa. Y Beth me confirmó que, efectivamente, aquélla era la sensación que transmitía Adrián de un tiempo a esta parte. Algo grave le había sucedido. «¿Podía ser el incidente de Fin de Año?», había preguntado Beth, pero el jefe de celadores, muy discreto y corporativo, se hizo el sueco. El día de Fin de Año todo el mundo hace tonterías, y el hecho no había sido tan grave, y además, Adrián ya se las había visto con la directiva del hospital; si ellos habían considerado que sólo merecía un castigo discreto, no había nada más que hablar. El jefe de celadores nunca había notado que Adrián viniera recomendado por nadie y, por descontado, jamás hubiera pensado que pudiera cometer un crimen como el que se le atribuía. ¿Qué clase de amistad le unía a Ramón Casagrande? El jefe de celadores no lo sabía. ¿Dónde se podía esconder Adrián Gornal? Ni idea.
Beth me estaba diciendo que seguro que yo hubiera sacado más jugo al interrogatorio cuando abrí la puerta de la agencia y los dos nos pegamos un buen susto.
¿Qué estaba pasando?
Primero, pensé que había empezado una revolución sin que yo me diera cuenta, y que las masas sublevadas habían declarado la agencia Biosca su objetivo número uno. Si no, no se explicaba lo que veía.
Amelia, que se da mucha maña con las manualidades, provista de un Black-and-Decker, estaba clavando con tornillos un pestillo del tamaño de una morcilla en la puerta interior, la que comunicaba su despacho con la sala (¡no pasarán!). Buena parte de las mesas del despacho grande habían sido retiradas, tal vez con la intención de convertirlas en barricadas llegado el momento. En un rincón había amontonadas bolsas de supermercado con bebidas y latas de conservas y hasta un pequeño fogón, para resistir el asedio. Octavio iba en mangas de camisa con la culata de su pistola
king-size
bien visible en la cartuchera, como si la perspectiva del tiroteo fuera inminente.