Con los muertos no se juega (20 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: Con los muertos no se juega
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En medio de toda aquella confusión, Biosca se movía con una vitalidad insólita en él, como un comandante entre trincheras, dando instrucciones a diestro y siniestro.

—Después pones otro pestillo en mi despacho —ordenaba a Amelia—. Y en la puerta principal también.

—¡Pero si en la puerta principal ya tenemos dos!

—¡Más vale que sobre que no que falte! —En aquel momento advirtió mi presencia—. Ah, hola, Esquius. Llega en el momento oportuno. Necesitamos refuerzos. Zafarrancho de combate. Los niños y las mujeres primero. ¿Cómo va su caso?

—¿Pero qué pasa? —dije yo, incapaz de formular mi desconcierto de una manera más original.

—Quita —sonó detrás de mí la voz de Tonet. Era una de las frases más largas que le había oído decir en todo el tiempo que llevaba trabajando en la empresa. Con aquella pinta de máquina expendedora de bebidas, el gigante pasó por mi lado cargando una cama plegable bajo cada brazo. Iba tropezando con todo lo que encontraba a su paso.

—Muy bien, Tonet —decía Biosca—. Ponías aquí, en medio de la sala.

—Ah, Beth —exclamó Octavio, muy contento—. Ya era hora. Te necesitábamos para hacer las camas.

La chica pegó un brinco.

—¿Para eso me hacéis venir? ¿Para hacer camas?

—Yo desde la mili no hago camas, nena —respondió Octavio, con aquella sonrisa tan ofensiva—. Y tenemos que hacerlas bien, que las invitadas son de categoría.

¿Invitadas de categoría?

Lo hubiera podido deducir yo solo, pero Biosca se me adelantó. Acercó sus labios a mi pabellón auditivo y me lo llenó de perdigones:

—Se quedan.

—¿Se quedan? ¿Quién se queda?

—Felicia Fochs y su hermana.

—¿Que se quedan?

—Venga.

Me agarró de la manga y me arrastró hasta su despacho. Que Felicia Fochs estaba allí dentro me lo confirmó en seguida el olor a perfume caro y adictivo y el hecho de que Octavio nos siguiera.

—Sí, sí, vamos a hacer un
bram stocker
—iba diciendo, con su inglés que él imaginaba de Oxford. Interpreté que se refería a una tormenta de ideas.

—Señoritas: les presento a Ángel Esquius, otro de mis mejores hombres —me anunció Biosca, con un entusiasmo excesivo—. Esquius, dotado de un coeficiente intelectual que no mencionaré para no acomplejar a nadie, es más hombre de intelecto que de acción, la materia gris de la casa. Él no comete nunca errores —dirigió una mirada significativa y reprobadora hacia Octavio—. Ahora está ocupado investigando un asesinato de altos vuelos, pero también nos echará una mano. Por cierto, Esquius, le ha llamado un poli de Homicidios que se llama Soriano. Que tenía que ir a hacer la declaración y aún le espera.

Me salió al paso una especie de monja seglar, de expresión turbia y hostil, que habría podido ser atractiva si hubiera estudiado maquillaje, depilación, diseño y urbanidad. Me estrechó la mano con firmeza militar. Le presté poca atención porque, en cuanto entrabas en aquella estancia, los ojos eran inmediatamente monopolizados por la presencia de la espectacular Felicia Fochs.

—Soy la hermana de Felicia —se presentó la monja seglar, reclamando con brusquedad un poco de atención—. Emilia Fochs.

Hice el esfuerzo de mirarla y sonreír, complaciente.

—¿Emilia? —Le gustó haberme sorprendido.

—Colette es mi seudónimo artístico para el programa de radio de madrugada.

O sea, que no se llamaba Colette ni lucía el aspecto de mujer voraz que sugería en la radio su voz aterciopelada. Incluso el acento francés exagerado y seductor que había escuchado era falsificado: al natural sólo se le notaba un matiz afrancesado cuando arrastraba las erres, tanto las fuertes como las flojas. Imaginé la decepción de Octavio al conocerla. Tantos momentos de recreo solitario mientras escuchaba aquella voz de consejos procaces, en la madrugada, para acabar encontrándose con aquella especie de gárgola, tan poca cosa al lado de la exuberante Felicia.

La modelo y cantante, deslumbrante a pesar de los ojos hinchados y enrojecidos por el llanto, se levantó de un salto y me ofreció sus mejillas perfectas, en conjunto con el resto de su cuerpo, para que le diera dos besitos. A la vista mareaba, al olfato drogaba y al tacto aturdía. Pertenecía a ese tipo de muchachas que pueden convertir a sátiros en poetas y a poetas en sátiros. De hecho, Octavio, que se había sentado sobre la mesa de Biosca en una postura muy de película ponía cara de estar buscando adjetivos calificativos que rimasen con «Felicia».

—Mucho gusto —dijo la estrella con una voz temblorosa que yo no recordaba de las películas. «Muá, muá.» Me vinieron ganas de atraparla por la cintura y apretarla contra mi cuerpo—. Por el amor de Dios —exclamé—. ¿Está temblando de miedo?

Aquellos ojos almendrados que alguna vez me habían incitado a fumar una determinada marca de cigarrillos desde las páginas de un dominical, ahora me miraban despavoridos, como en una súplica desesperada para que no la obligase a hacer nada malo.

—Son mis invitadas —dijo Biosca, feliz—. Nos instalaremos todos aquí hasta que hayamos podido desenmascarar el asediador maldito. ¿No es una idea estupenda? ¿Se le ocurre un escondite más seguro, Esquius?

Miré hacia el techo, en parte suplicando paciencia a los dioses del cielo, en parte para comprobar que no hubiera cámaras ocultas destinadas a divulgar mi expresión atónita a la audiencia televisiva.

Escena 2

—Se me ocurre que en un hotel estarían más cómodas. Se me ocurre que podrían perderse por la geografía nacional o internacional mientras nosotros solucionábamos el problema. Se me ocurre que incluso en un piso del Ensanche, de incógnito, se sentirían más protegidas que aquí, precisamente en las oficinas de la agencia encargada de protegerlas. Es evidente que el asediador nos conoce y que aquí tendrá localizada a su víctima.

—Estoy de acuerdo —intervino Octavio—. Yo les he ofrecido mi piso del Ensanche, pero no quieren venir.

Comprendí que, si la alternativa que se les había ofrecido era el piso de Octavio, las dos hubieran optado por aquel disparate sin pies ni cabeza. Y yo no estaba dispuesto a abrirles las puertas de mi casa, de manera que era mejor dejar las cosas como estaban.

—Por favor, Esquius —intervino Biosca—. Sus comentarios me parecen impropios de una mente privilegiada como la suya. Incluso se me ha formado un nudo en la garganta. ¿Qué ha estado sorbiendo, además del seso? ¿Absenta? La casa de la urbanización donde viven estas hermanas Eochs es su único hogar, la única propiedad que les queda de sus padres desde que murieron, los pobres, los dos de golpe, en un accidente, hace pocos años. Allí nacieron y crecieron, allí vivieron felizmente hasta que este desaprensivo ha interferido en sus vidas. Buscarse otro hogar, o incluso huir al extranjero, sería la derrota absoluta, el fracaso estrepitoso, el triunfo del mal sobre el bien. Lo que tenemos que hacer es coger a ese hijo de mala madre y sacarlo de circulación para que estas dos ciudadanas puedan volver a vivir tranquilamente en su chalecito y aquí no ha pasado nada. Sólo será una noche o dos, Esquius. Ya casi le tenemos.

—¿Ya saben quién es?

—Casi. No se crea que hemos estado perdiendo el tiempo todos estos días. Octavio ha llevado a cabo una tarea excepcional siguiendo la pista del teléfono móvil del acosador. Ya sabemos que es un aparato de tarjeta, comprado en un gran centro comercial las pasadas fiestas de Navidad y pagado en efectivo…

Estaba hablando más para las dientas que para mí. En realidad, con aquellas palabras, lo que acababa de decir era que el aparato era absolutamente ilocalizable.

—…Además, está la sofisticada técnica de localización GPS, que puede determinar el lugar exacto donde se encuentran el móvil y su propietario mientras el teléfono está conectado…

Interpreté que el teléfono móvil que perseguíamos estaba siempre desconectado, o ya le habríamos atrapado. O sea que aquel sistema también había fracasado.

—…Y, por si todo eso fuera poco, mediante un contacto sobornado que tenemos en la Compañía Telefónica, obtendremos una relación de todas las llamadas que se han hecho mediante ese aparato. De esta manera, sabremos a quién más llama y, conociendo la identidad de la gente a quien llama, aparte de la señorita Felicia, conoceremos su círculo de amistades y relaciones, que es lo mismo que decir que le tendremos a él servido en bandeja.

—¿Y si su contacto falla? —objetó Emilia Fochs—. Que yo, por mi hermana, lo que sea, pero aquí sólo hay un lavabo y seremos muchos a dormir.

—¿Lo ve, Esquius? Éstos son los primeros resultados de su mensaje derrotista. Señoritas, por favor, ¿pueden dejarnos solos mientras nosotros hablamos a un nivel más profesional que sin duda les aburriría? No se preocupen, que no llegaremos a las manos. Y, si tuviéramos que llegar, me oirán llamar a Tonet.

—¡Yo no quiero volver a oír las grabaciones! —chilló Felicia, sin motivo aparente.

—No seas pava —le dijo su hermana, un poco fastidiada.

—¡Tengo mucho miedo, Emilia!

—Tranquila, Felicia, que yo estoy aquí —dijo Octavio, intentando crear una estampa heroica.

Felicia no le hizo caso.

—¿Tú te quedas? —preguntó a su hermana.

—Con algo me tengo que entretener, ¿no?

—¡Se queda! —gritó Felicia, para subrayar adecuadamente aquel acto de coraje.

—Que no, es una reunión entre profesionales —se negó mi jefe.

Biosca las estaba empujando para obligarlas a abandonar el despacho. Octavio quería seguirlas con la probable intención de aprovechar la estrechez de la puerta para arrimarse a la top-model, pero Biosca lo agarró del brazo y lo retuvo. «Descansa, Octavio», le dijo. Una vez consiguó echar a las dientas, me regañó con una mueca.

—Por favor, Esquius, qué falta de tacto. ¿No ve que, si las quiero aquí, es precisamente para atraer al acosador, que venga, que se acerque a la trampa? ¿Es que le ha menguado el coeficiente intelectual?

Mientras hablaba, con un tono rutinario que desmentía su fingido enojo, sacó del cajón del escritorio un magnetófono digital y lo conectó. En seguida, me pidió silencio con un gesto.

—Ésta es de ayer por la noche. Cuando se puso Octavio.

Un ronquido metálico y distorsionado, una voz de monstruo agónico hablando desde las profundidades de una caverna, llenó el despacho. Tuve que escuchar el mensaje dos veces, porque los berridos que Octavio había intercalado en la grabación entorpecían la audición. Yo anotaba algunos detalles curiosos en mi cuaderno.

—«Oh, si es el gigantón que vigila a Felicia… ¿Piensas que me asustas?… ¿Piensas que es posible que un cómico como tú evite la humillación de la putita a mis más malignos anhelos? Un gigantón en calzoncillos y camiseta de albañil… Ah, y la pistola… Si hasta vas equipado con un símbolo fálico… ¿Tan pequeño es tu pito…? Salúdame, imbécil, ¿es que no me ves?»Había pausas frecuentes, que el acosador llenaba con su respiración pesada. Biosca detuvo el reproductor.

—¿Qué piensa, Esquius?

—¿Hay más? —pregunté.

—Sí, otra anterior.

—Póngala.

—«Felicia mía… Vete disponiendo: despliega tus zancas e imagínate mi potente pene accediendo a ti con la potencia de una estaca. ¿A que lo estás deseando, coñito mío? ¿Me dices dónde quedamos de una vez? ¿O eliges un hachazo en la cabeza?»De repente, Octavio se sentó en una silla y cruzó las piernas en una postura tan forzada como su sonrisa. ¿Estaba empalmado? ¡Sí, estaba empalmado! Se me ocurrió que la testosterona de aquel hombre corría por sus venas con la fuerza de un géiser.

Biosca me pasó una copia impresa del mensaje SMS que había conducido a las víctimas a encontrarse a Lily Mimitos ahorcada en el armario: «Me he partido de risa», decía. «Mira, mira en el armario de la cocina, hay un regalito para ti.»Yo continuaba escribiendo en mi libreta. Cómico, gigantón, despliega tus zancas, accediendo.

—¿Alguna idea, Esquius? —dijo Biosca.

—Palabras raras. «Accediendo»…

—Significa entrando —intervino Octavio, que lo había mirado en el diccionario.

—Ya, ya lo sé —dije—. ¿Pero por qué no dice entrando o penetrando?

—Y «anhelos» también es muy rara.

—Anhelo no es una palabra extraña, Octavio.

—Sí que lo es —se obstinaba—. Yo nunca la había leído.

—Pues será porque los jugadores de fútbol no tienen anhelos —dije—. ¿Y eso de «despliega tus zancas» en lugar de «ábrete de piernas»?

—Es más poético —comentó Biosca.

—Eso es andaluz —saltó Octavio—. Los andaluces, a las piernas las llaman zancas. Lo sé porque tengo un cuñado de Almería. Te diré lo que pienso: este tipo es andaluz y ha estado disimulando el acento y calculando mucho las palabras que usaba, para no delatarse, pero al final se le ha escapado una.

—Y resulta que el representante de la señorita Felicia es andaluz —dijo Biosca, triunfal.

—Emilia Fochs no está de acuerdo con esta teoría, pero es una posibilidad —Octavio hablaba muy pendiente de cómo encajaba yo sus palabras—. Por lo que se ve, el representante se quiere tirar a Felicia desde que la conoció.

—Eso es lo mismo que te ocurre a ti —comenté, sin mirar a nadie. Y me levanté al mismo tiempo, preparando el mutis—, y no eres sospechoso.

—Bueno, ¿pero qué piensas? —Biosca se sentía desamparado.

—Aún no tengo nada claro. Cómico, despliega tus zancas, gigantón, accediendo. Lo pensaré, me lo estudiaré y, si llego a alguna conclusión, os la comunicaré.

Salí del despacho y procuré no fijarme mucho en Felicia, que contemplaba como extasiada mi avance entre camas plegables, colchones y sábanas.

—Más vale que hagan algo —dijo Emilia—, o aunque este cerdo no la atrape, Felicia acabará teniendo un ataque cardíaco. Además, mi programa de radio es grabado, pero pronto tendré que volver a hacerlo en directo, con llamadas del público. Y no veo cómo podría dejarla sola en casa por las noches, en este estado.

Le dediqué una sonrisa amable.

Beth estaba fregando el suelo para que Felicia no se ensuciara los piececitos si se le ocurría levantarse a hacer pipí a medianoche. Felicia la miraba aterrorizada, como si el mocho fuera un arácnido venenoso provisto de un largo aguijón. El jersey de Beth no le tapaba la parte baja de la espalda y los vaqueros permitían ver la goma de las braguitas. Curiosa, la moda moderna.

—Adiós, Beth —dije, de pasada, cuando ya era demasiado tarde para despedidas más afectuosas.

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