Read Con los muertos no se juega Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
De todas formas, salimos de allí.
—¿Lo he hecho bien? —preguntó Beth, ansiosa, mientras recorríamos los pasillos.
—De maravilla. Por eso, quiero que ahora hagas otro trabajo tú solita.
—¿Yo sola? ¿Te fías?
—Claro que sí. Quiero que vayas a ver al jefe de celadores y le preguntes por Adrián Gornal. Me interesa saber si era recomendado de alguien importante. Por qué no le echaron a pesar de todas sus travesuras. Quién respondía por él, ya me entiendes.
—Sí, sí. Procuraré hacerlo bien. Y tú, ¿dónde vas?
—A visitar a los visitadores.
Había tres visitadores médicos en la sala de espera de la zona de consultas del hospital. Se les distinguía de los pacientes por el hecho de que los tres llevaban maletas de ejecutivo, y también porque, juntitos en un rincón, hablaban en voz baja y hacían aspavientos de consternación y descontento, probablemente inmersos en una discusión sobre el asesinato de su colega Casagrande. Dos eran hombres. Supuse que la mujer era Helena Gimeno.
La observé antes de abordarla. Y, de paso, la grabé con la microcámara de vídeo. Una toma corta, diez segundos, suficiente para extraer una fotografía decente. Quería retener la imagen de aquella mujer que había amenazado a Ramón Casagrande y le había profetizado «que acabaría mal».
Me dio la impresión de que era una mujer decidida a salirse con la suya. Decidida, que no acostumbrada, y aquello ya marcaba una diferencia. Se le notaba la actitud un poco defensiva de quien no soporta que le den con la puerta en los morros y se ha visto muchas veces con los morros pegados en una puerta. Debía de tener alrededor de treinta años. Cabellera castaña arreglada con frecuencia en la peluquería, ojos marrones de mirada intensa, una boca pequeña que debía de fruncir hasta el dolor cuando le llevaban la contraria. Era más bien alta y tal vez había tenido tipo de modelo diez años atrás, pero ahora el alcohol y el cansancio le habían arrebatado la curva de la cintura, le habían redondeado los hombros y le habían amargado la sonrisa. Iba arreglada, sin renunciar a un toque de sensualidad, pensé que para hacerse atractiva a sus clientes, los médicos, sin correr el riesgo de ofender a los más pacatos. Un equilibrio bastante bien conseguido.
Me levantaba ya para dirigirme a ella, cuando se abrió la puerta de uno de los consultorios e hizo su aparición estelar un médico de aspecto de bonachón. Inmediatamente uno de los visitadores sacó unas camisetas del maletín y corrió los diez metros libres hacia él.
—¡Doctor Fañé! ¡Doctor Fañé! —gritaba. El doctor Fañé no mostró el más mínimo entusiasmo al verle y hasta intentó escabullirse dando media vuelta, pero el otro, con un quiebro magistral, le cortó el paso y plantó ante sus narices una de las camisetas—. ¡Doctor Fañé, mire, mire qué camisetas hemos hecho! He pensado que a sus hijos les gustarían y les irían bien, ahora, de cara a la primavera.
Unos cuatro metros más allí, de espaldas a mí, Helena Gimeno negaba con la cabeza, como si lamentara profundamente lo que estaba viendo.
El médico acorralado se resignó a inspeccionar las camisetas, mientras el otro sonreía servil. Eran piezas de calidad, estropeadas por el hecho de llevar la inscripción LABORATORIOS TRUVEN en el pecho.
—Bueno, bueno, de acuerdo, me quedo una. Muy agradecido.
—No, no, una no, qué dice, una. ¡Tres! Que usted tiene tres hijos, ¿verdad?
Pensé en la opinión que el doctor Farina tenía de los visitadores médicos. El visitador humillándose ante un médico que tenía que aceptar un obsequio lamentable a punta de pistola.
La Gimeno se volvió hacia mí y empezó a caminar como si no pudiera soportar más aquella visión. Pasó por mi lado sin verme. Fui detrás de ella y la pillé delante de la puerta del ascensor.
—¿Helena Gimeno?
Me miró recriminándome el abuso de confianza y el ataque a traición:
—Sí. —Los ojos me interrogaban: «¿Y usted quién es?»—Estoy investigando la muerte de Ramón Casagrande —le solté, de entrada.
«¿Investigando?», expresaron sus ojos, como si el verbo fuera sinónimo de hirviendo o calzando, o haciendo pompas de jabón.
—¿Es policía? Me gustaría ver su identificación.
—De la compañía de seguros —superpuse a «su identificación».
—¿Compañía de seguros? —Sonrió a medias como diciendo «No me fastidie», y dirigió su atención al botón del ascensor, que no llegaba.
—Me han dicho que usted discutió con el señor Casagrande.
—No es asunto suyo.
—Una discusión violenta. Dicen que llegaron a las manos.
—No me acuerdo.
—Usted discute con Casagrande, le dice que se arrepentirá de lo que le ha dicho o hecho y, al poco tiempo, alguien le pega un tiro a Casagrande.
—Alguien, no. Un señor muy concreto llamado Adrián No-sé-qué.
—¿No conocía usted a Adrián No-sé-qué?
—No le había visto nunca.
—Trabajaba aquí, en el hospital.
—Eso dicen.
Se abrieron las puertas del ascensor. Ella se metió, y yo tras ella. Me miró con irritación. Pulsó el botón de la planta baja y yo opté por bajar el tono.
—Sólo hago mi trabajo como usted hace el suyo. Me han pedido un informe y me ha parecido interesante incluir su opinión. Nada más.
—No pienso ir a testificar a ningún tribunal, ni a favor ni en contra de nada. Ese imbécil no se lo merecía.
—Nada de tribunales. Deme material para llenar el informe, sea lo que sea, y me iré contento. Cuatro cosas. Por qué se pelearon, por ejemplo. Si es que puede decírmelo.
Ella no me miraba. Pensé que le encantaría contarme por qué se había peleado con Ramón Casagrande pero, en cuanto se abrió la puerta del ascensor, echó a caminar sin esperarme.
—Déjeme que adivine —dije, adaptando mis zancadas a las suyas a través del vestíbulo—. Sólo dígame sí o no. Usted tenía unos doctores como clientes, doctores que compraban medicamentos de sus laboratorios. Pero, un día, el señor Casagrande se los quitó. Esos doctores que le daban de comer a usted empezaron a adquirir medicamentos de los Laboratorios Haffter. Sí o no.
Llegó a la puerta de la calle y la abrió con la fuerza que habría necesitado para romperle la cabeza a Casagrande al mismo tiempo que me miraba por encima del hombro y reconocía, asqueada:
—Sí.
Con mano firme, impedí que me diera con la puerta en las narices. Seguí el paso vivo de Helena Gimeno hacia la calle.
—¿Con qué métodos? —reclamé—. ¿Cómo pudo hacerlo? ¿Cómo consiguió que los médicos cambiaran de opinión? ¿Les sobornaba? Dicen que todos los medicamentos son iguales, al fin y al cabo…
Llegó hasta un BMW 323 de color rojo. No le iban mal las cosas. Y hasta me atrevería a decir que le iban mejor que a Casagrande. Utilizó el mando a distancia y las luces de posición le hicieron un guiño, las dos a la vez.
—Sabía muchas cosas de los médicos —insistí—. Los cumpleaños, las fechas de boda, si uno era del Barça o del Español, si al otro le gustaban los toros, si el otro tenía perro…
Abrió la puerta del BMW 323 de color rojo y se volvió hacia mí como diciendo «¿Me va a dar la lata mucho rato aún?» Pero dijo otra cosa:
—Sí. Sabía muchas cosas de los médicos.
Volvió a cerrar el coche y añadió:
—¿Me invita a un café?
La única cafetería que había cerca era la del hospital, de manera que retrocedí sin perderla de vista y puse la mano sobre la gran barandilla dorada que servía para mover la puerta de cristal. Las luces del BMW 323 volvieron a parpadear para indicar que volvían a dormir y Helena Gimeno vino hacia mí. Le flanqueé el paso. Atravesamos el vestíbulo de nuevo, ella delante, siempre tiesa y decidida, yo detrás como un perrito fiel. La cafetería estaba en la planta baja.
—Pídame un gin-tónic, por favor.
Fue directamente a una mesa, dando por supuesto que yo me encargaría del pedido. Yo también decidí tomar un gin-tónic, aunque no es mi bebida preferida. Tal vez se me ocurrió que aquel detalle serviría para acercarnos un poco.
En aquellas horas, la clientela de personal médico y visitantes de enfermos era escasa y espaciada, todo el mundo hablaba en voz baja y se dedicaba a lo suyo, de manera que el ambiente era bastante discreto como para cualquier confidencia.
Helena Gimeno estaba ensimismada, inmersa en sus pensamientos, con las manos juntas en oración y los labios fruncidos sobre los dedos, en una especie de autobeso. Estaba discutiendo consigo misma, tratando de dilucidar algún tema trascendental.
Llevé hasta la mesa los dos gin-tónics, me senté ante ella y esperé.
Todavía me hizo esperar un poco más. Encendió un cigarrillo con un encendedor que soltaba una llamarada de bazooka y me miró con unos ojos igual de incendiarios. Eran ojos de asesina, de mala de película, de fiera sin piedad. Unos ojos preciosos.
—¿Está segura de que aquí se puede fumar? —comenté.
Lo peor que le podía decir. Tuvo una sacudida de impaciencia, miró alrededor, como un criminal acechado, tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó con furia, mirándolo fijamente como si esperara ver brotar sangre bajo la suela del zapato.
—Claro que no se puede —murmuraba—. No se puede en ningún sitio, joder. También mira que tengo unas ocurrencias, meterme en el bar de un hospital. ¿Y por qué permiten que bebamos gin-tónic? ¿Es que no mata la ginebra?
No me lo preguntaba a mí, pero me pareció oportuno hacerle notar mi presencia.
—Supongo que piensan que la ginebra mata de uno en uno y que el tabaco, en cambio, es una especie de arma de destrucción masiva.
Se inmovilizó, centrando en mí su atención, ciñó las manos alrededor del vaso de tubo y negó con la cabeza, tal vez pensando que o yo o el mundo no teníamos remedio.
—Este trabajo es el trabajo más mierda del mundo —dijo, amargada—. O el segundo, después del de los camareros de bodas y bautizos que tienen que desfilar marcando el paso al ritmo de «Que viva España» cuando salen con sus bandejas de comida. Usted estaba en la sala de espera cuando mi compañero ha montado el numerito de las camisetas, ¿verdad? ¿Qué le ha parecido? ¿Le ha gustado? ¿Le parece que es una buena manera de ganarse la vida? —Decliné el reto de contestarle. Aún tenía aquel encendedor-bazooka en la mano y no quería correr el riesgo de morir incinerado. Continuó ella—: Por un lado, los médicos nos tratan como si tuviéramos la lepra, como si estorbáramos, que seguramente estorbamos y mucho… Y, por otro, los laboratorios nos presionan: se tienen que incrementar las ventas como sea, se tienen que cumplir los objetivos fijados por un ejecutivo que se está tocando los huevos en un despacho con aire acondicionado e hilo musical. Y, si no te las apañas, pues ya sabes dónde está la cola del paro. Eso te obliga a arrastrarte como mi compañero de las camisetas, a reírles las gracias a los médicos y a permitir que te traten como si fueras un grano en el culo y, después, a decir gracias y a sonreír y ofrecerles unas vacaciones pagadas en un congreso en el Caribe como si fueran ellos los que te hacen el favor a ti. —Inspiró aire y expulsó una bocanada aún con restos de nicotina—: Tienes una ficha para cada médico, y allí vas anotando todo lo que sabes de él. Si es de derechas o de izquierdas para no meter la pata cuando sale la política en la conversación, qué tipo de comida le gusta por si algún día tienes que invitarle a comer, fechas de cumpleaños familiares para tener algún detallito…
—Y… —me permití una disgresión—: ¿Cómo pueden controlar sus laboratorios cuánto vende cada visitador?
—Es muy sencillo. Por un lado, en un hospital como éste, que no tiene cien camas y que por lo tanto no está obligado a tener un servicio de farmacia hospitalaria, el control viene dado a partir de lo que compra directamente el hospital, que es lo que piden los médicos. Por otro lado, por lo que respecta a la gente que sale con el alta en la mano, o los que vienen a pasar consulta externa, la mayoría compran las medicinas en las farmacias más cercanas. Con un simple estudio estadístico informatizado se puede saber si lo estamos haciendo bien o no. Existe una empresa que se dedica específicamente a esto y que trabaja para todos los laboratorios.
—Y se supone que hay unas normas éticas entre los visitadores…
—Un mínimo de juego limpio. Si vas a ver a un médico, quien llega primero tiene derecho a hablar con él primero, tan pronto como el médico lo permita. Pero Casagrande…
—Pero Casagrande…
—Se colaba siempre. Hacía lo que quería.
—Lo que quería.
—Casagrande era una rata. Un hijo de puta. Un tramposo.
—¿Por qué? ¿Cuáles eran sus métodos? ¿Sobornaba a los médicos? ¿La
astilla
? ¿El
tarugo
? ¿Chantaje?
Helena Gimeno hizo una pausa para subrayar y poner en mayúsculas y negrita lo que iba a decir.
—Extorsionaba a los médicos. —Me miraba con cara de «Bueno, ya lo he dicho» y, desafiándome a que le replicase que no me lo creía. No lo hice, claro—. Lo tenía todo en las fichas.
—Las fichas —repetí.
—Las fichas, sí. Sus famosas fichas. Una caja de zapatos llena de fichas. ¿No las ha visto?
Me miraba a los ojos, convencida de que, a través de ellos, vislumbraría mi alma y sabría si le estaba mintiendo o no.
—No.
Eso era lo que le interesaba. Las fichas de Casagrande. Sus ojos felinos decían que estaba dispuesta a incendiar ciudades enteras para conseguir aquellas fichas.
—Si investiga la muerte de Casagrande, usted habrá estado en su piso.
—No, no he estado. No soy de la policía.
—Pero podrá ir. Las fichas tienen que estar en el piso. Para sus familiares no tienen ningún valor ni significado. Estoy segura de que usted me las puede conseguir fácilmente.
—¿Para qué las quiere? ¿Para continuar con los chantajes?
—Yo no he hablado de chantajes. Son detalles, pequeñas estrategias…
—Pequeñas estrategias con las cuales Casagrande seducía a todos los médicos que quería.
—Pequeñas estrategias —repitió—. Por ejemplo, el doctor Aramburu. Un médico mayor que sólo recetaba analgésicos y antibióticos de mi laboratorio desde hacía tiempo. Seguramente lo hacía porque le gustaba mirarme las tetas mientras le hacía la visita, me da igual. El caso es que de repente, un día entro en su despacho y me lo encuentro nervioso y me confiesa que a partir de ahora recetará los productos de los Laboratorios Haffter, los de Casagrande. No me lo podía creer. Él estaba muy nervioso, casi se me pone a llorar y me lo contó todo.