Read Con los muertos no se juega Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
—Y le envían a usted para averiguar qué pasaría si la compañía de seguros no paga lo que tiene que pagar. Porque, claro, tal vez los beneficiarios se enteren algún día y reclamen lo que les corresponde con daños y prejuicios.
Le había alegrado mucho comprobar que yo era un sinvergüenza. Suponía que estaba en falso, que me tenía en sus manos. Sonreía como si estuviera viendo un hámster en una jaula. Pero no tenía intención de echarme de su casa.
—El caso es que no hemos conseguido aclarar si la muerte fue debida a un accidente o no.
Los dedos largos y bien cuidados del cirujano localizaron una minúscula partícula de polvo sobre la mesa, la capturaron y la depositaron en un cenicero muy artístico que jamás había sufrido una quemadura de cigarrillo. Me imaginé al doctor Barrios invirtiendo largos ratos en centrar cuadros colgados de las paredes, con un ojo cerrado y el otro abierto, incluso ordenando los papeles arrugados de la papelera según el color y la consistencia para que el conjunto quedara decorativo.
—Y no se les ha ocurrido preguntárselo a la hija del señor Colmenero, ¿verdad?
—No nos ha parecido oportuno. Todavía.
El doctor Barrios se estremeció, conteniendo una carcajada. Parecía que se estaba divirtiendo mucho.
—Lo que en realidad pretendemos establecer —continué— es si la muerte fue consecuencia de la caída del caballo, en cuyo caso se trataría de un accidente cubierto por nuestra póliza…
Se puso serio y me interrumpió:
—Marc Colmenero cayó del caballo y fue un accidente grave. El pie se le quedó enganchado en el estribo y el caballo le arrastró un buen rato. Tenía conmoción cerebral, con pérdida de conocimiento, contusiones por todo el cuerpo, luxación del hombro derecho y fractura de cùbito y radio. Ahora bien, si me pregunta si era mortal de necesidad, tendré que decirle que no.
—Pero murió.
—Sí.
—¿Por qué murió?
Un silencio. Un suspiro casi inaudible, pero suficiente para transmitirme la idea de que vivimos en un mundo imperfecto. Ahora, el doctor Barrios se frotaba una ceja con la punta de los dedos. Le costaba tener que reconocer un fracaso profesional.
—Después de la intervención, cuando estaba en reanimación con la anestesista, fui a verle. Era un paciente importante, le habíamos dado un trato preferente, de modo que pensé que le gustaría ver al director del hospital y al jefe del departamento de traumatología a su lado, al despertarse. Se quejaba. La fractura era francamente dolorosa pero, de todas formas, no me pareció oportuno darle calmantes. Le dije, en broma: «Vamos, vamos, que se queja por nada, esto ya está superado, aguante como un hombre, que esto no es nada». Y le dije a la doctora Mallol: «No pasa nada. Está perfectamente. Ya podéis subirle a la planta». Una vez en su habitación, ya con su hija, Marc Colmenero volvió a quejarse. Y entonces, como es natural y ritual, la enfermera le administró Nolotil. Y resultó que el señor Colmenero era alérgico a las dipironas. El Nolotil es una dipirona.
Ahora, su mirada era desafiante, casi provocativa.
—Un choque anafiláctico —aclaró.
—¿Y no pudieron hacer nada por él?
—No dio tiempo. La hija se durmió y no se dio cuenta de que su padre se estaba ahogando… Cuando nos avisaron, ya era demasiado tarde. Le administramos corticoides y adrenalina directa a vena, le practicamos unas maniobras de reanimación cardiopulmonar, o sea, masaje cardíaco… Pero fue en vano.
—¿Usted sabía que era alérgico a la dipirona?
—Claro que sí. Nos lo comunicó su hija en el momento de ingresarlo.
—Pero… en la hoja de órdenes de las enfermeras, ¿constaba la alergia del señor Colmenero?
—Sí.
—¿Lo comprobó?
—¿A usted qué le parece? —dijo, como si no pudiera creerse que le hiciera unas preguntas tan estúpidas—. En cuanto me dijeron lo que había pasado, fui a la sala de las enfermeras, cogí la hoja y lo comprobé.
—¿Y qué dijo la enfermera responsable?
—¿Qué iba a decir? Primero dijo que sí que constaba la advertencia, después alegó que no estaba segura y al final admitió que no se había fijado. —Y, añadió, con poca convicción y sin intención de convencerme—: Sí, ya sé qué está pensando. Es una vergüenza. Fue culpa de aquella chica, pero, de alguna manera, la culpa moral es de todos nosotros, del hospital, del sistema que permitió que aquella persona incompetente y descuidada estuviera trabajando allí.
—Entonces, podríamos decir que se trató de una negligencia médica.
Por un momento, el doctor había parecido vencido, pero de repente reaccionó.
—En todo caso, para responder a lo que usted me pregunta, no fue un accidente. —Y añadió—: Lo arreglamos con la familia del difunto. Tanto ellos como nosotros preferimos ahorrarnos la publicidad innecesaria de este hecho desgraciado.
—¿La familia no presentó ninguna demanda, ninguna denuncia…?
—No. —Y, mirándome fijamente, frío como un cadáver, cambió de tono—: Muy bien, señor detective de seguros, ya entiendo para qué ha venido. Supongo que dentro de dos días recibiré una circular, o un documento rutinario de una compañía de seguros, y entonces tendré que medir mucho lo que pongo sobre el señor Colmenero.
Le dediqué una sonrisa.
—Mi trabajo consiste en ahorrarle dinero a mi empresa.
—¿Me está amenazando?
—¿Cómo?
—Me ha parecido que insinuaba que, si yo metiera la pata, se encargarían de dar publicidad a todos los detalles de la muerte de Marc Colmenero.
—Yo no he dicho eso. Claro que, si todo acabara en un juicio y en el consiguiente escándalo por parte de los beneficiarios de la póliza, no podríamos evitar que el nombre del hospital se ensuciara un poco.
Lo dije con alegría en los ojos, como si le estuviera contando un chiste escabroso a un amigo del alma.
El se puso en pie para dejar claro que su buena voluntad se había agotado y que yo no merecía un segundo más de su tiempo. Declaró, solemne:
—Sepa que su trabajo me da asco. ¿Puede irse de mi casa, por favor?
—Claro —dije en mi papel de cínico insolente—. ¿Podría darme la dirección de la enfermera que cometió el error?
—La despedimos. No tengo ni idea de dónde está.
—Y, si lo supiera, tampoco me lo diría, ¿verdad?
Supongo que mientras nosotros hablábamos dentro, el perro alsaciano había estado haciendo planes y croquis, organizando el ataque y destrucción del intruso indeseable que era yo, porque tan pronto como pise el umbral de la puerta, apareció detrás de un arbusto, a la carrera, ladrando, directo hacia mí. Pegué un nuevo brinco.
—¡Basta,
Sharazad¡
—gritó el doctor Barrios, con voz de domador—. ¡Quieta aquí!
El perro, o la perra, se dio por aludida y se quedó clavada en el sitio.
Yo también.
Eran las cuatro menos cuarto cuando llegué a la agencia. Sólo estaba Amelia, en la recepción, leyendo una revista de viajes y comiendo un bocadillo vegetariano. Me dijo que todos estaban en El Epulón, una marisquería que acaban de abrir en el barrio.
—¿Hay noticias de Beth? —pregunté.
—No. Creíamos que estaba contigo.
Se me ocurrió que debería haberla llamado al móvil para comprobar cómo le iban las cosas por los Laboratorios Haffter y lamenté que no se me hubiera ocurrido a lo largo de toda la mañana. Curiosamente, no obstante, aplacé otra vez la llamada mientras me dirigía al Epulón.
El propietario del Epulón era un ex sacerdote que había decidido pervertirse. Concretamente, el nombre del restaurante procede de la parábola que cuenta san Lucas en el capítulo 16, versículo 19, en la que un rico epulón que se vestía de púrpura y comía como un cerdo, no se dignaba a darle ni las migajas al pobre Lázaro que, cubierto de úlceras, pasaba hambre a la puerta del palacio. La cita bíblica adornaba las paredes del palacio acompañada por ilustraciones que parecían sacadas de una Biblia ortodoxa rusa, con muchos dorados y mucho dramatismo. Era una marisquería cara con ganas de ser exclusiva para millonarios. Los clientes tenían que aguantar ocasionales homilías del propietario, que había adoptado una apariencia mefistotélica y se paseaba entre las mesas con aires de sultán en su harén, como si estuviera eligiendo entre los clientes a alguno al que le apeteciera sodomizar.
Después de contemplarme la bragueta y de humedecerse los labios, el ex sacerdote me indicó que mis colegas estaban encerrados en un reservado. Les habría encontrado sin su ayuda porque, al final de un pasillo, la presencia de Tonet no podía pasar desapercibida. El gigante, cruzado de brazos, tenía una mirada tan amenazadora que los clientes que se veían obligados a pasar por allí para ir al servicio, preferían aguantarse las ganas.
En el reservado estaban Biosca, Octavio y las hermanas Fochs, disfrutando de una larga sobremesa de cafés, copas y puros.
Cuando entré, Felicia Fochs profirió un grito de espanto y los demás prorrumpieron en gritos de alegría que, de momento, se me antojaron excesivos.
—¡Ah, Esquius! —exclamó Biosca—. ¡Su olfato de detective superdotado le ha hecho oler el bogavante desde la otra punta de la ciudad! ¡Pase, pase, venga aquí! ¡Siéntese! ¿Quiere comer algo? ¿Unas verduritas, un solomillo, unas trufas, un tequila? ¿Cómo ha ido el trabajo?
Le dio una entonación especial a la palabra «trabajo» y dirigió una mirada tipo Groucho Marx a su alrededor, para subrayar el significado preciso que le adjudicaba. No hay nada peor que Biosca cuando, a su delirio normal, se le suma la ostentación de su sentido del humor.
—Uauuu —exclamó Octavio—. ¡Mirad que arañazo lleva Esquius en la cara! ¡Y parecía una mosquita muerta, la tía!
Tres botellas vacías de Ribeiro justificaban la euforia de los dos hombres. Octavio miraba el escote de Felicia con una intensidad capaz de hacer saltar botones y acabar de abrir aquel abismo vertiginoso. Felicia Fochs ni había reparado en ello, abstraída como estaba en su temblor privado e incontenible. Se la veía ojerosa y cansada. Y también un poco trompa. Como tardásemos mucho en solucionar su caso, se nos marchitaría. O se descubriría a sí misma familiarizada con los pelos del culo de Octavio, sin saber cómo había podido llegar a aquel grado elevadísimo de intimidad. Su hermana Emilia ponía mala cara cada vez que Biosca u Octavio nos ofrecían alguno de sus chistes. Me dio la impresión de que aquella mujer estaba a punto de perder la fe en la agencia.
—Ha vuelto a llamar —dijo Felicia Fochs con voz trémula.
Me senté entre Octavio y Biosca. Cuando vino el camarero, decidí ser frugal y sólo pedí unas tapas de gambas y de calamares. No, gracias, no quería vino, que había dormido poco y, si tomaba, me amodorraría. No obstante, Biosca pidió otra botella de Ribeiro, por si cambiaba de idea.
Mientras los demás escuchaban un atrabiliario chiste de Octavio, referente a una mujer a la que le entusiasmaba que la violaran repetidamente, hice un aparte con Biosca:
—¿Ya han hablado con los franceses?
—¿Cómo?
—Lo de Colliure.
—Ah, sí. Tengo los presupuestos de dos agencias de detectives de Perpiñán. Mañana nos decidiremos por una.
—¿No podría ser esta tarde?
Biosca bajó el tono de voz.
—Hombre, Esquius, joder, cuanto más lo alarguemos todo, más iremos cobrando.
Me resigné a callar y comer.
—Ha vuelto a llamar —insistía Felicia Fochs.
Nadie le hacía caso.
Así estaban las cosas: hasta que no apareciera Adrián Gomal, para Biosca el mío era un caso rutinario que funcionaba solo, en el sentido de que aseguraba ingresos constantes y, en cambio, el de Octavio estaba destinado a figurar en un lugar destacado de la historia de la investigación criminal.
Mientras me concentraba en la comida, recapitulé un poco. Un día, Ramón Casagrande (que en gloria esté) le había preguntado al doctor Marín si el doctor Barrios tenía un perro y cómo se llamaba; después resultaba que el doctor Barrios tenía una perra llamada
Sharazad
, y Adrián Gomal nos había dicho que Sharazad nos contaría el resto de la historia. ¿Qué podía significar todo aquello?
Resultaba difícil concentrarse con Octavio haciendo el payaso al lado. Ahora le había dado por meterse con Emilia Fochs.
—¡Vamos, haz esa voz tan seductora de tu programa de radio! ¡Haznos una demostración! Y, en vista de que Emilia no se dignaba contestar, decidió hacer él mismo la imitación, en su francés mal aprendido y mal asimilado—.
Aaaah, l'amooooug, mon amouggg, j'aime ton ggosse chose…
—Por favor, Octavio, estás haciendo el ridículo —dijo una mujer fatal desde la puerta.
Llevaba el pelo recogido, gafas oscuras impenetrables como un pasamontañas y un sobrio traje de chaqueta con pantalones, y corbata.
Todos enmudecieron. Creo que fui el único que la reconocí.
—¡Beth! —exclamé con tanta alegría como si hubiera temido que estaba en peligro.
Mientras yo me levantaba para ir a su encuentro, Octavio y Biosca profirieron gritos de alegría:
—¡Beth!
—¡La niña!
—¿Qué haces, disfrazada de mujer?
—¡Mira qué mona, pobrecita!
—¿Has venido a tomar el postre?
La agarré del codo y me la llevé a un rincón para hablarle en voz baja:
—¿Vienes de los Laboratorios Haffter?
—De los Laboratorios HP, que es la rama veterinaria de los Haffter. Me he presentado como Adriana Veí, inspectora de la Seguridad Social. Y he conocido al señor Moragas y al señor Piulachs, de Recursos Humanos. —Se la veía muy orgullosa de su trabajo y, sin duda, esperaba mi aplauso—. He partido de la hipótesis de que Ramón Casagrande debía de tener algún contacto en la planta de producción de los laboratorios y de que ese contacto, por alguna razón, le falló hace dos meses, porque hace dos meses que en la discoteca Crash no tienen ketamina…
—Muy bien —dije, con fervor.
—De manera que he empezado diciendo que quería hablar del expediente de una baja de su empresa…
—¿Una baja? —me sumé a su risa entusiasta.
—Un palo de ciego.
A nuestras espaldas, Octavio y Biosca proseguían con su alboroto:
—¡No te acerques demasiado, Esquius, que se lo diremos a Flor!
—¡Sacadle una foto, sacadle una foto, que después le haremos chantaje!
—¡Eh, las manos, a ver qué haces con las manos!
—¡Secretos en reunión son falta de educación!