Con los muertos no se juega (26 page)

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Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera

BOOK: Con los muertos no se juega
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La macrodiscoteca Crash era visible desde lejos gracias a un rótulo de neón azul y fucsia y a un haz de focos que perforaban la noche como si estuvieran esperando un ataque aéreo. En aquellas horas, había muchos más coches en el aparcamiento que la última vez que yo había estado, pisando los talones de Casagrande y Adrián Gomal.

Añadimos la moto a una hilera de miles de motos parecidas. Cuando Beth se quitó el casco, pude admirarla en todo su esplendor. El jersey negro que le marcaba unos pechos mucho más maduros que ella, el ombligo, la minifalda sin secretos, las medias de rejilla y los botines de
maîtresse
. Y el ombligo. Llevaba un peinado despeinado con mechas que caían a lo largo de su rostro, enmarcando sus mejillas. Se había maquillado con un rojo muy rojo para los labios y un negro muy negro alrededor de los ojos, con toques de purpurina aquí y allí. Al sacudir los cabellos, desparramó a su alrededor los aromas de un perfume que debería haberse catalogado como arma química. Si Octavio la había visto vestida de aquella manera, a aquellas horas debería de estar en comisaría declarando por intento de violación.

—¿Qué te parece, mi disfraz de discotequera?

—Bien —dije.

—¿Qué miras?

Le estaba mirando el ombligo. No podía apartar mis ojos de su ombligo. Deberían componer una canción con este título: «No puedo apartar mis ojos de tu ombligo».

—¿Qué? Nada. Ah, estás muy guapa.

—¿Qué te ha parecido la manera como te he encontrado?

—Ah, sí. Me he quedado muy sorprendido.

—Cuando hoy me han dicho en la agencia que me estabas buscando para llevarme a una discoteca, he pensado que una buena detective te encontraría sin problema. ¿Te explico cómo lo he hecho? —saltaba de euforia. Era aquello lo que quería contarme durante el trayecto. No hubiera aceptado un no por respuesta—. Ayer, te llamó esta señora, María, ¿te acuerdas? Que tú no te habías presentado a la cita el día antes y quedasteis en el mismo sitio a la misma hora… A las diez en la plaza Molina. Bueno, sí que te habías presentado, pero llegaste tarde. Llegamos tarde, en realidad, porque yo iba contigo. Y, bien, pues ayer, en el coche, miré su número en tu móvil y me llamó la atención porque era un número muy peculiar. Dos treses seguidos y dos doses seguidos, y casi era capicúa, y el total sumaba cuarenta justo…

—Ya veo —comenté. Era evidente que había hecho un esfuerzo para aprendérselo de memoria y, si aquello no era una invasión de mi intimidad, las vacas se pondrían a volar de un momento a otro—. Un número facilísimo.

—Sí, claro —continuaba ella, sin captar la ironía—. Porque, si tienes en cuenta que todos los números de Barcelona empiezan por 93 y aquél era capicúa, acabaría en 39, ¿no? Y, como había dos treses seguidos de dos doses, en realidad sólo me quedaban dos cifras que, esto lo recordaba seguro, no se repetían ni eran iguales, de forma que sólo me quedaban dos opciones…

—O sea, que has recordado el número…

—He llamado, he preguntado por María, he dicho que ya sabía que había salido a cenar y que tenía interés en conectar con ella. La canguro, naturalmente, tenía el teléfono del restaurante donde estabais por si sucedía cualquier emergencia. Me lo ha dado. Yo he llamado al restaurante y no han tenido ningún inconveniente en darme la dirección. ¿Lo he hecho bien?

—Y te has plantado allí sin preguntarte si eras oportuna o no lo eras… —estaba a punto de reñirla.

—Es evidente que no he sido inoportuna.

—¡Ah, supones que no has sido inoportuna…!

—Claro. Estás aquí, ¿no? —Dijo con traviesa coquetería—. Ya eres mayorcito. Si aquélla hubiera sido tu novia, o hubierais tenido planes más excitantes, me habrías enviado al cuerno, ¿no? Y ella no te hubiera dicho que se iba a casa. Si tu noche hubiera estado allí, tú ahora no estarías aquí, ¿a que no?

Me pregunté si la niña se merecía una bofetada o no. Antes de encontrar una respuesta, ella hizo una posturita que volvió a centrar toda mi atención en su ombligo.

—Bueno, ¿qué hay que hacer?

Se lo conté. Era más que probable que, en aquella discoteca, circulasen drogas. No me interesaban las drogas tradicionales, como la coca, ni las anfetas y sus derivados, como el éxtasis, porque en los laboratorios de Casagrande no trabajaban con esos elementos. Se trataba de encontrar algo especial, yo no sabía exactamente de qué podía tratarse… Naturalmente, si yo entraba y me ponía a hacer preguntas, nadie me diría nada. En cambio, Beth tenía más posibilidades de salirse con la suya. Pero no quería soltarla a los leones sin protección y por eso debíamos ir juntos.

—Entro yo primero —establecí— y, luego, vas tú. Dame un margen de diez minutos y pasa mezclada con un grupo. No te hagas notar. ¿De acuerdo?

Estaba emocionada, como el espía antes de atravesar las líneas enemigas. Apretó los puños y saltó sobre el sitio.

—¡¡Ayyyy, qué nervios!!

Pensé «Dios mío», y me encaminé a la discoteca.

Después de pagar y de pasar el poco disimulado control de los dos gorilas de la puerta, accedías al gran vestíbulo de donde arrancaba la escalinata que conducía a la zona menos ruidosa. Me entretuve por allí, como haría un forastero aburrido, recién llegado de cualquier parte, que no conociera las reglas del juego. Contemplé la máquina de tabaco como si nunca hubiera visto una, y admiré la colección de fotografías que decoraba la pared. En todas aparecía Román Romanés. Eran fotos en blanco y negro, para que pareciesen antiguas e hicieran juego con la inevitable gabardina y el sombrero y los cigarros propios de gánster de Chicago. Se le veía arrogante, en compañía de famosos que alguna vez habían visitado el local. Actores, un cantante de moda, un grupo de deportistas reconocidos. Incluso había una foto donde aparecía al lado de un concejal del ayuntamiento. Romanés siempre en el centro de la fotografía, agarrando a los otros como si fueran trofeos de caza.

Pausadamente, subí la escalinata hasta la zona alta, donde sonaba música antigua, Pretenders, Christopher Cross, Fleetwood Mac y otras cosas de los ochenta. A un camarero que parecía hipnotizado le pedí un whisky con hielo, el segundo del día, el que me había prohibido al final de la cena, como si el Esquius de la discoteca fuera una persona distinta del Esquius que había conocido María. Me prometí que lo haría durar y me acerqué al mirador de paredes de cristal que me permitía contemplar la discoteca de abajo, donde los jovencitos se movían al ritmo de una música diferente a la que yo escuchaba.

Localicé a Beth, preciosa, bailando como una más de la parroquia.

Me senté en una silla, al lado de una mesa de madera pequeña y frágil donde no me atrevía ni a apoyarme. La gente que había a mi alrededor era de más edad que la de abajo. No sé si más madura. Unas parejas se besaban apasionadamente en unos sofás colocados a propósito por los rincones, otras bailaban agarradas, como ya hace décadas que los jóvenes no bailan en las discotecas.

En la pista de abajo, Beth hablaba con unos chicos que no le quitaban los ojos del ombligo. Reían y fumaban (yo no había visto nunca que Beth fumase) sin parar de bailar de esa manera mecánica. Uno de los chicos la tomó de la mano y se la llevó fuera de la pista, hacia el fondo del local. Distinguí el indicativo luminoso de los lavabos al lado de un indicativo de salida de emergencia y temí que se la llevaran fuera del local. Me preocupé como un padre sobreprotector.

Calculé que aquella salida de emergencia llevaba a la parte posterior del edificio.

Me levanté de la silla y localicé un indicativo de salida de emergencia cerca de donde me encontraba. Me acerqué. Había una puerta al otro lado de la cual te encontrabas con la música estrepitosa y el jaleo de abajo, en un balconcito, una especie de pasarela, un puente que sobrevolaba la discoteca de los jóvenes. Si mirabas abajo, veías un par de mesas ocupadas por chicas que bebían y hablaban de alguien que bailaba. Era aquel balconcillo un rincón misterioso, probablemente construido por orden de las autoridades y de los bomberos para favorecer la huida en caso de incendio. Una flecha indicaba que, para salvarte no debías detenerte allí, sino que tenías que atravesar una nueva puerta, al otro lado de la cual encontré unas escaleras descendientes que llevaban a un rincón oscuro de la sección juvenil.

En lugar de bajar a buscar a Beth, que era lo que me pedía el cuerpo, volví a la mesa de juguete del mirador. La localicé en seguida. Salía de los lavabos acompañada de dos chicos que no me gustaron. Ella se reía y se contoneaba como si nunca hubiera sido tan feliz, pero ellos estaban muy serios y la miraban de arriba abajo, como elaborando planes de violación. Alguno debió de tocarle el culo, porque ella reaccionó con una de sus carcajadas, se volvió hacia los dos y, de la manera más frívola y calientabraguetas del mundo, los empujó suavemente, rechazando su compañía, y se alejó hacia la barra.

Los dos chicos no fueron tras ella, y eso me extrañó. No era normal que se rindiesen a la primera. Parecía que se disponían a salir de la disco, se dirigían al vestíbulo y pasaron por debajo de mis pies.

Sin prisa, fui hasta la escalinata principal. Sólo necesité bajar tres escalones para comprobar que los dos chicos estaban hablando con los gorilas de la puerta. Había un gorila con jersey de manga corta para lucir bíceps como jamones, y otro que escondía la musculatura bajo una chaqueta de cuadros hecha a medida.

Volví arriba, a mi mesa-observatorio. Beth ahora hablaba al oído de otro chico. Éste llevaba gafas y reía como si le faltara un tornillo. No sé qué estaría diciendo Beth pero al chico se le doblaban las piernas de tanto reír.

Por debajo de mis pies, procedentes del vestíbulo, aparecieron el gorila de la manga corta y uno de los jóvenes malcarados. Se abrían paso entre la multitud de bailarines, en línea recta hacia donde estaba Beth.

Con el pesado vaso de whisky hice puntería contra las botellas que había detrás del mostrador, por encima de la cabeza del camarero hipnotizado. Al mismo tiempo que estallaban los cristales y el contenido de algunas botellas se descargaba sobre el empleado, agarré la mesita de madera y la utilicé para intentar romper el cristal de la pecera. La mesa se hizo añicos entre mis dedos, de manera que me armé con una silla.

Al volverme, confirmé la necesidad de un arma porque el camarero hipnotizado venía a por mí.

—¡Eh, tú, hijoputa! —gritaba.

Le recibí con la silla en la cara. Otro mueble que se hizo astillas mientras el pobre hombre salía disparado hacia atrás y caía sentado sobre una pareja que hacía manitas. Hubo gritos y movimientos convulsos.

Tengo una cartera de cuero con carnet de aspecto muy oficial que me hice yo mismo con el ordenador. Frente al carnet hay pegada una placa que parece metálica pero es de plástico y tiene una inscripción que dice «Sheriff Kansas City» que, de lejos, no se lee. Hace efecto. La mostré a la concurrencia:

—Policía —les dije, para pararles los pies.

Había conseguido lo que quería. Los gritos y el estruendo habían conmocionado toda la disco. La gente, abajo, se había movido en una especie de marea, como un remolino humano, para ver qué sucedía arriba. El gorila de la manga corta y el chico que le acompañaba se habían llevado un susto y habían olvidado de inmediato a la chica que hacía preguntas comprometidas. Automáticamente habían corrido hacia las escaleras que tenían que conducirles hasta mí. Al mismo tiempo, el gorila de la chaqueta de cuadros debía de haber abandonado la puerta para subir las escalinatas principales de dos en dos, y comprobar qué demonios pasaba.

No me podía entretener.

Pero el camarero hipnotizado trató de entretenerme. Dijo: «Policía tú y una mierda» y vino contra mí como una locomotora sin frenos. Esta clase de animales suelen infravalorar a los tipos como yo. Ven unos cabellos blancos y una figura enjuta, y piensan que sólo tendrán que soplar. No traté de oponer resistencia porque hubiera sido suicida, claro, la embestida de aquella mole podría haber perforado los muros de una prisión. Simplemente, me moví con agilidad y recurrí al viejo truco de hacer que la fuerza del enemigo se volviera contra él. No me encontró donde se suponía que yo tenía que estar y, al mismo tiempo, sus pies tropezaron con los míos. Destrozó un par de sillas y mesas que parecían construidas con cerillas.

Aquello sólo me solucionaba un problema. Tenía más: si no calculaba mal, la gorilada ya debía de estar llegando a lo alto de las escaleras y no me veía capaz de vérmelas contra tres o cuatro energúmenos a la vez.

Con tres zancadas me encontré en el balconcito, o pasarela, o puente, dilo como quieras, y sin pensarlo, pasé primero una pierna y luego la otra por encima de la barandilla. En aquel momento se abrió la puerta de golpe, con un estampido, y vi a menos de dos metros al gorila de la manga corta que irrumpía como un ariete gigantesco. Me vio, enseñó los dientes como lo hacen los perros, y alargó hacia mí aquellos brazos como jamones. Yo me descolgué a pulso por la barandilla, acercando mis pies al piso de abajo, me hice daño en los codos y en las muñecas, y debo decir que estaba temblando como si tuviera fiebre, y finalmente me solté.

Caí de pie sobre una de aquellas mesitas de casa de muñecas. Se destrozó bajo mi peso, me dejé caer como pude, rodé por el suelo, y entonces me golpeé en la cabeza y en la espalda, rodeado de gritos. Me puse en pie de un salto porque me iba la vida. Es curioso cómo, en circunstancias parecidas, la edad queda relegada a un segundo término. Podría haberme roto una pierna o un brazo, o podría haber tenido un ataque cardíaco o una embolia, pero no ocurrió nada de eso. Volví a utilizar la cartera del carnet y la chapa del sheriff, «policía, policía», para abrirme paso entre la masa.

Me abrí paso hasta la barra donde Beth me miraba con ojos abiertos de par en par. Me recibió exclamando, con una sonrisa idiota:

—¿Pero qué estás haciendo? ¿Qué te ha dado?

Los gorilas ya debían de haber dado media vuelta, ya estarían precipitándose escaleras abajo como posesos. Agarré a Beth del brazo y tiré de ella para que corriera conmigo hacia la salida de emergencia que había al lado de los lavabos.

Bendito sea el invento de la puerta de emergencia que se abre sólo empujándola. De repente, ya estábamos en el exterior.

Y Beth continuaba repitiendo:

—¡Te has vuelto loco! ¿Pero qué te ha dado?

Como la lógica más elemental decía que, para llegar rápidamente a la zona donde estaban los coches, teníamos que ir hacia la derecha, tiré de Beth hacia la izquierda. No contaba con que las neuronas de nuestros perseguidores fueran más allá de la lógica elemental. Corrimos, pegados a la pared, a velocidad de cien metros libres, atentos a cualquier grito que pudiera estallar detrás nuestro. Al lado y delante, nos cortaba el paso una alambrada de más de cinco metros de altura. Empecé a calcular cómo podríamos saltarla si, al llegar al final de la pared, no nos quedaba más remedio. Beth emitía ruiditos con la boca, «ji, ji, ji», que podían parecer una carcajada desaforada pero sólo eran histeria pura. Cuando llegamos a la esquina, y comprobamos que era posible doblarla, y la doblamos, y aún no había estallado ningún grito detrás de nosotros, nos sentimos un poco más seguros, pero no mucho. Todavía nos quedaba toda una pared de la disco por bordear, más de cien metros de carrera a oscuras, antes de llegar a los coches, que ya se veían al fondo. Y teníamos que avanzar, y avanzábamos, por un estrecho camino de no más de un metro de ancho, entre los muros de ladrillo a la vista y la alta barrera de alambre. Íbamos a tientas, tropezando con piedras y matojos que nos ponían la zancadilla, de vez en cuando los zapatos se nos hundían en el barro. Maldecíamos, renegábamos, jadeábamos, y en los «ji, ji, ji» de Beth cada vez se podía identificar más inequívocamente el llanto.

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