Read Con los muertos no se juega Online
Authors: Andreu Martín y Jaume Ribera
Desperté a las siete, más envarado que dolorido, pero, sobre todo, sofocado por la ropa. De pronto, la manta, la camisa, los pantalones y los calcetines eran como pegotes de porquería que se me enganchaban al cuerpo y me impedían respirar. Braceé y pataleé lanzando la manta a lo lejos y me vi sentado en el sofá, mirando el reloj y frotándome el rostro y pasándome la mano por la cabeza. Permanecí así un rato, mirando la pared de enfrente con cara de cretino. Entonces recordé una canción francesa sobre un tío que se pasaba las noches fantaseando con su amor imposible, viendo las imágenes de la chica proyectadas en el techo de su habitación, y me eché a reír. «Estás como un cencerro, Esquius», me decía.
Beth no estaba. Encontré una nota en la mesa de la cocina: «He ido a la planta de producción de los Laboratorios Haffter, a ver si averiguo algo».
En el espejo del lavabo me vi demasiado pálido, con unas bolsas demasiado oscuras bajo los ojos y con cara de zombie. Me fijé en las arrugas del cuello y pensé: «¿Pero qué te habías creído? ¿Que una chica de la edad de Beth se ha quedado colgada de ti? Está jugando, sólo está coqueteando contigo porque le gusta verte babeando tras ella. Y tú le sigues el juego».
Cuando me desnudaba para la ducha, volvió a dolerme todo. Las rodillas, el antebrazo derecho, donde tenía un moretón que daba miedo; el codo derecho. Me chirriaban los huesos cuando me metí en la bañera llena de agua muy caliente. Y allí, sumergido y aplatanado, cerré los ojos y me sentí más viejo que nunca. Como si mi tren ya se hubiera detenido en la última estación.
Más viejo que nunca en aquel piso minúsculo decorado con posters de cantantes de moda, con muñecos de peluche, tebeos y restos de pizzas en cajas de cartón ante el televisor.
Ya podía tirar aquella chaqueta nueva, con su desgarrón en la manga y las manchas de sangre en la solapa y el hombro derechos. La enrollé de cualquier manera y la metí en una bolsa de plástico.
Al salir a la calle, una calle desconocida en un barrio desconocido, ignorando hacia dónde debía dirigirme para recuperar el norte o conseguir un taxi, me reencontré con aquella sensación voluptuosa de mi juventud, cuando salías así, de un piso remoto, después de una noche loca. En todo caso, el concepto de lo que era una noche loca había cambiado con los años. Había noches locas de caricias, risas y orgasmos y, después, el miedo a lo que dirán los padres al volver tan tarde a casa, y había noches locas, como la que acababa de pasar, con trompazos y rotura de mobiliario, al final de las cuales no me esperaba nadie y no había ningún lugar donde ir a buscar refugio. No había diferencia entre quedarme en el piso de Beth o irme a otro sitio. Daba igual.
Tiré la chaqueta manchada de sangre en un contenedor y un taxi me llevó a casa. Me daba igual que el taxista eligiera la ruta que le viniera en gana, porque no tenía prisa alguna. Ya había llegado tarde a todas partes. La muerte de Marta había cerrado una etapa de mi vida y, cuando quería comenzar la nueva etapa, fuera la que fuera, el destino se burlaba de mí y me marcaba con estas palabras fatídicas.
Demasiado tarde.
Regresé a mi piso de la Gran Vía como uno de esos detectives solitarios que vuelven a sus casas vacías, tristes y asqueados del mundo en que viven. Gente sin futuro ni esperanzas, que es lo mismo que decir gente sin vida.
Cuando caigo en este estado de ánimo, tengo que esforzarme por pensar en mis hijos y en los gemelos, mis dos nietos. Quizá no sean la razón de mi vida, pero al menos me recuerda que hay gente que sí tiene razones para vivir.
Mientras me calentaba una cafetera para cuatro y se freían unos huevos en la sartén y mientras me cambiaba de ropa, escuché las llamadas de la tarde anterior en el contestador.
Una era de Ori para recordarme que el sábado comíamos en su casa.
La otra era de la visitadora médica con ojos de tigresa, Helena Gimeno.
—No te olvides de mí —decía—. Te recuerdo que hicimos un trato.
Se refería a las fichas de Casagrande. No pude distinguir si el tono de su voz era de promesa lasciva o de amenaza. Posiblemente, en su caso, las dos cosas admitían combinaciones.
Abrumado por la anquilosis y la depresión, opté por quedarme delante del ordenador y al lado del teléfono y trabajar desde casa.
Mientras ponía en marcha el ordenador moviendo el mínimo de músculos posible y se sucedían las pantallas preliminares, llamé a Monzón para preguntarle si había visto las cintas de vídeo.
—Ya las he pedido y ya me las han mandado —me dijo—. En cuanto tenga un rato, las miro y las comparo con las fotografías que me dejaste. Ah, una cosa: aquello que me dijiste de la comida en el Salamanca, ¿era en el caso de que no encuentre ningún sospechoso, o sólo a cambio del trabajo de mirar, encuentre lo que encuentre?
Sonreí.
—Era en el caso de que no encontrarais a ninguno de los sospechosos pero, si quieres, lo amplío a cualquier caso. Sólo por el hecho de mirar los vídeos, ya puedes contar con una paella. —Y añadí—: Me gusta ver que vais creyendo en mi teoría.
—Ya sabes que Palop siempre te hace caso. Ayer, envió a Soriano a los Laboratorios Haffter.
—¿Ah, sí?
—Le dijo: «Venga, espabila, en vez de estarte sentado aquí tocándote los huevos, ¿por qué no vas a los Laboratorios Haffter y haces unas cuantas preguntas?»—¿Y Soriano?
—Puedes imaginártelo. Se subía por las paredes. Le dijo a otro, no sé si le conoces, Graña: «A mí me parece que ese huelebraguetas ha olido la bragueta de Palop! ¡Y más de una vez! ¡Si no, no se explica!»Monzón se tronchaba de risa. Me pregunté si Palop habría acogido el comentario con el mismo buen humor.
—¿Y qué? ¿Averiguó algo en Haffter?
—Ah, eso no lo sé. Yo estoy aquí, en mi laboratorio, y sólo me entero de lo que me cuentan. En todo caso, Soriano no averiguó nada que consideraran tan importante como para contármelo a mí. Pregúntale a Palop.
Llamé a Palop y se lo pregunté. Después de un corto silencio durante el cual me imaginé al comisario mirando a derecha e izquierda para comprobar que Soriano no rondaba por allí, dijo:
—Soriano fue a los laboratorios ayer por la tarde y volvió cabreado como una mona. Dice que habló con el gerente y con el jefe de personal y le aseguraron que Casagrande no tenía acceso a los medicamentos, excepto en lo referente a las muestras que llevaba para los médicos, y que no podía tener muestras de psicotrópicos de ninguna clase porque no los fabrican. Casagrande sólo se movía por las oficinas centrales, aquí, en el centro de Barcelona. En la planta de producción ni siquiera le conocían. Y menos en los almacenes, que están en un polígono industrial del Vallés y que es donde, en todo caso, estarían las drogas que podrían interesarle. No hace falta que te diga que Soriano me hizo notar, con su sutileza habitual, que habíamos perdido miserablemente el tiempo por tu culpa.
—Cuando le veas, preséntale mis más humildes excusas —dije.
—¿Qué te pasa, Esquius? ¿Estás resfriado?
—No, Palop. Nunca me había sentido mejor.
Recuperé el mensaje misterioso que Adrián Gornal le había enviado a la delicada Flor. Decía: «Flor, querida: si me pasa algo, di a la policía que investiguen a Marc Colmenero».
Para empezar, yo no había informado a la policía de la existencia de aquel mensaje. Me justifiqué alegando que aún no teníamos constancia de que a Adrián le hubiera «pasado algo» (aparte de verse implicado como principal sospechoso en un asesinato). Y anoté en un papel: «Marc Colmenero». ¿Qué podría averiguar la policía sobre Marc Colmenero, muerto el 10 de enero por un error médico, que yo no pudiera averiguar?
Continuaba: «Qué bonitos son los hoteles de Colliure en primavera». Y la constancia de que alguien, no se sabía quién, había pernoctado en un hotel de Colliure, no se sabía cuál.
«Supongo que Sharazad les explicará el resto de la historia. Pero, Flor, te lo ruego, si no me pasa nada, etcétera, etcétera.»De modo que introduje en Google la palabra «Sharazad».
Me salieron 982 resultados, referidos a restaurantes libaneses, libros de poesía, empresas de importación y exportación, distintos lugares geográficos y muchas páginas web «no disponibles en estos momentos». Nada de todo ello me servía para desvelar el misterio. Y los directorios de teléfonos tampoco me solucionaron nada, porque no constaba nadie con este nombre.
Y, sin embargo, podía imaginarme perfectamente a unos padres bautizando así a su hija. ¿Por qué no? Conozco Lunas, y Amapolas, y Enebros. Leí un artículo en un periódico que afirmaba que, en la República Dominicana, hay mujeres que se llaman Expreso, Válvula, Hiroshima e incluso Pelusa María, en honor a Maradona. ¿Por qué no Sharazad, que procede de una de las obras maestras de la literatura mundial? Sharazad Pérez. Claro que también podía tratarse de un nombre artístico. De bailarina, de actriz. «Sharazad os contará el resto de la historia.» Muy bien, Adrián. ¿A qué teatro debemos ir en busca de esa maldita Sharazad?
Aprovechando que estaba en el ciberespacio, volví a la página de los Laboratorios Haffter. Sólo quería confirmar una intuición.
El Special K que se podía comprar hasta hacía poco en la discoteca Crash era ketamina, una droga sintética de propiedades alucinógenas que se esnifa o se fuma. Pero había oído decir que la ketamina se utiliza en veterinaria, como tranquilizante para animales de gran tamaño, y eso implicaba la existencia de laboratorios farmacéuticos que la estaban sintetizando de forma legal.
De modo que accedí a los Laboratorios HP, la rama de Haffter dedicada a la veterinaria. Y sí, en la lista de productos que fabricaban, constaba uno llamado Kimina. Ketamina pura, envasada en frascos etiquetados con la imagen de un caballo blanco en actitud de relinchar, tan eufórico como si hubiera estado esnifando cocaína.
Imprimí la página en cuestión y, a continuación, cerré los ojos y apoyé la cabeza en el respaldo de mi sillón anatómico (regalo de mis hijos). Buscaba el sueño reparador, pero en su lugar acudieron unas cuantas ideas excitantes. Vi clarísimo que Ramón Casagrande chantajeaba a alguien con algún detalle referente a la muerte de Marc Colmenero. Pero necesitaba pruebas y el único documento del que disponía era aquella factura de un hotel de Colliure, imposible de rastrear.
Entonces se me apareció la enfermera llamada Melania Lladó, alias Melania
Melones
. La vi nerviosa, tartamudeante, esquivándome la mirada, «no tengo por qué decir nada, hablen con el doctor Barrios, fue un accidente, se hizo una investigación, la que metió la pata fue despedida, pregúnteselo al doctor Barrios, pregúnteselo al doctor Barrios».
Abrí los ojos de nuevo, cogí la cazadora tejana del armario y salí de casa sin hacer caso del dolor que me atenazaba las rodillas y procurando no arrastrar los pies.
Entré en el hospital de Collserola con ánimo de hablar con el doctor Barrios, pero una enfermera me dijo que no estaba.
—El doctor Barrios no va a venir. Ayer estuvo operando hasta muy tarde y hoy se ha tomado el día libre.
Entonces, vi a Melania Lladó que salía de la zona de enfermeras sin la bata blanca y con un bolso en las manos. Se dirigía hacia los ascensores. Le agradecí la colaboración a la enfermera que me había atendido y eché a correr con unas piernas que me parecían ajenas, ortopédicas y mal encajadas.
No llegué a tiempo de pillar el ascensor en que se había metido Melania Lladó pero, providencialmente, las puertas de otro se abrieron en seguida. Entré con espíritu competitivo. El ascensor vecino sólo me llevaba una ligera ventaja. Salí al vestíbulo, lo crucé con cuatro zancadas dolorosas y llegué a tiempo de ver a la enfermera caminando por el aparcamiento.
Fui tras ella a toda la velocidad que me permitían mis articulaciones maltrechas. No era necesario ser un
profiler
del FBI para darse cuenta, incluso a distancia, de que la pobre chica tenía problemas personales. Le habría gustado estar más delgada y por eso utilizaba una ropa muy estrecha y ajustada que debía de provocarle problemas respiratorios. Le habría gustado ser más alta y por eso, fuera del trabajo, utilizaba unos zapatos con exagerados tacones de aguja que la obligaban a caminar de una manera grotesca, dando extraños saltitos, como si pisara huevos y no hubiera cosa en el mundo que le diera más asco. Y, para rematarlo, no le gustaba nada, pero nada de nada, el color de sus cabellos, porque prefería llevarlos teñidos de color rojo sangre. Un caso.
—¡Eh! ¡Señorita Lladó!
Tenía las llaves en la mano y estaba a punto de introducirlas en la cerradura de un Ford Fiesta blanco, viejo, sucio y desvencijado. Alzó la vista y se volvió hacia mí con brusquedad, sobresaltada como si la hubiera sorprendido haciendo algo malo. Entonces, constaté que me había reconocido y que me esperaba afianzando los pies en el suelo. Me esperaba y se esperaba lo peor.
—¡Vengo a avisarte! —le dije, tuteándola aposta, cuando aún nos separaban unos cinco metros—. He estado hablando de ti con la policía.
—Me importa un rábano —me soltó, como una bofetada, rabiosa.
—Necesitan un culpable para la muerte de Marc Colmenero, y te han escogido a ti.
—Y una mierda —dijo sin ceder—. Ya tienen una culpable. Ya despidieron a una enfermera…
—Te estoy hablando de la policía. La administración del hospital ya ha castigado a la enfermera responsable, aunque muy relativamente. Ignoro qué trato hicieron con ella. Pero la policía habla de tribunales. La policía habla de pena de cárcel. Y están pensando en ti.
—Y una mierda —repitió, más desinflada.
—Adrián Gornal, que es el asesino que tenemos más a mano, no estaba en el hospital el día de la muerte de Marc Colmenero, tú me lo dijiste. Alguien debe de estar protegiendo a la otra enfermera. Y supongo que no pensarás que van a tomarla con los médicos… Sólo quedas tú, Melania
Melones
—le solté el apodo con la intención de minar sus defensas.
Lo conseguí. La pobre chica ya tenía el miedo en el cuerpo. Le costaba respirar y no sabía dónde mirar.
—Me la suda —dijo. Y añadió, utilizando un tuteo tan insolente como el mío—: Si lo que dices es cierto, no me asusta, porque soy inocente, no podrán probar nada contra mí. Has venido a tirarme de la lengua. ¿Y quieres saber una cosa? —Desafiante, feroz—: Estoy dispuesta a hablar. Estoy dispuesta a hablar más de lo que te imaginas. De la muerte de Marc Colmenero y de alguna cosa más que no te esperas. Págame mil euros y no pararé de hablar.