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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Confieso que he vivido (24 page)

BOOK: Confieso que he vivido
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Pero no pasó, nada, pues el tipo se quedó hasta el fin oyendo mis versos.

Luego quisieron presentarme al dictador, hombre inflamado por locura napoleónica. Se dejaba un mechón sobre la frente, retratándose con frecuencia en la pose de Bonaparte. Me dijeron que era peligroso rechazar tal sugerencia, pero yo preferí no darle la mano y regresé rápidamente a México.

Antología de pistolas

El México de aquel tiempo era más pistolista que pistolero. Había un culto al revólver, un fetichismo de la «cuarenta y cinco». Los pistolones salían a relucir constantemente. Los candidatos a parlamentarios y los periódicos iniciaban campañas de «despistolización» pero luego comprendían que era más fácil extraerle un diente a un mexicano que su queridísima arma de fuego.

Una vez me festejaron los poetas con un paseo en una barca florida. En el lago de Xochimilco se juntaron quince o veinte bardos que me hicieron navegar entre las aguas y las flores, por los canales y vericuetos de aquel estero destinado a paseos florales desde el tiempo de los aztecas. La embarcación va decorada con flores por todos lados, rebosante de figuras Y colores espléndidos. Las manos de los mexicanos, como las de los chinos, son incapaces de crear nada feo, ya en piedra, en plata, en barro o en claveles.

Lo cierto es que uno de aquellos poetas se empeñó durante toda la travesía, después de numerosos tequilas y para rendirme diferente homenaje, en que yo disparara al cielo con su bella pistola que en la empuñadura ostentaba signos de plata y oro. En seguida el colega más cercano extrajo rápidamente la suya de una cartuchera y, llevado por el entusiasmo, dio un manotazo a la del primer oferente y me invitó a que yo hiciera los disparos con el arma de su propiedad. Al alboroto acudieron los demás rapsodas, cada uno desenfundó con decisión su pistola, y todos las enarbolaron alrededor de mi cabeza para que yo eligiera la suya y no la de los otros. Aquel palio movedizo de pistolas que se me cruzaban frente a la nariz o me pasaban bajo los sobacos, se tornaba cada vez más amenazante, hasta que se me ocurrió tomar un gran sombrero típico y recogerlas todas en su seno, tras pedírselas al batallón de poetas en nombre de la poesía y de la paz. Todos obedecieron y de ese modo logré confiscarles las armas por varios días, guardándoselas en mi casa. Pienso que he sido el único poeta en cuyo honor se ha compuesto una antología de pistolas.

Por qué Neruda

La sal del mundo se había reunido en México. Escritores exiliados de todos los países habían acampado bajo la libertad mexicana, en tanto la guerra se prolongaba en Europa, con victoria tras victoria de las fuerzas de Hitler que ya habían ocupado Francia e Italia. Allí estaban Anna Seghers y el hoy desaparecido humorista checo Egon Erwin Kish, entre otros. Este Kish dejó algunos libros fascinantes y yo admiraba mucho su gran ingenio, su infantil entremetimiento y sus conocimientos de prestidigitación. Apenas entraba a mi casa se sacaba un huevo de una oreja, o se iba tragando por cuotas hasta siete monedas que bastante falta le hacían al pobre gran escritor desterrado. Ya nos habíamos conocido en España y como él manifestaba la insistente curiosidad de saber por qué motivo me llamaba yo Neruda sin haber nacido con ese apellido, yo le decía en broma:

—Gran Kish, tú fuiste el descubridor del misterio del coronel Redl —famoso caso de espionaje acaecido en Austria en 1914—, pero nunca aclararás el misterio de mi nombre Neruda.

Y así fue. Moriría en Praga, en medio de todos los honores que alcanzó a darle su patria liberada, pero nunca lograría investigar aquel intruso profesional por qué Neruda se llamaba Neruda.

La respuesta era demasiado simple y tan falta de maravilla que me la callaba cuidadosamente. Cuando yo tenía 14 años de edad, mi padre perseguía denodadamente mi actividad literaria. No estaba de acuerdo con tener un hijo poeta. Para encubrir la publicación de mis primeros versos me busqué un apellido que lo despistara totalmente. Encontré en una revista ese nombre checo, sin saber siquiera que se trataba de un gran escritor, venerado por todo un pueblo, autor de muy hermosas baladas y romances y con monumento erigido en el barrio Mala Strana de Praga. Apenas llegado a Checoeslovaquia, muchos años después, puse una flor a los pies de su estatua barbuda.

La víspera de Pearl Harbour

Llegaban a mi casa los españoles Wenceslao Roces de Salamanca, y Constancia de la Mora, republicana, pariente del duque de Maura, cuyo libro «In place or splendor» fue un bestsceler en Norteamérica, y León Felipe, Juan Rejano, Moreno Villa, Herrera Petere, poetas, Miguel Prieto, Rodríguez Luna, pintores, todos españoles. Los italianos Vittorio Vidale, famoso por haber sido el comandante Carlos del 5.0 Regimiento, y Mario Montagnana, desterrados italianos, llenos de recuerdos, de asombrosas historias y de cultura siempre en movimiento. Por ahí anclaba también Jacques Soustelle y Gilbert Medioní. Estos eran los jefes gaullistas, representantes de la Francia Libre. Además pululaban los exiliados voluntarios o forzosos de Centroamérica, guatemaltecos, salvadoreños, hondureños. Todo esto llenaba a México de un interés multinacional y a veces mi casa, vieja quinta del barrio de San Angel, latía como si allí estuviera el corazón del mundo.

Con este Soustelle, que entonces era socialista de izquierda y que años más tarde daría tanto que hacer al presidente De Gaulle, como jefe político de los golpistas de Argelia, me sucedió algo que debo relatar:

Había avanzado el año de 1941. Los nazis sitiaban a Leningrado y se adentraban en territorio soviético. Los zorros militaristas japoneses comprometidos en el eje Berlín-Roma-Tokio, corrían el peligro de que Alemania ganara la guerra y se quedaran ellos sin su parte en el botín. Diversos rumores circulaban por el mundo. Se señalaba la hora cero en que el inmenso poder japonés se desataría en Extremo Oriente. Mientras tanto, una misión de paz japonesa hacía zalemas en Washington al gobierno norteamericano. No cabía duda de que los japoneses atacarían de pronto y por sorpresa, ya que la «guerra relámpago» era la moda sangrienta de la época.

Debo contar, para que mi historia se comprenda, que una vieja línea nipona de vapores unía al Japón con Chile. Yo viajé más de una vez en esos barcos y los conocía muy bien. Se detenían en nuestros puertos y sus capitanes se dedicaban a comprar hierro viejo y a tomar fotografías. Tocaban todo el litoral chileno, peruano y ecuatoriano y seguían hasta el puerto mexicano de Manzanillo, desde donde enfilaban la proa hacia Yokohama atravesando el Pacífico.

Pues bien, un día, siendo yo aún cónsul general de Chile en México, recibí la visita de siete japoneses que pedían apresuradamente una visa para Chile. Venían del litoral norteamericano, de San Francisco, de Los Angeles, y de otros puertos. Sus rostros denotaban cierta inquietud. Estaban bien vestidos y documentados, tenían traza de ingenieros o industriales ejecutivos.

Les pregunté, naturalmente, por qué querían partir a Chile en el primer avión, ya que venían recién llegando. Me respondieron que deseaban tomar un barco japonés en el puerto chileno de Tocopilla, puerto salitrero del norte de Chile. Les respondí que para tal cosa no necesitaban viajar a Chile, en el otro extremo del continente, puesto que esos mismos barcos japoneses tocaban en el puerto mexicano de Manzanillo, a donde podían dirigirse a pie si querían y llegarían a tiempo.

Se miraron y sonrieron confusos. Hablaron entre sí, en su idioma. Se consultaron con el secretario de la embajada japonesa, que los acompañaba.

Este resolvió ser franco conmigo y me dijo:

—Mire, colega, sucede que este barco ha cambiado su itinerario y no tocará más en Manzanillo. Es, pues, en el puerto chileno donde lo deben tomar estos distinguidos especialistas.

Rápidamente pasó por mi cabeza la visión confusa de hallarme, ante algo muy importante. Les pedí sus pasaportes, sus fotografías, sus datos de trabajo en los Estados Unidos, etc., y en seguida les dije que volvieran al día siguiente.

No estuvieron de acuerdo. La visación la necesitaban de inmediato y pagarían cualquier precio por ella. Como lo que yo procuraba era ganar tiempo, les manifesté que no estaba en mis atribuciones otorgar visas en forma instantánea y que hablaríamos al día siguiente.

Me quedé solo.

Poco a poco se fue recomponiendo en mi cabeza el enigma. ¿Por qué la escapatoria precipitada desde Norteamérica y la extrema urgencia de la visación? y el barco japonés, por primera vez en 30 años desviaba su ruta ¿Qué quería decir esto?

En mi cabeza se hizo la luz. Se trataba de un grupo importante y bien informado, con toda seguridad del espionaje japonés, que escapaba de Estados Unidos, ante la inminencia de algo grave por suceder. Y esto no podía ser otra cosa que la participación de Japón en la guerra. Los japoneses de mi historia estaban en el secreto.

La conclusión a que llegué me produjo un nerviosismo extremo. ¿Qué podía hacer?

De los representantes de las naciones aliadas en México no conocía ni a ingleses ni a norteamericanos. Sólo estaba en relación directa con aquellos que habían sido acreditados oficialmente como delegados del general De Gaulle y con acceso al gobierno mexicano.

Me comuniqué con ellos rápidamente. Les expliqué la situación. Teníamos en la mano los nombres y los datos de estos japoneses. Si los franceses se decidían a intervenir, quedarían atrapados. Argumenté entusiasmado y luego impaciente ante la impasibilidad de los representantes gaullistas.

—Jóvenes diplomáticos —les dije—. Llénense de gloria y descubran el secreto de estos agentes nipones. Por mi parte, no les daré la visa. Pero ustedes deben tomar una resolución inmediata.

Este tira y afloja duró dos días más. Soustefle no se interesó en el asunto. No quisieron hacer nada. Y yo, simple cónsul chileno, no podía ir más allá. Ante mi negativa a concederles la visa, los japoneses se proveyeron rápidamente de pasaportes diplomáticos, acudieron a la embajada de Chile, y llegaron a tiempo para embarcarse en Tocopilla.

Una semana después el mundo despertaba con el anuncio del bombardeo de Pearl Harbour.

Yo, el Malacólogo

Se publicó en un diario de Chile, hace años, que cuando mi buen amigo el célebre profesor Julian Huxley llegó a Santiago, en el aeropuerto, preguntó por mí:

—¿El poeta Neruda? —le respondieron los periodistas.

—No. No conozco a ningún poeta Neruda. Quiero hablar con el malacólogo Neruda. Esta Palabra griega, malacólogo, significa especialista en moluscos.

Me dio gran placer esta historieta destinada a molestarme, y que no podía ser verdadera porque nos conocíamos con Huxley desde hacía años y, por cierto, que es un tipo chispeante y mucho más vivo y auténtico que su famoso hermano Aldous.

En México me fui por las playas, me sumergí en las aguas transparentes y cálidas, y recogí maravillosas conchas marinas. Luego en Cuba y en otros sitios, así como por intercambio y compra, regalo y robo (no hay coleccionista honrado)mi tesoro marino se fue acrecentando hasta llenar habitaciones y habitaciones de mi casa.

Tuve las especies más raras de los mares de China y Filipinas, del Japón y del Báltico; caracoles antárticos y polymitas cubanas; o caracoles pintores vestidos de rojo y azafrán, azul y morado, como bailarinas del Caribe. A decir verdad las pocas especies que me faltaron fue un caracol de tierra del Mato Grosso brasileño, que vi una vez y no pude comprar, ni viajar a la selva para recogerlo. Era totalmente verde, con una belleza de esmeralda joven.

Exageré este caracolismo hasta visitar mares remotos. Mis amigos también comenzaron a buscar conchas marinas, a encaracolarse.

En cuanto a los que me pertenecían, cuando ya pasaron de quince mil, empezaron a ocupar todas las estanterías y a caerse de las mesas y de las sillas. Los libros de caracología o malacología, como se les llame, llenaron mi biblioteca. Un día lo agarré todo y en inmensos cajones los llevé a la universidad de Chile, haciendo así mi primera donación al Alma Mater. Ya era una colección famosa. Como buena institución sudamericana, mi universidad los recibió con loores y discursos y los sepultó en un sótano. Nunca más se han visto.

«Araucanía»

Mientras estuve lejos destacado en las islas del lejano archipiélago, susurraba el mar y el silencioso mundo estaba lleno de cosas que hablaban a mí soledad. Pero las guerras frías y calientes mancharon el servicio consular y fueron haciendo de cada cónsul un autómata sin personalidad, que nada puede decidir El ministerio me imponía que averiguara los orígenes raciales de las gentes, africanos, asiáticos o israelitas. Ninguno de estos grupos humanos podía entrar en mi patria.

La tontería alcanzaba a grados tan extremos que yo mismo fui víctima de ella cuando fundé, sin ninguna plata del fisco chileno, una revista primorosa. La titulé Araucanía y puse en la portada el retrato de una bella araucana, riéndose con todos sus dientes. Esto bastó para que el Ministerio de Relaciones de entonces me llamara severamente la atención por lo que estimaba un desacato. Y eso que el presidente de la república era don Pedro Aguirre Cerda, en cuyo simpático y noble rostro se veían todos los elementos de nuestro mestizaje.

Ya se sabe que los araucanos fueron aniquilados y por fin, olvidados o vencidos, y la historia la escriben o los vencedores o los que disfrutaron de la victoria. Pero pocas razas hay sobre la tierra más dignas que la raza araucana. Alguna vez veremos universidades araucanas, libros impresos en araucano y nos daremos cuenta de todo lo que hemos perdido en diafanidad, en pureza y en energía volcánica.

Las absurdas pretensiones «racistas» de algunas naciones sudamericanas, productos ellas mismas de múltiples cruzamientos y mestizajes, es una tara de tipo colonial. Quieren montar un tinglado donde unos cuantos snobs, escrupulosamente blancos o blancuzcos, se presenten en sociedad, gesticulando ante los arios puros o los turistas sofisticados. Por suerte todo eso va quedando atrás y la ONU se está llenando de representantes negros Y mongólicos, es decir ' el follaje de las razas humanas está mostrando, con la savia de la inteligencia que asciende, todos los colores de sus hojas.

Terminé por fatigarme y un día cualquiera renuncié para siempre a mi puesto de cónsul general.

Magia y misterio

Además me di cuenta de que el mundo mexicano, reprimido, violento y nacionalista, envuelto por su cortesía precolombiana, continuaría tal como era sin mi presencia ni mi testimonio.

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