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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Confieso que he vivido (41 page)

BOOK: Confieso que he vivido
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Un bibliófilo Pobre tiene infinitas ocasiones de sufrir. Los libros no se le escapan de las manos, sino que se le pasan por el aire, a vuelo de pájaro, a vuelo de precios.

Sin embargo, entre muchas exploraciones salta la perla.

Recuerdo la sorpresa del librero García Rico, en Madrid, en 1934, cuando le propuse comprarle una antigua edición de Góngora, que sólo costaba 100 pesetas, en mensualidades de 20. Era muy poca plata, pero yo no la tenía. La pagué puntualmente a lo largo de aquel semestre. Era la edición de Foppens. Este editor flamenco del siglo XVII imprimió en incomparables y magníficos caracteres las obras de los maestros españoles del Siglo Dorado.

No me gusta leer a Quevedo sino en aquellas ediciones donde los sonetos se despliegan en línea de combate, como férreos navíos. Después me interné en la selva de las librerías, por los vericuetos suburbiales de las de segunda mano o por las naves catedralicias de las grandiosas librerías de Francia e Inglaterra. Las manos me salían polvorientas, pero de cuando en cuando obtuve algún tesoro, o por lo menos la alegría de presumirlo.

Premios literarios contantes y sonantes me ayudaron a adquirir ciertos ejemplares de precios extravagantes. Mi biblioteca pasó a ser considerable. Los antiguos libros de poesía relampagueaban en ella y mi inclinación a la historia natural la llenó de grandiosos libros de botánica iluminados a todo color; y libros de pájaros, de insectos o de peces. Encontré milagrosos libros de viajes; Quijotes increíbles, impresos por Ibarra; infolios de Dante con la maravillosa tipografía bodoniana; hasta algún Moliére hecho en poquísimos ejemplares, ad usum delphini, para el hijo del rey de Francia.

Pero, en realidad, lo mejor que coleccioné en mi vida fueron mis caracoles. Me dieron el placer de su prodigiosa estructura: la pureza lunar de una porcelana misteriosa agregada a la multiplicidad de las formas, táctiles, góticas, funcionales.

Miles de pequeñas puertas submarinas se abrieron a mí conocimiento desde aquel día en que don Carlos de la Torre, ilustre malacólogo de Cuba, me regaló los mejores ejemplares de su colección. Desde entonces y al azar de mis viajes recorrí los siete mares acechándolos y buscándolos. Mas debo reconocer que fue el mar de París el que, entre ola y ola, me descubrió más caracoles. París había transmigrado todo el nácar de las oceanías a sus tiendas naturalistas, a sus «mercados de pulgas».

Más fácil que meter las manos en las rocas de Veracruz o Baja California fue encontrar bajo el sargazo de la urbe, entre lámparas rotas y zapatos viejos, la exquisita silueta de la Oliva Textil. O sorprender la lanza de cuarzo que se alarga, como un verso del agua, en la Rosellaria Fusus. Nadie me quitará el deslumbramiento de haber extraído del mar el Espondylus Roseo, ostión tachonado de espinas de coral. Y más allá entreabrir el Espondylus Blanco, de púas nevadas como estalagmitas de una gruta gongorina.

Algunos de estos trofeos pudieron ser históricos. Recuerdo que en el Museo de Pekín abrieron la caja más sagrada de los moluscos del mar de China para regalarme el segundo de los dos únicos ejemplares de la Thatcberia Mirabilis. Y así pude atesorar esa increíble obra en la que el océano regaló a China el estilo de templos y pagodas que persistió en aquellas latitudes.

Tardé treinta años en reunir muchos libros. Mis anaqueles guardaban incunables y otros volúmenes que me conmovían; Quevedo, Cervantes, Góngora, en ediciones originales, así como Laforguel Rimbaud, Lautréamont. Estas páginas me parecía que conservaban el tacto de los poetas amados. Tenía manuscritos de Rimbaud. Paul Eluard me regaló en París, para mi cumpleaños, las dos cartas de Isabelle Rimbaud para su madre, escritas en el hospital de Marsella donde el errante fue amputado de una pierna. Eran tesoros ambicionados por la Bibliothéque Nationale de París y por los voraces bibliófilos de Chicago.

Tanto corría yo por los mundos que creció desmedidamente mi biblioteca y rebasó las condiciones de una biblioteca privada. Un día cualquiera regalé la gran colección de caracoles que tardé veinte años en juntar y aquellos cinco mil volúmenes escogidos por mí con el más grande amor en todos los países. Se los regalé a la universidad de mi patria. Y fueron recibidos como dádiva relumbrante por las hermosas palabras de un rector.

Cualquier hombre cristalino pensará en el regocijo con que recibirían en Chile esa donación mía. Pero hay también hombres anticristalinos. Un crítico oficial escribió artículos furiosos. Protestaba con vehemencia contra mi gesto. ¿Cuándo se podrá atajar el comunismo internacional?, proclamaba. Otro señor hizo en el parlamento un discurso encendido contra la universidad por haber aceptado mis maravillosos cunables e incunables; amenazó con cortarle al instituto nacional los subsidios que recibe. Entre el articulista y el parlamentario lanzaron una ola de hielo sobre el pequeño mundo chileno. El rector de la universidad iba y venía por los pasillos del congreso, desencajado.

Por cierto que han pasado veinte años de aquella fecha y nadie ha vuelto a ver ni mis libros ni mis caracoles. Parece como si hubieran retornado a las librerías y al océano.

Cristales rotos

Hace tres días volví a entrar, después de una larga ausencia, a mi casa de Valparaíso. Grandes grietas herían las paredes. Los cristales hechos añicos formaban un doloroso tapiz sobre el piso de las habitaciones. Los relojes, también desde el suelo, marcaban tercamente la hora del terremoto. Cuántas cosas bellas que ahora Matilde barría con una escoba; cuántos objetos raros que la sacudida de la tierra transformó en basura.

Debemos limpiar, ordenar y comenzar de nuevo. Cuesta encontrar el papel en medio del desbarajuste; y luego es difícil hallar los pensamientos.

Mis últimos trabajos fueron una traducción de Romeo y Julieta y un largo poema de amor en ritmos anticuados, poema que quedó inconcluso.

Vamos, poema de amor, levántate de entre los vidrios rotos, que ha llegado la hora de cantar. Ayúdame, poema de amor, a restablecer la integridad, a cantar sobre el dolor.

Es verdad que el mundo no se limpia de guerra, no se lava de sangre, no se corrige del odio. Es verdad.

Pero es igualmente verdad que nos acercamos a una evidencia: los violentos se reflejan en el espejo del mundo y su rostro no es hermoso ni para ellos mismos.

Y sigo creyendo en la posibilidad del amor. Tengo la certidumbre del entendimiento entre los seres humanos, logrado sobre los dolores, sobre la sangre y sobre los cristales quebrados.

Matilde Urrutia, mi mujer

Mi mujer es provinciana como yo. Nació en una ciudad del Sur Chillán, famosa en lo feliz por su cerámica campesina y en la desdicha por sus terribles terremotos. Al hablar para ella le he dicho todo en mis Cien sonetos de amor. Tal vez estos versos definen lo que ella significa para mí. La tierra y la vida nos reunieron.

Aunque esto no interesa a nadie, somos felices. Dividimos nuestro tiempo común en largas permanencias en la solitaria costa de Chile. No en verano, porque el litoral reseco por el sol se muestra entonces amarillo y desértico. Sí en invierno, cuando en extraña floración se viste con las lluvias y el frío, de verde y amarillo, de azul y de purpúreo. Algunas veces subimos del salvaje y solitario océano a la nerviosa ciudad de Santiago, en la que juntos padecemos con la complicada existencia de los demás.

Matilde canta con voz poderosa mis canciones.

Yo le dedico cuanto escribo y cuanto tengo. No es mucho, pero ella está contenta.

Ahora la diviso cómo entierra los zapatos minúsculos en el barro del jardín y luego también entierra sus minúsculas manos en la profundidad de la planta.

De la tierra, con pies y manos y ojos y voz, trajo para mí todas las raíces, todas las flores, todos los frutos fragantes de la dicha.

Un inventor de estrellas

Un hombre dormía en su habitación de un hotel en París. Como era un trasnochador decidido, no se sorprendan ustedes si les cuento que eran las doce del día y el hombre seguía durmiendo.

Tuvo que despertar. La pared de la izquierda cayó súbitamente demolida. Luego se derrumbó la del frente. No se trataba de un bombardeo. Por los socavones recién abiertos penetraban obreros bigotudos, picota en mano, que increpaban al durmiente:

—Eh, leve-toi, bourgeois! Tómate una copa con nosotros!

Se destapó el champagne. Entró un alcalde, con banda tricolor al pecho. Sonó una fanfarria con los acordes de la Marsellesa. ¿Qué causa originaba hechos tan extraños? Sucedía que justamente en el subsuelo del dormitorio de aquel soñador se había producido el punto de unión de dos tramos del ferrocarril subterráneo de París, para esa época en construcción.

Desde el momento en que aquel hombre me contó esta historia, decidí ser su amigo, o más bien su adepto, o su discípulo. Como le acontecían cosas tan extrañas, y yo no quería perderme de ninguna de ellas, lo seguí a través de varios países. Federico García Lorca adoptó una posición semejante a la mía, cautivado por la fantasía de aquel fenómeno.

Federico y yo estábamos sentados en la cervecería de Correos, junto a la Cibeles madrileña, cuando el durmiente de París irrumpió en la reunión. Aunque rozagante y mapamúndico de apariencia, llegó desencajado. Le había sucedido una vez más lo inenarrable. Estaba en su modestísimo escondrijo de Madrid y quiso poner en orden sus papeles musicales. Porque olvidé decir que nuestro protagonista era compositor mágico. ¿Y qué pasó?

—Un coche se detuvo a la puerta de mi hotel. Oí cómo subían las escaleras, cómo entraban los pasos a la pieza vecina a la mía. Después el nuevo inquilino comenzó a roncar. Al principio era un susurro. Luego se estremeció el ambiente. Los armarios, las paredes se movían bajo el impulso rítmico del gran roncador.

—Se trataba, sin duda, de un animal salvaje. Cuando los ronquidos se desataron en una inmensa catarata, nuestro amigo ya no tuvo ninguna duda: era el jabalí Cornúpeto. En otros países su estruendo había estremecido basílicas, obstruido carreteras, enfurecido el mar. ¿Qué iba a pasar con este peligro planetario, con este monstruo abominable que amenazaba la paz de Europa?

Cada día nos contaba nuevas peripecias espantosas del jabalí Cornúpeto a Federico, a mí, a Rafael Alberti, al escultor Alberto a Fulgencio Díaz Pastor, a Miguel Hernández. Todos nosotros lo recibíamos anhelantes y lo despedíamos con ansiedad.

Hasta que un día llegó con su antigua risa globular. Y nos dijo:

—El pavoroso problema ha sido resuelto. El Graaf Zeppelin alemán ha aceptado transportar al jabalí Cornúpeto. Lo dejará caer en la selva brasileña. Los grandes árboles lo nutrirán. No hay peligro de que se beba el Amazonas de una sola sentada. Desde allí seguirá atronando la tierra con sus terribles ronquidos.

Federico lo oía estallando de risa, con los ojos cerrados por la emoción. Entonces nuestro amigo nos contaba la vez en que fue a poner un telegrama y el telegrafista lo convenció de que no enviara jamás telegramas, sino cartas, porque la gente se asustaba mucho cuando recibía esos despachos alados, y hasta había quienes se morían de infarto antes de abrirlos. Nos refería la vez en que asistió de curioso a una subasta de caballos «pura sangre» en Londres y levantó la mano para saludar a un amigo, por lo cual el martillero le adjudicó en diez mil libras una yegua que el Aga Khan había pujado hasta nueve mil quinientas.

—Tuve que llevarme la yegua para mi hotel y devolverla al día siguiente —concluía.

Ahora el fabulador no puede contar la historia del jabalí Cornúpeto, ni ninguna otra. Se me murió aquí, en Chile. Este chileno orbital, músico de par en par, derrochador de inigualables historias, se llamó en vida Acario Cotapos. Me tocó hablar en el entierro de ese hombre inenterrable. Dije solamente: «Hoy entregamos a las sombras un ser resplandeciente que nos regalaba una estrella cada día».

Eluard, el magnífico

Mi camarada Paul Eluard murió hace poco tiempo. Era tan entero, tan compacto, que me costó dolor y trabajo acostumbrarme a su desaparecimiento. Era un normando azul y rosa, de contextura recia y delicada. La guerra del 14, en la que fue gaseado dos veces, le dejó para siempre las manos temblorosas. Pero Eluard me dio en todo instante la idea del color celeste, de un agua profunda y tranquila, de una dulzura que conocía su fuerza. Por su poesía tan limpia, transparente como las gotas de una lluvia de primavera contra los cristales, habría parecido Paul Eluard un hombre apolítico, un poeta contra la política. No era así. Se sentía fuertemente ligado al pueblo de Francia, a sus razones y a sus luchas.

Era firme Paul Eluard. Una especie de torre francesa con esa lucidez apasionada que no es lo mismo que la estupidez apasionada, tan común.

Por primera vez, en México, a donde viajamos juntos, lo vi al borde de un oscuro abismo, él que siempre dejó un sitio reposado a la tristeza, un sitio tan asiduo como a la sabiduría.

Estaba agobiado. Yo había convencido, yo había arrastrado a este francés central hasta esas tierras lejanas y allí, el mismo día en que enterramos a José Clemente Orozco, caí yo enfermo con una peligrosa trombo-flebitis que me mantuvo cuatro meses amarrado a mi cama. Paul Eluard se sintió solitario, oscuramente solitario, con el desamparo del explorador ciego. No conocía a nadie, no se le abrían las puertas. La viudez se le vino encima; se sentía allí solo y sin amor. Me decía: «Necesitamos ver la vida en compañía, participar en todos los fragmentos de la vida. Es irreal, es criminal mi soledad».

Llamé a mis amigos y lo obligamos a salir. A regañadientes lo llevaron a recorrer los caminos de México y en uno de esos recodos se encontró con el amor, con su último amor: Dominique.

Es muy difícil para mí escribir sobre Paul Eluard. Seguiré viéndolo vivo junto a mí, encendida en sus ojos la eléctrica profundidad azul que miraba tan ancho y desde tan lejos.

Salía del suelo francés en que laureles y raíces entretejen sus fragantes herencias. Su altura era hecha de agua y piedra y a ella trepaban antiguas enredaderas portadoras de flor y fulgor, de nidos y cantos transparentes.

Transparencia, es ésta la palabra. Su poesía era cristal de piedra, agua inmovilizada en su cantante corriente.

Poeta del amor cenital, hoguera pura de mediodía, en los días desastrosos de Francia puso en medio de su patria el corazón y de él salió fuego decisivo para las batallas.

Así llegó naturalmente a las filas del partido comunista. Para Eluard ser un comunista era confirmar con su poesía y su vida los valores de la humanidad y del humanismo.

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