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Authors: Pablo Neruda

Tags: #Biografía, Poesía, Relato

Confieso que he vivido (38 page)

BOOK: Confieso que he vivido
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Esta vez desfilaron pocas armas. Pero, por primera vez, se vieron los enormes proyectiles intercontinentales. Casi pudiera haber tocado con la mano aquellos inmensos cigarros puros, de apariencia bonachona, capaces de llevar la destrucción atómica a cualquier punto del planeta.

Aquel día condecoraban a los dos rusos que volvían del cielo. Yo me sentía muy cerca de sus alas. El oficio de poeta es, en gran parte, pajarear. Precisamente por las calles de Moscú, por las costas del Mar Negro, entre los montañosos desfiladeros del Cáucaso soviético, me vino la tentación de escribir un libro sobre los pájaros de Chile. El poeta de Temuco estaba conscientemente dedicado a pajarear, a escribir sobre los pájaros de su tierra tan lejana, sobre chincoles y chercanas, tencas y díucas, cóndores y queltehues, en tanto dos pájaros humanos, dos cosmonautas soviéticos, se alzaban en el espacio y pasmaban de admiración al mundo entero. Todos contuvimos la respiración sintiendo sobre nuestras cabezas, mirando con nuestros ojos el doble vuelo cósmico.

Aquel día los condecoraban, junto a ellos, completamente terrestres, estaban sus familiares, su origen, su raíz de pueblo. Los viejos llevaban inmensos bigotes campesinos; las viejas cubrían sus cabezas con el pañolón típico de las aldeas y campiñas. Los cosmonautas eran como nosotros, almas del campo, de la aldea, de la fábrica, de la oficina. En la Plaza Roja los recibió Nikita Jruschov, en nombre de la nación soviética. Después los vimos en la sala San Jorge. Me presentaron a Guerman Titoy, el astronauta número dos, un chico simpático, de grandes ojos luminosos. Le pregunté de sopetón:

—Dígame, comandante, cuando navegaba por el cosmos y miraba hacia nuestro planeta, ¿se divisaba claramente Chile?

Era como decirle: «Usted comprende que lo importante de su viaje era ver a Chilito desde arriba». No sonrió como lo esperaba, sino que reflexionó algunos instantes y luego me dijo:

—Recuerdo unas cordilleras amarillas por Sudamérica. Se notaba que eran muy altas. Tal vez sería Chile.

—Claro que era Chile, camarada.

Justo a los 40 años cumplidos por la revolución socialista, dejé a Moscú, en el tren hacia Finlandia.

Mientras atravesaba la ciudad, rumbo a la estación, grandes haces de cohetes luminosos, fosfóricos, azules, rojos, violetas, verdes, amarillos, naranjas, subían muy alto como descargas de alegría, como señales de comunicación y amistad que partían hacia todos los pueblos desde la noche victoriosa.

En Finlandia compré un diente de narval y seguimos viaje. En Gotemburgo tomamos el barco que nos devolvería a América. También América y mi patria marchan con la vida y con el tiempo. Resulta que cuando pasamos por Venezuela, en dirección a Valparaíso, el tirano Pérez Jiménez, bebé favorito del Departamento de Estado, bastardo de Trujillo y de Somoza, mandó tantos soldados como para una guerra con la misión de impedirnos descender del barco a mí y a mi compañera. Pero cuando llegué a Valparaíso, ya la libertad había expulsado al déspota venezolano, ya el majestuoso sátrapa había corrido a Miami como conejo sonámbulo. Rápido anda el mundo desde el vuelo del sputnik. ¿Quién me iba a decir que la primera persona que tocó a la puerta de mi camarote en Valparaíso, para darnos bienvenida, iba a ser el novelista Simonov, a quien dejé bañándose en el Mar Negro?

LA POESÍA ES UN OFICIO
El poder de la poesía

Ha sido privilegio de nuestra época entre guerras, revoluciones y grandes movimientos sociales desarrollar la fecundidad de la poesía hasta límites no sospechados. El hombre común ha debido confrontarla de manera hiriente o herida, bien en la soledad, bien en la masa montañosa de las reuniones públicas.

Nunca pensé, cuando escribí mis primeros solitarios libros, que al correr de los años me encontraría en plazas, calles, fábricas, aulas, teatros y jardines, diciendo mis versos. He recorrido prácticamente todos los rincones de Chile, desparramando mi poesía entre la gente de mi pueblo.

Contaré lo que me pasó en la Vega Central, el mercado más grande y popular de Santiago de Chile. Allí llegan al amanecer los infinitos carros, carretones, carretas y camiones que traen las legumbres, las frutas, los comestibles, desde todas las chacras que rodean la capital devoradora. Los cargadores —un gremio numeroso, mal pagado y a menudo descalzo— pululan por los cafetines, asilos nocturnos y fonduchos de los barrios inmediatos a la Vega.

Alguien me vino a buscar un día en un automóvil y entré a él sin saber exactamente a dónde ni a qué iba. Llevaba en el bolsillo un ejemplar de mi libro
España en el corazón
. Dentro del auto me explicaron que estaba invitado a dar una conferencia en el sindicato de cargadores de la Vega.

Cuando entré a aquella sala destartalada sentí el frío del Nocturno de José Asunción Silva, no sólo por lo avanzado del invierno, sino por el ambiente que me dejaba atónito. Sentados en cajones o en improvisados bancos de madera, unos cincuenta hombres me esperaban. Algunos llevaban a la cintura un saco amarrado a manera de delantal, otros se cubrían con viejas camisetas parchadas, y otros desafiaban el frío mes de julio chileno con el torso desnudo. Yo me senté detrás de una mesita que me separaba de aquel extraño público. Todos me miraban con los ojos carbónicos y estáticos del pueblo de mi país.

Me acordé del viejo Lafferte. A esos espectadores imperturbables, que no mueven un músculo de la cara y miran en forma sostenida, Lafferte los designaba con un nombre que a mí me hacía reír. Una vez en la pampa salitrera me decía: «Mira, allá en el fondo de la sala, apoyados en la columna, nos están mirando dos musulmanes. Sólo les falta el albornoz para parecerse a los impávidos creyentes del desierto».

¿Qué hacer con este público? ¿De qué podía hablarles? ¿Qué cosas de mi vida lograrían interesarles? Sin acertar a decidir nada y ocultando las ganas de salir corriendo, tomé el libro que llevaba conmigo y les dije:

—Hace poco tiempo estuve en España. Allí había mucha lucha y muchos tiros. Oigan lo que escribí sobre aquello.

Debo explicar que mi libro
España en el corazón
nunca me ha parecido un libro de fácil comprensión. Tiene una aspiración a la claridad pero está empapado por el torbellino de aquellos grandes, múltiples dolores.

Lo cierto es que pensé leer unas pocas estrofas, agregar unas cuantas palabras, y despedirme. Pero las cosas no sucedieron así. Al leer poema tras poema, al sentir el silencio como de agua profunda en que caían mis palabras, al ver cómo aquellos ojos y cejas oscuras seguían intensamente mi poesía, comprendí que mi libro estaba llegando a su destino. Seguí leyendo y leyendo, conmovido yo mismo por el sonido de mi poesía, sacudido por la magnética relación entre mis versos y aquellas almas abandonadas.

La lectura duró más de una hora. Cuando me disponía a retirarme, uno de aquellos hombres se levantó. Era de los que llevaban el saco anudado alrededor de la cintura.

—Quiero agradecerle en nombre de todos —dijo en alta voz—. Quiero decirle, además, que nunca nada nos ha impresionado tanto.

Al terminar estas palabras estalló en un sollozo. Otros varios también lloraron. Salí a la calle entre miradas húmedas y rudos apretones de mano. ¿Puede un poeta ser el mismo después de haber pasado por estas pruebas de frío y fuego?

Cuando quiero recordar a Tina Modotti debo hacer un esfuerzo, como si tratara de recoger un puñado de niebla. Frágil, casi invisible. ¿La conocí o no la conocí?

Era muy bella aún: un óvalo pálido enmarcado por dos alas negras de pelo recogido, unos grandes ojos de terciopelo que siguen mirando a través de los años. Diego Rivera dejó su figura en uno de sus murales, aureolada por coronaciones vegetales y lanzas de maíz.

Esta revolucionaria italiana, gran artista de la fotografía, llegó a la Unión Soviética hace tiempo con el propósito de retratar multitudes y monumentos. Pero allí, envuelta por el desbordante ritmo de la creación socialista, tiró su cámara al río Moscova y se juró a sí misma consagrar su vida a las más humildes tareas del partido comunista. Cumpliendo este juramento la conocí yo en México y la sentí morir aquella noche.

Esto sucedió en 1941. Su marido era Vittorio Vidale, el célebre comandante Carlos del 5.º Regimiento. Tina Modotti murió de un ataque al corazón en el taxi que la conducía a su casa. Ella sabía que su corazón andaba mal pero no lo decía para que no le escatimaran el trabajo revolucionario. Siempre estaba dispuesta a lo que nadie quiere hacer: barrer las oficinas, ir a pie hasta los lugares más apartados, pasarse las noches en vela escribiendo cartas o traduciendo artículos. En la guerra española fue enfermera para los heridos de la República.

Había tenido un episodio trágico en su vida, cuando era la compañera del gran dirigente juvenil cubano Julio Antonio Mella, exiliado entonces en México. El tirano Gerardo Machado mandó desde La Habana a unos pistoleros para que mataran al líder revolucionario. Iban saliendo del cine una tarde, Tina del brazo de Mella, cuando éste cayó bajo, una ráfaga de metralleta. Rodaron juntos al suelo, ella salpicada por la sangre de su compañero muerto, mientras los asesinos huían altamente protegidos. Y para colmo, los mismos funcionarios policiales que protegieron a los criminales pretendieron culpar a Tina Modotti del asesinato.

Doce años más tarde se agotaron silenciosamente las fuerzas de Tina Modotti. La reacción mexicana intentó revivir la infamia cubriendo de escándalo su propia muerte, como antes la habían querido envolver a ella en la muerte de Mella. Mientras tanto, Carlos y yo velábamos el pequeño cadáver. Ver sufrir a un hombre tan recio y tan valiente no es un espectáculo agradable. Aquel león sangraba al recibir en la herida el veneno corrosivo de la infamia que quería manchar a Tina Modotti una vez más ya muerta. El comandante Carlos rugía con los ojos enrojecidos; Tina era de cera en su pequeño ataúd de exiliada; yo callaba impotente ante toda la congoja humana reunida en aquella habitación.

Los periódicos llenaban páginas enteras de inmundicias folletinescas. La llamaban «la mujer misteriosa de Moscú». Algunos agregaban: «Murió porque sabía demasiado». Impresionado por el furioso dolor de Carlos tomé una decisión. Escribí un poema desafiante contra los que ofendían a nuestra muerta. Lo mandé a todos los periódicos sin esperanza alguna de que lo publicaran. Oh, milagro! Al día siguiente, en vez de las nuevas y fabulosas revelaciones que prometían la víspera, apareció en todas las primeras páginas mi indignado y desgarrado poema.

El poema se titulaba «Tina Modotti ha muerto». Lo leí aquella mañana en el cementerio de México, donde dejamos su cuerpo y donde yace para siempre bajo una piedra de granito mexicano. Sobre esa piedra están grabadas mis estrofas.

Nunca más aquella prensa volvió a escribir una línea en contra de ella.

Fue en Lota, hace muchos años. Diez mil mineros habían acudido al mitin. La zona del carbón, siempre agitada en su secular pobreza, había llenado de mineros la plaza de Lota. Los oradores políticos hablaron largamente. Flotaba en el aire caliente del mediodía un olor a carbón y a sal marina. Muy cercano estaba el océano, bajo cuyas aguas se extienden por más de diez kilómetros los túneles sombríos en que aquellos hombres cavaban el carbón.

Ahora escuchaba a pleno sol. La tribuna era muy alta y desde ella divisaba yo aquel mar de sombreros negros y cascos de mineros. Me tocó hablar el último. Cuando se anunció mi nombre, y mi poema «Nuevo canto de amor a Stalingrado», pasó algo insólito, una ceremonia que nunca podré olvidar.

La inmensa muchedumbre, justo al escuchar mi nombre y el título del poema, se descubrió silenciosamente. Se descubrió porque después de aquel lenguaje categórico y político, iba a hablar mi poesía, la poesía. Yo vi, desde la elevada tribuna, aquel inmenso movimiento de sombreros: diez mil manos que bajaban al unísono, en una marejada indescriptible, en un golpe de mar silencioso, en una negra espuma de callada reverencia.

Entonces mi poema creció y cobró como nunca su acento de guerra y de liberación.

Esto otro me pasó en mis años mozos. Yo era aquel poeta estudiantil de capa oscura, flaco y desnutrido como un poeta de ese tiempo. Acababa de publicar
Crepusculario
y pesaba menos que una pluma negra.

Entré con mis amigos a un cabaret de mala muerte. Era la época de los tangos y de la matonería rufianesca. De repente se detuvo el baile y el tango se quebró como una copa estrellada contra la pared.

En el centro de la pista gesticulaban y se insultaban dos famosos hampones. Cuando uno avanzaba para agredir al otro, éste retrocedía, y con él reculaba la multitud filarmónica que se parapetaba detrás de las mesas. Aquello parecía una danza de dos bestias primitivas en un claro de la selva primordial.

Sin pensarlo mucho me adelanté y los increpé desde mi flacucha debilidad:

—Miserables matones, torvos sujetos, despreciables palomillas, dejen tranquila a la gente que ha venido aquí a bailar y no a presenciar esta comedia!

Se miraron sorprendidos, como si no fuera cierto lo que escuchaban. El más bajo, que había sido pugilista antes de ser hampón, se dirigió a mí para asesinarme. Y lo hubiera logrado, de no ser por la aparición repentina de un puño certero que dio por tierra con el gorda. Era su contenedor que, finalmente, se decidió a pegarle.

Cuando al campeón derrotado lo sacaban como a un saco, y de las mesas nos tendían botellas, y las bailarinas nos sonreían entusiasmadas, el gigantón que había dado el golpe de gracia quiso compartir justificadamente el regocijo de la victoria. Pero yo lo apostrofé catoniano:

—Retírate de aquí! Tú eres de la misma calaña!

Mis minutos de gloria terminaron un poco después. Tras cruzar un estrecho corredor divisamos una especie de montaña con cintura de pantera que cubría la salida. Era el otro pugilista del hampa, el vencedor golpeado por mis palabras, que nos interceptaba el paso en custodia de su venganza.

—Lo estaba esperando —me dijo.

Con un leve empujón me desvió hacia una puerta, mientras mis amigos corrían desconcertados. Quedé desamparado frente a mi verdugo. Miré rápidamente qué podía agarrar para defenderme. Nada. No había nada. Las pesadas cubiertas de mármol de las mesas, las sillas de hierro, imposibles de levantar. Ni un florero, ni una botella, ni un mísero bastón olvidado.

—Hablemos —dijo el hombre.

Comprendí la inutilidad de cualquier esfuerzo y pensé que quería examinarme antes de devorarme, como el tigre frente a un cervatillo. Entendí que toda mi defensa estaba en no delatar el miedo que sentía. Le devolví el empujón que me diera, pero no logré moverlo un milímetro. Era un muro de piedra.

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