Conspiración Maine (35 page)

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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: Conspiración Maine
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Hércules, al verla tumbada, recordó la imagen de Carmen, pero por primera vez desde que muriera, no sintió la punzada en el corazón ni la angustia asfixiante. Carmen le vino a la mente como recordatorio de algo que había sentido y que hacía tiempo que no experimentaba. Un cosquilleo que le recorría la tripa; unas ganas de vivir que le hacían levantarse cada mañana con la esperanza de estar a solas con la periodista. Al principio, se había controlado, apagando cualquier sentimiento, manteniéndose alerta, intentando evocar a su antiguo amor, pero su pensamiento lo ocupaba ahora la norteamericana.

Helen se incorporó en la cama y se secó las lágrimas con la mano, sus ojos azules parecían desbordados y brillantes, las mejillas estaban rojas y el pelo caía suelto por uno de los lados. Hércules la observaba en silencio.

—¿Por qué haces todo esto? —dijo la mujer dejando que las palabras penetraran suavemente en los oídos del español—. Pienso que estás vacío, que ya no crees en nada.

Los ojos de Hércules expresaban una mezcla de ternura y angustia. No le gustaba sentirse vulnerable. Se aproximó a la mujer y se inclinó levemente hacia delante. El perfume de Helen penetró por su nariz y sintió un escalofrío. Acercó su boca y besó los labios de la periodista. Ésta se apartó y mirando al hombre le soltó una sonora bofetada.

—No tengo nada que ver contigo. Será mejor que te marches —dijo secamente Helen.

Por unos segundos se sintió confundido, pero no hizo el menor movimiento. Se tocó la cara y comenzó a hablar.

—No tengo una causa como la tuya.

—Pero, ¿no te importa que una guerra destruya todo esto? —preguntó la periodista con un gesto desesperado.

—¿El qué? Una Cuba sometida a España o a Estados Unidos. ¿Qué más da? La guerra lleva mucho tiempo, demasiado. He visto morir a mucha gente y te puedo asegurar que la sangre de los
mambises
es del mismo color que la de los españoles. No hay gloria ni heroísmo en la batalla. Detrás de las causas más justas se esconden los intereses más vergonzantes.

—La verdad debe prevalecer —dijo Helen y su voz parecía surgir de sus mismas entrañas.

—Hagamos lo que hagamos, gente inocente morirá. Los hombres nunca se sacian; la ambición y el poder destruyen hasta los más altos ideales.

—¡En ese barco murieron más de doscientas personas inocentes!

—Y piensas que eso le importa a alguien. Los muertos tan sólo son moneda de cambio.

—No sé cómo puedes hablar así —dijo Helen suavizando la voz.

—¿Alguna vez has contemplado a un hombre fusilado delante de sus hijos? He visto a compañeros con las tripas fuera llorando como niños. Mujeres vio… Bueno, será mejor que lo dejemos —terminó de decir Hércules.

—Ésa no es la razón de tu rabia —espetó la mujer. Hércules levantó el tono de voz y le contestó—: Tú sólo eres una niña mimada jugando a ser periodista. ¿Cuál es tu sueño? ¿Ser la primera mujer periodista que se convierte en redactora jefe?

Helen se sentó en la cama y señalando con el índice al hombre le dijo:

—No puedes imaginar lo que he luchado para llegar hasta donde estoy. Yo no soy una niña mimada. Soy una profesional del periodismo. Por lo que sé de ti, tan sólo eres un borracho, con ganas de que alguien te meta un tiro para dejar de sufrir.

Hércules cerró los puños y respirando hondo contestó:

—No confío en ti. Con esa carita de niña buena. Estás jugando con nosotros. Sólo quieres asegurarte un buen titular en tu periodicucho.

—Gracias a mí sabéis a quién os enfrentáis.

—Pero, ¿lo sabemos todo?

La mujer se quedó callada y tumbándose dio la espalda a Hércules. El hombre salió del cuarto dando un portazo. Mientras recorría el pasillo comenzó a sentirse avergonzado. Había entrado en la habitación para disculparse y en cambio, las cosas estaban aún peor. La atracción que sentía por la periodista hacía que se sintiera bien, pero comprendía que el tener algo por lo que vivir, le limitaba. Debía estar dispuesto a morir. Juan estaba enterrado a miles de kilómetros de allí. Era tan sólo un muchacho y los culpables debían pagar por ello.

En la sala le esperaban Lincoln y el profesor Gordon. Al entrar, los dos hombres le miraron muy serios. El encierro de los últimos días estaba afectándoles gravemente. El profesor puso una mano sobre el hombro de Hércules y comenzó a tranquilizarle.

—Querido amigo, no sé mucho de mujeres, pero está claro que está enamorado. La señorita es muy atractiva y sagaz. La tensión acumulada le ha jugado una mala pasada, pero será mejor que le pida disculpas. No podemos estar divididos. Usted sabe mejor que yo que nos enfrentamos a muchos enemigos.

—Esa mujer es una fuente de problemas —dijo Lincoln.

El profesor Gordon miró a Lincoln arqueando la ceja y dando unas palmadas en el hombro de Hércules fue en busca de la mujer. Cuando regresaron, los dos agentes estaban sentados. Enfrente de ellos había una mesa repleta de papeles y libros. Hércules miró a la mujer y ésta le devolvió la mirada moviendo ligeramente la cara y levantando la barbilla. Había recuperado la compostura y ya no parecía la niña desvalida de antes.

—Debemos salir de esta situación lo antes posible —dijo Hércules. Helen esbozó una sonrisa. Pero cuando escuchó las palabras de Hércules volvió enfurruñarse—. Alguien envió a aquellas desgraciadas prostitutas a espiar el barco o dejar algo en su interior. Debemos averiguar quién fue. Puede que el embajador Lee sepa quién invitó a las mujeres. Debemos hablar con los oficiales e intentar obtener algunos datos de la Comisión norteamericana. ¿Tú puedes hablar con ellos Lincoln?

—No creo que quieran cooperar con nosotros. La Armada no adelantará nada del informe oficial hasta que esté terminado.

—Entonces —dijo Hércules.

—Yo conozco a uno de los miembros de la Comisión —comentó Helen. Mi padre fue oficial de la Armada y tengo algunos contactos.

—Muy bien, señorita Helen, usted interrogará a los miembros de la Comisión —determinó el profesor. Hércules le miró de reojo, pero no hizo ningún comentario.

—Nosotros iremos a hablar con los dos profesores Caballeros de Colón. Puede que una charla con ellos nos aclare numerosas dudas.

—¿Y, yo? —preguntó el profesor.

—Usted está más seguro aquí, guardando el libro de San Francisco y analizando los datos que traigamos.

—No estoy muy de acuerdo con su observación. Aunque indudablemente soy un hombre de ciencia, también puedo ser un hombre de acción—dijo el profesor mientras limpiaba sus lentes con un trapito.

—Profesor, es de vital importancia que nadie le capture y que salvaguarde el libro.

El profesor Gordon refunfuñó un poco, pero aceptó la decisión del resto del grupo que afirmaba con la cabeza.

—Querido Hércules, usted ha dejado de apuntar algunos detalles interesantes.

—¿Como cuáles, profesor?

—La extraña actitud del comisario de policía cuando mencionó a los Caballeros de Colón, por ejemplo.

—¿Piensa que sería interesante hacerle otra visita?

—No creo que otra visita lograra óptimos resultados, pero vigilarle de cerca sí. También convendría indagar la extraña amistad del Almirante Mantorella y el capitán Sigsbee. Al igual que confirmar si el capitán estaba en el barco aquella noche.

—Creo que al capitán sí podemos apretarle un poco las tuercas —comentó Lincoln.

—Por último, la extraña desaparición de los mendigos.

—Eso no creo que tenga relación con todo el asunto —concluyó Hércules.

Las perspectivas del día calmaron el ambiente y animaron al grupo. Lincoln y Hércules prefirieron esperar a la noche para visitar a los dos profesores, pero Helen salió poco después para hablar con el miembro de la Comisión.

Helen conocía al capitán Potter desde hacía años. William Potter la había pretendido durante un tiempo, hasta que comprendió que ella no era una mujer corriente. La periodista había tenido un padre marino y conocía perfectamente lo que suponían las largas ausencias; no quería más soldados en su vida.

La mujer tomó un carruaje y se dirigió al puerto. Sabía que la Comisión se reunía en uno de los barcos de la Armada. Debía solicitar una entrevista con el capitán y una vez en tierra intentar sacarle la mayor cantidad de información posible.

Una vez en el puerto, se acercó a un grupo de guardiamarinas que custodiaban una de las barcazas con bandera norteamericana. Con su más grácil sonrisa consiguió que los marineros llevaran una nota al capitán. Antes de que transcurriera media hora, el oficial estaba en el café convenido con el mejor de sus uniformes.

Potter caminó entre las mesas con paso decidido y al aproximarse a Helen no pudo evitar que una sonrisa elevara su gran mostacho. Ella extendió la mano y él se la besó.

—Queridísima Helen, no esperaba verte tan lejos de casa.

—Capitán, me extraña que la Armada no sepa que llevo en La Habana unos días —dijo Helen sonriente.

El capitán hizo un gesto irónico y se sentó junto a la mujer.

—La Armada no lo sabe todo, te lo puedo asegurar.

—¿Como quién hundió el
Maine
?

—Tienes una lengua larga. Ya de adolescente eras algo descarada.

—¿Qué? —dijo ella golpeándole familiarmente en el hombro.

—¿Para qué quieres hablar conmigo?

—Sabía que estabas en la ciudad y quería que tomáramos un café.

—Por favor, Helen. Antes que mi amiga, eres una periodista. La ciudad está llena de chupatintas que como buitres se reúnen alrededor de la carne fresca.

—Los buitres, como tú nos llamas, estamos consiguiendo que tengáis vuestra querida guerrita.

—Nosotros somos tiburones, no comemos carroña.

—Bueno, dejémonos de rodeos. ¿Puedes contarme algo de las investigaciones?

—Pero todavía no puedes publicar nada —advirtió Potter, poniendo una cara muy seria.

—De acuerdo —dijo Helen haciendo un gesto nervioso para que el capitán arrancara a hablar.

—Todo apunta a que la explosión fue externa.

—¿Sí?

—Bueno, el capitán Sampson está asegurando su trasero antes de reconocer lo evidente, pero hasta él está convencido de que alguien colocó una mina cerca del buque.

—¿Pero?

—Sampson ha pedido a Long que envíe un experto, un tal John Hoover, para que examine todas las pruebas. No sé si la secretaría de Marina aceptará la petición, este asunto debe resolverse lo antes posible.

—¿Por qué tanta prisa?

—No podemos dejar que los españoles nos tomen el pelo, mientras se preparan para la guerra. Están buscando apoyos diplomáticos en Alemania y Francia.

—¿Quién pudo haber sido?

—Los españoles, ¿quién sino? No podían soportar vernos en la puerta de su casa y algún loco dio la orden.

—Pero, ¿por qué iban los españoles a querer la guerra si llevan meses intentando evitarla?

—Hay elementos dentro del ejército español que desean el conflicto y que creen que la actitud de su gobierno es humillante. Con un incidente como éste se aseguran que los Estados Unidos midan sus armas con España.

—No lo entiendo.

—Cosas de soldados. Es normal que no lo comprendas. Los soldados no medimos la batalla por las posibilidades de victoria, lo que nos importa es la gloria y el honor.

—Y los revolucionarios cubanos, ¿no les interesa a ellos una guerra?

—Nuestros servicios secretos nos han confirmado que no se produjeron movimientos extraños entre los revolucionarios. En su momento se consultó a la Junta Revolucionaria Cubana de Nueva York y al general Máximo Gómez y ellos han negado que tuvieran nada que ver.

—Sólo faltaría que se acusaran a sí mismos —dijo Helen tomando la taza de té que se había quedado fría—. ¿Quieres tomar algo?

—No, no tengo sed.

—Qué me dices de los indicios de la explosión. No se encontraron peces muertos, no hubo columna de agua y los barcos cercanos no sufrieron daños considerables.

—¿Desde cuándo eres experta en explosiones marinas? —preguntó Potter con el ceño fruncido.

—Lo llevo en la sangre, olvidas que mi padre era oficial de la mejor armada del mundo —contestó sonriente la mujer.

—Me temo que tu padre debía llamarse Del Peral —bromeó Potter—. Me has recitado el informe de los españoles. En primer lugar, en esa bahía infecta y llena de lodo no hay prácticamente peces. En segundo lugar, ¿quién dice que no hubo columna de agua? Lo que sucede es que la oscuridad hizo que no fuera visible. Y en tercer y último lugar, cayeron fragmentos de barco y restos humanos a varios metros del
Maine
.

—¿Dónde estaba el capitán Segsbee?

—En su camarote —contestó sorprendido.

—Algún marinero ha corroborado su coartada.

—¿Qué coartada? El capitán Segsbee es un oficial de la Armada de los Estados Unidos.

—¿Alguien ha confirmado que estaba en el camarote cuando el barco hizo explosión?

—No es necesario. Pasado mañana nos vamos a
Key West
para interrogar al resto de los testigos.

—Una última pregunta, ¿por qué el embajador Lee se llevaba tan mal con el capitán?

—Me temo que eso tendrás que preguntárselo a él.

—Tienes razón, ¿él se marcha con vosotros?

—No, no quiere separarse de su barco. Sabes que estás más guapa que nunca. Este aire caribeño resalta tus ojos —dijo el capitán aproximándose a la mujer.

—Querido capitán Potter, lo importante de la batalla no es la victoria, es la gloria. ¿Se le ha olvidado que perdió la batalla hace tiempo? —dijo Helen teatralmente. Sacando un sentido del humor que solía estar oculto detrás de su imagen de mujer segura de sí misma.

—Es verdad, ya estás casada con el periodismo —dijo Potter sonriente.

—Espero verte al regreso. ¿Cuántos días vais a estar en Cayo Hueso?

—No lo sé, depende de las declaraciones y todo eso. Hay que engordar el informe, pero la suerte está echada.

La pareja se levantó de la mesa y paseó a la luz de la tarde. Potter podía mostrarse muy solícito cuando se sabía derrotado. Helen agarrada de su brazo recorrió la bahía y observó cómo el sol se ocultaba en el horizonte. Le hubiese gustado abrazar a otro hombre en aquel instante, pero sabía que el señor Hércules Guzmán de Fox no era el tipo de hombre que da paseos románticos al atardecer.

La Habana, 26 de Febrero.

—La única manera de pillarlos por sorpresa es asaltarlos en la universidad. Si uno de los dos consigue escapar, podría dar la voz de alarma. Esperaremos aquí y cuando salgan los apresaremos —dijo Hércules oculto detrás de una de las paredes del viejo edificio. A esa hora ya no se veían alumnos en los alrededores y la oscuridad ocultaba perfectamente su posición. Un carruaje cubierto les serviría de escape y podrían interrogar a los dos hombres en alguna de las casuchas abandonadas alrededor de La Habana debido a la reconcentración.

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