Read Conspiración Maine Online
Authors: Mario Escobar Golderos
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
—Está bien —aprobó Lincoln—, pero no olvide que esos tipos son peligrosos. Le he traído esto por si le hace falta. Lincoln sacó una pistola pequeña, casi un juguete. —La recogí del suelo de aquel burdel. Pensé que nos vendría bien.
No tuvieron que esperar mucho para que el primer profesor saliera. Con el segundo las cosas se complicaron. No estaba solo, caminaba junto a otro colega de avanzada edad. Hércules se acercó a la pareja y logró retener al profesor haciéndole unas preguntas.
Cuando se vieron solos no tardó en reducirle y meterle en el carruaje. Una vez que amordazaron a los dos hombres salieron a toda velocidad de la ciudad.
Con los ojos vendados y amordazados llevaron a los dos hombres hasta la casa. Los separaron y cada agente se dedicó a interrogar a uno de ellos. Los desnudaron y esperaron a que el silencio, el frío y el miedo los invadieran.
—¿Sabe por qué está aquí? —gritó Hércules a uno de los profesores, apenas a unos centímetros de la cara. La venda en los ojos lograba que la imaginación del interrogado se disparara.
—No.
—¡Sí, lo sabes! Esto tenía que pasar tarde o temprano. Pertenecer a una oscura orden tiene sus consecuencias —dijo el agente español cada vez más suavemente—. ¿Quién puede ocultar un secreto mucho tiempo?
—No sé de qué me habla, pero por favor déjeme marchar. Si lo que desea es dinero, podría…
—¡Qué! ¿Te crees que soy un vulgar ladrón? No. Sabes por qué te retenemos. Hay algo en tu conciencia que no te deja descansar —empezó a susurrar—. Sabemos quién eres. Sabemos lo que habéis hecho.
—No entiendo —dijo el profesor respirando cada vez más agitadamente.
—Pensabais que podíais matar a todos esos hombres y quedar impunes. ¡No! —bramó Hércules. Sacó la pistola y la colocó en el pecho del hombre.
—¿Qué hace? —preguntó el rehén asustado al sentir el metal frío en su pecho desnudo.
—No te voy a matar. ¿Os han enseñado a morir en tu orden? Pero hay muchas formas de morir. Puedo dejarte en manos de un grupo de soldados norteamericanos, ¿crees que ellos sabrán perdonarte? Perdonar que mataras a doscientos hombres a sangre fría.
—¡Yo no he matado a nadie! —gritó.
—Tu amigo ha confesado todo. Dice que tú pusiste la bomba.
—No le creo.
—¡Dice que tú sabes de bombas! ¿No eres profesor de química?, ¿no sabes fabricar explosivos? —gritó Hércules zarandeando al hombre hasta que su silla se volcó y cayó al suelo.
—No, yo no he hecho ninguna bomba —dijo entre jadeos y comenzó a llorar. Hércules sintió lástima, pero sin alterar el tono de voz continuó el interrogatorio—. ¡Mientes, cabrón! Mientes. Pero, en tu orden no os prohíben mentir, Caballero de Colón.
Al escuchar el nombre de la orden el profesor desnudo sobre la tierra comenzó a temblar. Por la mente de Hércules pasó la imagen de otros hombres, de otros interrogatorios, recordó lo que le hastiaba todo aquello. Nunca había hecho el trabajo sucio, pero más de una vez estuvo presente en algunos interrogatorios. Resignado, continuó con su papel y agachándose dijo al oído del caballero.
—No te mataré. Dejaré que lo hagan tus amigos. Que te corten el pescuezo y después te arranquen la piel.
—No harán eso.
—Les informaré de que colaboraste y denunciaste a tus compañeros.
—No le creerán —bramó el hombre.
—Sí me creerán cuando alguien detenga al marqués, cuando alguien les haga llegar cierta información sobre un tal León y cómo realizáis esos rituales tan vistosos.
—¿Cómo sabe eso? —preguntó el profesor asustado.
—Me lo has dicho tú.
—Yo no he dicho nada.
—Sí, lo has hecho, pero los nervios te traicionan. Tu amigo ha confesado que tú hiciste la bomba del barco.
—Mentira.
—Una mentira que parece verdad.
—Yo no fabriqué la bomba.
—¿Quién lo hizo?
—No lo sé.
—Pero la pusisteis vosotros.
—No pienso hablar.
Hércules levantó al joven profesor y lo colocó en la silla, permaneciendo en silencio. Sabía que el peor enemigo del hombre es su propia mente. Al sentirse solo, en medio de aquel silencio, desnudo y sin ver nada a su alrededor, los últimos rastros de su valor irían desapareciendo. El español lo había visto en hombres más fuertes y valientes que el que tenía delante. Sólo había que tener un poco de paciencia.
—Si me cuentas todo —dijo con un tono suave—. Te daré tiempo para que escapes de la isla esta misma noche. Yo no te quiero a ti, quiero al que ordenó poner la bomba.
—No sé nada.
Hércules volvió a colocar la pistola en el pecho del hombre.
—No me digas lo que no sabes, dime lo que sabes —dijo Hércules. El hombre guardó silencio. Se escuchaba su respiración entrecortada y olor a sudor y orín.
—No lo hicimos nosotros. Por lo menos, que yo sepa. Se lo juro.
—¿Pero?
—Nuestro Caballero Timonel facilitó unos datos de la bahía a un grupo de hombres. Yo desconocía para qué era hasta que oí lo del barco.
—¿Qué más?
El hombre se mantuvo en silencio. Hércules apretó la pistola en las costillas y el profesor comenzó a sudar.
—También se dio mucho dinero a gente en Washington y Nueva York, pero no sé el motivo.
—¡No me mientas! —gritó Hércules.
—No miento —dijo temblorosamente.
—Y ese León, ¿qué ha venido a hacer a La Habana?
—Ha venido a matar a alguien.
—¿A quién?
—A una mujer, una periodista. Al parecer metió sus narices en la orden en los Estados Unidos.
—¿Una mujer? —Hércules sintió un escalofrío. Helen estaba sola en la ciudad—pensó.
—Cuando te suelte, quiero que cojas la ropa y salgas de la isla lo más rápidamente posible. ¡Entendido!
—Sí, señor.
—Pero no te muevas hasta que nos hayamos marchado. ¡Entendido!
El hombre hizo un gesto con la cabeza. Hércules corrió hasta el otro cuarto y con un gesto llamó a Lincoln. Le susurró algo al oído y a toda velocidad marcharon por las laderas. El carruaje daba tantos tumbos que parecía que en cualquier momento podía volcar. En una hora se encontraban en la ciudad. Hércules iba junto a su compañero sin dejar de pensar en Helen. ¿Dónde podía estar?
—Dirígete hacia el puerto. Iba a ver a un miembro de la Comisión. Puede que esté todavía cerca de la bahía.
La Habana, 26 de Febrero.
Helen dejó a Potter cerca de la Catedral. No quería que él supiera dónde se alojaba. Dormir en un prostíbulo no era algo para presumir en el club de oficiales de Nueva York y, lo que era más importante, prefería que ignorara por el momento cuál era su paradero. El capitán insistió en acompañarla, pero ella prefirió regresar sola.
Las calles de La Habana todavía estaban repletas de vida. Los transeúntes noctámbulos eran distintos de los de por la mañana. Los marineros y las prostitutas abundaban cerca del puerto, pero por las calles elegantes todavía se veían parejas de novios, matrimonios que iban al teatro o ancianos que aguantaban en las aceras con tal de no encerrarse entre cuatro paredes. A la norteamericana no le extrañaba. Las noches de La Habana eran espléndidas, algo ruidosas, pero repletas del perfume de las flores y el intenso olor de los árboles frutales que llenaban las plazas. En algunos rincones se escuchan las guitarras y las voces roncas de los negros cantando a la luna.
Confundido entre la multitud un hombre caminaba a tan sólo unos pasos de la periodista. Llevaba el sombrero calado, andaba despacio, pero sus pasos eran torpes, como si no estuviese acostumbrado a pasear y esquivar a la gente que se detenía para saludarse efusivamente. Sus ojos, ocultos bajo el ala de su sombrero, parecían concentrados en algo o mejor dicho en alguien.
Helen tomó una de las callejuelas poco iluminadas del puerto. El olor del mar le anunció lo próxima que estaba de la bahía. Las farolas formaban isletas de luz entre grandes espacios oscuros. Apenas se cruzó con dos o tres personas que corrían hacia la avenida principal. En medio de la soledad acertó a escuchar unos pasos irregulares. Por unos momentos la periodista sintió un escalofrío. Se tapó los hombros con las manos y aceleró un poco el paso. Cuando llegó a la luz de una de las farolas vio proyectada una sombra. Una sombra que no era la suya.
La Habana, 26 de Febrero.
El carruaje cruzó a toda velocidad la ciudad. Los tranquilos viandantes tuvieron que lanzarse hacia los lados para no verse arrollados por el vehículo. Al frente de la carroza había dos hombres. Uno negro, que azotando a los caballos hacía esfuerzos por imprimir más velocidad al vehículo. A su lado, un hombre blanco que gritaba a la gente para que se apartase. El carruaje frenó justo cuando, atravesando las callejuelas, se abalanzaba sobre el puerto. En el último momento giró bruscamente y continuó su marcha frenética entre los marineros y las prostitutas.
La búsqueda fue inútil. Recorrieron varias veces toda la zona, pero no encontraron ni rastro de Helen. Al final, Lincoln logró convencer a Hércules de que regresaran a la «Casa de doña Clotilde» y esperaran allí noticias de la chica.
Al llegar al edificio, el español saltó del carruaje y empujando a los hombres que intentaban entrar en el prostíbulo, subió a toda prisa las escaleras. Abrió la puerta y vio al fondo la figura del profesor. Estaba tan azorado y jadeante que no percibió el desorden del cuarto, los papeles en el suelo y apenas distinguió la extraña posición del profesor Gordon sobre el sofá.
La habitación a oscuras, tan sólo iluminada por el resplandor del pasillo y la leve luz que penetraba por la ventana, no permitía observar gran cosa. Cuando Hércules se giró, pudo ver con detalle la figura del profesor tumbada en el sofá con la cara vuelta hacia la ventana. En el suelo había una mancha negra.
—¡Profesor! —gritó corriendo hasta el hombre—. Profesor, ¿qué le pasa?
El cuerpo se mantenía inerte. Hércules le rodeó con los brazos y le incorporó levemente. La cara del profesor estaba empapada de sangre. Al moverlo, el hombre se quejó levemente. Intentó hablar, pero un pinchazo fuerte en el costado hizo que las palabras se convirtieran en un lamento.
—Profesor, ¿qué ha sucedido? —preguntó angustiado Hércules. Gordon abrió los ojos y miró al agente. Sus pupilas brillaron en la oscuridad. Movió los labios pero apenas se percibió un susurro. Hércules se agachó, acercando su oído a la boca del profesor.
—Se han llevado el libro —musitó por fin.
—¿El libro? ¿El libro de San Francisco?
—Sí, el libro de San Francisco. No puedes consentir que… —pero una punzada le paralizó y le hizo retorcerse de dolor.
—¿Quién? ¿Cuándo?
—Ellos. Tienes que recuperarlo. No pueden encontrar el tesoro.
—No haga esfuerzos, llamaré a un médico.
Lincoln entró en el cuarto y observó el desorden y a Hércules que sujetaba entre sus brazos el cuerpo del profesor. Se aproximó a los dos hombres y con un gesto de extrañeza preguntó qué había pasado.
—Esta misma noche. Tenéis que salir tras ellos. Me oyes —dijo el profesor levantándose pero un golpe de tos le hizo recostarse de nuevo.
—Tiene una herida en el costado —comentó Lincoln señalando la camisa del profesor teñida con un círculo rojo. Hércules le pidió un trapo limpio y taponó la herida con la mano para evitar que perdiera más sangre. El hombre se retorció de dolor al sentir la presión sobre la herida y estuvo a punto de perder el sentido.
—Busca a un médico. ¡Rápido! —gritó Hércules. Lincoln tardó unos segundos en reaccionar pero enseguida corrió escaleras abajo.
—Hércules, querido amigo. Mi vida importa poco, pero debes impedir que esos hombres —enmudeciendo al volver a sufrir una punzada—, que esos hombres se hagan con el tesoro de Roma.
—No hable, intente descansar. En unos minutos estará aquí el médico. Se pondrá bien.
—Tenéis que salir para Baracoa. El tesoro está en Baracoa. Cerca de una cueva muy próxima al mar. En la playa de la Higuera, en la montaña Yunque —dijo el profesor antes de desmayarse por el esfuerzo y Hércules continuó abrazándole sin poder evitar un nudo en la garganta.
Madrid, 24 de Febrero.
Pablo se quedó frente al edificio como había prometido. Miguel subió las escaleras de la entrada, llamó a una campanilla y esperó hasta que una criada con cofia le abrió la puerta. Cruzó unas palabras y el hombre se introdujo en el edificio. La criada le llevó hasta un salón grande, iluminado por dos grandes ventanales que, en aquel frío y gris día de invierno, apenas lograban captar algo de luz del exterior. Se mantuvo de pie, muy erguido, hurgó en sus bolsillos de la chaqueta, para comprobar que la carta continuaba en su sitio y jugueteó nerviosamente con ella. Sobre una mesa auxiliar había un globo terráqueo, se aproximó a él y colocándose las lentes empezó a mirar continentes y países.
—Interesante, ¿verdad? —dijo una voz con un fuerte acento americano. Miguel se volvió y contempló a un hombre enorme, elegantemente vestido con un traje cruzado. Debía tener más de treinta años, pero la cara llena de pecas, el pelo rojizo y la piel sonrosada le hacían parecer mucho más joven. El hombre le sonrió y extendió la mano—. Señor Unamona.
—Unamuno —corrigió el español dándole la mano. Notó la palma del gigante fría y sudorosa. Después le repitió su nombre—. Miguel de Unamuno.
—Ok. Por favor, siéntese —dijo el norteamericano con un amable gesto.