Conspiración Maine (6 page)

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Authors: Mario Escobar Golderos

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: Conspiración Maine
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—Le dije que lo de la autonomía no era la solución. Nos hizo parecer débiles. Sabe que mi esposo nunca lo hubiese consentido —reprochó la regenta. A la que no le extrañaba que España fuera una potencia en vías de extinción. Con aquel tipo de políticos primitivos la suerte estaba echada.

—Ahora lo importante es que Woodford transmita a Washington nuestros deseos de paz.

—Por favor, retírese. Necesito meditar —dijo la reina con un gesto de antipatía.

El presidente se puso en pie, le besó la mano y respiró a fondo el perfume a violetas que exhalaba la blanquísima piel de la reina. Todavía se conservaba atractiva, aunque su gesto agrio resaltaba su color ceniciento. Abandonó la sala con la cabeza gacha, volviendo a sus preocupaciones. Todo estaba saliendo al revés. Esperaba que por lo menos acertaran en colaborar con los
yanquis
. No sabía en quién confiar. Hacía unos días, el correo secreto había sido asesinado después de que alguien lo interceptara. Madrid estaba infectado de disidentes cubanos que se movían a su antojo, conspirando con anarquistas, socialistas y todo ese montón de basura revolucionaria. Pero, ¿qué más podía hacer él?

El primer ministro español, Práxedes Mateo Sagasta, tuvo que enfrentarse a la difícil situación diplomática heredada del asesinado Cánovas del Castillo.

La Habana, 17 de Febrero.

Un hombre, apenas una sombra, transitaba por las solitarias calles cubiertas por una espesa e inusual niebla. No era normal que las brumas del puerto subieran hasta aquella parte de la ciudad, pero era como si la oscuridad se empeñara en protegerle de miradas indiscretas. Vestía completamente de color negro. Un atuendo poco común en la zona del Caribe. Su sombrero de copa, la impecable corbata y los zapatos de charol denunciaban a qué clase pertenecía. La figura se paró ante uno de los grandes portalones y golpeó la puerta hasta que ésta se abrió pesadamente. Un haz de luz iluminó durante unos segundos su cara y sus ojos negros centellearon antes de cruzar el umbral.

El criado, con un candelabro en la mano, le acompañó a través de los pasillos desiertos hasta un muro de piedra. Allí, en mitad de la roca, se abría una pequeña gruta, que con toda seguridad en otros tiempos se había utilizado como túnel para trasportar mercancías de contrabando. Bajó unas escaleras empinadas siguiendo el haz de luz del candelabro, y cuando llegó al sótano la humedad empezó a entrarle por los huesos. El olor a cerrado y la acumulación de polvo enrarecían el ambiente. Su llegada no sorprendió a la docena de caballeros que le esperaban sentados en círculo. Todos vestían de una manera similar, aunque ninguno de ellos era tan joven, ni poseía un porte tan galante. El riguroso negro, la cara cubierta y el regazo protegido con un pequeño delantal blanco que brillaba entre las velas que llevaban los demás iniciados, imprimían a la escena un halo tétrico. En la mano derecha todos portaban un sable. Al verlo entrar se pusieron de pie y levantaron los sables al unísono. Dijeron una especie de letanía y el caballero que acababa de llegar se colocó en medio. Entonces, uno de aquellos hombres se adelantó un paso y frente al recién llegado, con un libro en la mano comenzó a recitar.


Christophorus Colonus
. Por la profundidad de las aguas con tanto peligro, lleva a sus ministros, triunfante de los cielos y les da parte en los misterios de los tiempos. Caballero de Colonus, bienvenido a la casa del hombre-dios.


Christophorus Colonus
—repitieron todos.

—Caballero de Colonus, bienvenido a la casa del hombre-dios.

La Habana, 18 de Febrero.

El vapor inundó la habitación con el perfume de las sales de baño. Respiró hondo e intentó poner la mente en blanco. Experimentaba un nuevo placer, el placer de estar sobrio y percibir la realidad por todos sus sentidos. Abrió los ojos y se incorporó un poco. Un escalofrío le recorrió la columna. Observó la espuma brillante a la luz de las velas, olvidando por unos instantes los últimos años. Alguien llamó a la puerta y tuvo que hacer un esfuerzo para salir del agua caliente.

—¿Quién es? —preguntó levantándose de la bañera y atándose la toalla por la cintura. Caminó por el suelo cálido dejando un rastro de agua y a la altura de la puerta, volvió a preguntar.

—Buenas noches. Soy George Lincoln. ¿Le queda mucho? En mi país cenamos a las seis de la tarde y son las siete y media.

Hércules abrió, y con el pelo sobre la cara invitó al norteamericano a pasar. Se acercó al espejo y comenzó a afeitarse la enmarañada barba morena y canosa. La piel sangraba cuando la navaja cortaba los pelos largos que habían ocultado su mentón prominente y los dos hoyuelos de las mejillas. Ahora, la nariz parecía más afilada y respingona que cuando la barba se comía todos los rasgos del rostro. Cuando se pasó la toalla percibió el alivio del aire sobre la piel y se sintió de buen humor. Encima de la cama le esperaban un traje blanco de lino y un sombrero del mismo color de amplias alas. Al colocarse las ropas notó que le quedaban un poco holgadas, tal vez su amigo el Almirante tenía razón y estaba demasiado delgado. Lincoln le miraba sentado sobre la cama. Analizaba cada gesto, por su profesión estaba acostumbrado a fijarse en los más mínimos detalles. Aunque esta vez, debía reconocer que no sabía qué pensar de su compañero. Afeitado, con ese traje, ya no tenía esa imagen de borracho vagabundo, pero sus ojos seguían demasiado achispados para un hombre sobrio y sus rasgos al descubierto parecían más duros.

Hércules Guzmán Fox fue miembro del cuerpo de inteligencia de la Armada, creado por el general Weyler para combatir a los rebeldes cubanos

—Amigo Lincoln, creo que estoy listo —dijo Hércules anudándose la corbata.

—No sé si podré comer con esta soga al cuello, pero le aseguro que esta noche probará una suculenta cena antillana.

—No se preocupe por mí, Mr. Hércules. Viví unos meses en Puerto Rico y conozco las costumbres.

—Entonces, no será un problema su adaptación.

—¿Mi qué? —dijo Lincoln sin llegar a entender a Hércules.

—Perdone, a veces se me olvida que no conoce bien el idioma. Aunque le puedo asegurar que lo habla mejor que todos los norteamericanos que he conocido, y he conocido unos cuantos.

George Lincoln, primer hombre de color que consiguió ser agente en una agencia oficial norteamericana

Los dos hombres se dirigieron a la salida. Su aspecto no pasaba desapercibido a nadie. El español, de porte elegante, alto, con un impecable traje blanco y el norteamericano de color, con un traje gris demasiado grueso, con pajarita, mostrando que todavía llevaba encima las frías nieblas de aquel infecto pantano que ahora se llamaba Washington.

Decidieron cenar fuera del hotel. La escena de la tarde en el salón los había puesto en evidencia y buscaban un sitio más discreto, menos elegante y sobre todo más tranquilo, donde poder hablar sin tapujos. Hércules conocía varios establecimientos así cerca del puerto, pero tenía miedo de encontrarse a antiguos camaradas de la Armada o inoportunos ex compañeros de borrachera. Carraspeó un par de veces. Sentía la garganta seca. No había bebido nada desde la noche anterior y cada poro de la piel le pedía un baso de aguardiente. De los pucheros de media ciudad salían los aromas que impregnaban todas las callejuelas. Caminaron unos minutos hasta la calle
Obispo
y entraron en una de las tabernas de la zona. Se sentaron en una mesa de madera vieja que había perdido todo el barniz y esperaron a que les sirvieran.

—¿Tiene alguna idea de quién puede haber sido? —preguntó Lincoln a su compañero sin andarse con rodeos.

—Me ha dicho que pertenece a una agencia, la S.S.P.

—Sí.

—Servicio Secreto de Presidencia.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó el norteamericano con sus ojos negros muy abiertos.

—La verdad es que no se han devanado los sesos a la hora de buscar un nombre. Las dos «s» no podían ser otra cosa, la «p» es pura lógica. El Almirante me dijo que el presidente norteamericano y el español se habían puesto de acuerdo para que hiciéramos esta misión. Lo que me hace pensar que el señor McKinley no se fía mucho de la Comisión de Investigación de la Armada de los Estados Unidos.

—Me temo que el señor Sagasta tampoco se fía mucho de la suya.

Los dos hombres rieron, olvidando por unos instantes sus diferencias.

—Pero creo que en este caso es por diferentes razones. Usted no conoce lo lenta y torpe que puede ser nuestra Armada —comentó Hércules.

—Creo que no tiene mucho aprecio por su gobierno. No le culpo, está claro que no atraviesa un buen momento.

—Si no le importa, deje que sea yo el que critique al gobierno de Madrid. A los españoles nos gusta hablar mal de nosotros mismos, pero nos revienta que lo hagan los demás. No se engañe Lincoln. Nos han escogido como cebo. Piense un poco. Un alcohólico ex oficial de la Armada y un, con perdón, un negro de una agencia recién creada. Nuestros superiores quieren que pongamos nerviosos al autor o los autores del atentado, que alguien nos atraviese con un tiro, cometa un fallo y puedan echarle el guante.

—¿Entonces usted cree que no fue un accidente?

—Piense que si hubiera sido un accidente, nuestros gobiernos no estarían tan interesados en trabajar juntos. Ellos conocen algo que no nos han dicho.

—Eso es absurdo. Si supieran algo, ¿por qué nos lo iban a ocultar? De esa manera no podremos resolver nada.

—Precisamente por eso, porque ellos no quieren que resolvamos nada.

—Y, ¿por qué se ha metido en esto? Al fin y al cabo, yo cumplo órdenes. Pero usted, ¿por qué lo hace?

—Creo que eso no le interesa —dijo Hércules intentando zanjar la conversación.

—No puedo trabajar con usted sin saber ciertas cosas.

—Mire, maldito
yanqui
, usted sólo va a ser un estorbo. Ningún español va a querer hablar delante de un norteamericano, pero lo peor es que ningún norteamericano va a decir palabra delante de un negro. ¿Entiende ahora?

Lincoln frunció el ceño. No estaba dispuesto a aguantar esa clase de comentarios. Le señaló con el índice y a punto estuvo de ponerse a gritar o lanzarse sobre el español y molerle a palos, pero se limitó a decirle.

—Tengo el apoyo del secretario del presidente de los Estados Unidos.

—Eso no es mucho aquí.

—Pero no ha respondido a mi pregunta.

—Usted mismo ha respondido. Cuando me hizo la pregunta me dijo: —¿quién pudo haber sido?

—Tan sólo la posibilidad de que haya sido un accidente puede salvar a España de la guerra. Pero a mí no me importa esta guerra, yo no busco a los culpables del hundimiento del
Maine
.

Lincoln observó a Hércules con cierta indiferencia. Sabía de la cabezonería de los españoles, había conocido a muchos en Puerto Rico. Eran orgullosos, tercos, poco corteses, pero el norteamericano intuyó que estaba frente a un hombre diferente. Desconocía lo que había sucedido en su vida, qué era lo que le empujaba a meterse en aquella aventura, pero intuía que llegaría hasta el final.

Después de la cena caminaron hasta el castillo de
San Salvador de la Punta
, las calles desiertas no parecían las mismas; los cubanos, asustados por la explosión del barco y los disturbios de los últimos meses, preferían no pasear por la noche. Lincoln notó la cabeza embotada por el humo de la taberna y el vino que había bebido con la comida. No estaba acostumbrado a beber alcohol. Había sido criado en la estricta fe anabaptista y desde joven se había acostumbrado a renunciar a muchas cosas. Cuando estuvieron a la orilla del mar la brisa fresca empezó a soplar y Lincoln cruzó los brazos en un esfuerzo por retener el calor de su traje. Comenzaron a bordear la costa. Al llegar cerca de la plaza de la catedral escucharon unos pasos y tuvieron la sensación de que alguien los seguía, pero no se veía un alma por la zona, tan sólo una pareja de guardiaciviles y algún marinero borracho en busca de alguna casa de citas donde dormir la mona. A la altura del café París miraron cómo los camareros recogían las mesas y se preparaban para cerrar el establecimiento. El olor a café impregnaba toda la calle. El ruido de las sillas al ser apiladas sobre las mesas y la melodía que los mozos cantaban mientras de rodillas pasaban los paños húmedos no les permitieron escuchar el primer impacto, pero el silbido que se escuchó sobre sus cabezas y el sombrero de Hércules volando por los aires los hicieron reaccionar. Los dos hombres se lanzaron al suelo. Esperaron unos segundos y volvieron a incorporarse. Los camareros del café seguían con su trabajo como si tal cosa. Hércules recogió el sombrero. Lo observó a la luz de una farola y vio un proyectil incrustado que brillaba. Hércules lo tomó en la mano y comenzó a examinarlo.

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