Read Conspiración Maine Online
Authors: Mario Escobar Golderos
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
—Fueron llevados en barco desde California a Guatemala, desde allí partieron hasta el oriente cubano. En conclusión, el fusil que le disparó no puede ser de un revolucionario cubano.
—Puede que gente fuera del gobierno haya vendido armas —masculló con el puro entre los dientes, encendió la punta y aspiró hasta que el humo empezó a salir.
—No creo que de ese tipo. Ésas son armas usadas por el ejército.
—Pero todavía queda otra incógnita, ¿desde dónde disparó?
Los dos hombres se miraron, sus cabezas empezaban a acusar el cansancio y el nerviosismo del día. Lincoln apenas había dormido después de sus dos días de viaje en barco. Hércules llevaba más de veinticuatro horas sin beber y la sed empezaba a secarle la garganta.
—Será mejor que mañana volvamos al lugar del disparo. Puede que la luz del día nos haga ver todo con más claridad —dijo Hércules empezando a bajar la intensidad de la lámpara.
—Sí, mañana veremos todo más claro.
Lincoln salió de la habitación. El español puso las manos detrás de la nuca y cerró los ojos. Aspiró una profunda bocanada de humo. En mitad de la oscuridad la punta del puro brillaba como una luciérnaga. No pudo evitar que unas desagradables imágenes volvieran a su mente. El alcohol había logrado adormecer sus recuerdos durante todo ese tiempo, pero ahora tendría que volver a recordarlo todo. Sintió un dolor en el pecho y se incorporó en la cama respirando con dificultad. La luna de La Habana asomó detrás de unas nubes negras que empezaban a disiparse en el horizonte. Aquella luz inesperada inundó la habitación, la misma luz que aquella otra noche, la última noche que recuerda.
La Habana, 19 de Febrero.
Helen Hamilton entró en el puerto de la ciudad como tripulante invitada del buque hidrográfico
Bache
, que transportaba equipo submarino y buzos profesionales de la Escuadra del Atlántico Norte. Se adelantó dos días a la llegada de la Comisión de la Armada de los Estados Unidos. Su tenacidad y rapidez de reflejos le habían hecho tomar la decisión de salir de Nueva York con el buque, justo después de que Jack Kruchensky le pasara la información de que se dirigía a Cuba para realizar una misión urgente. Martin, el director de su periódico
The Globe of New York
, le había puesto mil trabas, pero cuando Helen tomaba una decisión era difícil persuadirla de lo contrario.
The Globe
era un diario pequeño, fundado hacía cuarenta años por un grupo de judíos cansados de verse excluidos de la prensa de la ciudad. En los últimos cinco años se había modernizado, cambiado su nombre de
The Globe of Sion
a su actual nombre. Pero las transformaciones no habían quedado ahí. El rotativo contaba con una filial en Boston y corresponsales en todas las ciudades importantes de la costa Este. Otra cosa era mandar un enviado especial a un país extranjero a punto de entrar en guerra y que éste fuera mujer. Al final, Helen renunció a su sueldo de seis meses y se costeó el viaje y la estancia con el propósito de que Martin no pudiera negarle la historia del
Maine
.
Helen Hamilton fue una de las primeras mujeres en licenciarse en periodismo en la Universidad de Nueva York, y la primera mujer corresponsal en un conflicto armado.
Helen era un bicho raro en el masculino periodismo norteamericano. Muy pocas mujeres habían logrado realizar sus estudios en la universidad y muchas menos conseguir un trabajo, aunque se tratara de un periódico de segunda como
The Globe
. Por lo menos tenía la ventaja de conocer un poco el español y desenvolverse bien en el endogámico mundo de los marineros. Su padre, John Hamilton I, fue un oficial de Marina caído en las filas federales durante la Guerra Civil. Muchos de los compañeros de su padre seguían queriéndola como a una hija y eso le había asegurado la información que necesitaba y una plaza en el
Bache
. El buque entró por el estrecho paso entre los castillos de
La Punta
y el de
El Morro
. La Habana relucía aquella mañana bajo un cielo azul intenso. En Nueva York estaban a bajo cero y la nieve cubría la ciudad, pero en la isla de Cuba, la primavera se había hecho dueña de la situación.
Al llegar a la altura del
Maine
su barco giró realizando la maniobra de aproximación al amarradero de los barcos mercantes. Los restos del naufragio se podían distinguir con dificultad. Las autoridades españolas habían colocado un cordón de seguridad de pequeños botes alrededor de lo que quedaba del barco. Tan sólo uno de los mástiles y un tubo redondo y grande, que parecía una de las chimeneas del barco, destacaban entre el amasijo de hierros. Muy cerca había otros barcos y un grupo de barcazas que daban vueltas alrededor de los restos.
El Maine destruido en la bahía de La Habana.
Helen bajó del buque algo aturdida. Después de dos días sin pisar tierra firme, recuperar la sensación de estabilidad le hizo sentirse mucho mejor. Sentía calor, un bochorno pegajoso muy parecido a los infernales veranos de Nueva York, cuando el sol se había puesto en la ciudad y el calor empezaba a ser soportable. Su vestido era demasiado caluroso para aquel ambiente tropical.
Una calesa la llevó hasta el hotel. El botones tomó su ligero equipaje y lo subió a la habitación. Cuando se tumbó en la cama notó una sensación de alivio al comprobar que la habitación no daba vueltas como el exiguo camarote donde había viajado en los últimos días. Era temprano, las ocho y media de la mañana, por lo que decidió cambiarse la blusa y bajar al salón del hotel y desayunar algo.
El salón era acogedor, adornado con todo tipo de flores exóticas, muchas de ellas totalmente desconocidas para ella. La cabeza se le fue a la casa de tía Ágata, donde se había criado tras la muerte de su padre. El olor a hierba fresca que soplaba en New Jersey siempre la acompañaba adondequiera que fuera. Pensó en la mermelada de arándanos de su tía y el olor del pan recién hecho. Estaba hambrienta. Echó un vistazo. A esa hora había muy pocos huéspedes desayunando. Un matrimonio de mediana edad con aspecto germánico. Ella vestía con elegancia un sencillo traje blanco, que acentuaba su esbelta figura y un sombrero precioso, ligeramente inclinado para un lado. Helen pensó en su propio aspecto. Su blusa blanca, sin apenas adornos, la falda larga y gris, de una tela demasiado gruesa y sus botines de piel. A sus veinticuatro años de edad seguía teniendo un aspecto infantil. El pelo, de un rubio color trigo, recogido en un moño, le hacía la cara más redonda y resaltaba sus ojos azules y los labios carnosos. En la mirada resplandecían las señas de su carácter: determinación, inteligencia y audacia. Su aspecto físico no le importaba mucho. Criada con tres hermanos por su tío Harry, el hermano de su progenitor. Rodeada de militares, nunca se había visto como una mujer. Su madre, muerta poco después que su padre, no había tenido tiempo de educarla como a una señorita. Por eso Helen se sentía un bicho raro entre su sexo y nunca había tenido un novio formal a pesar de su belleza.
En la otra mesa, una pareja bastante más extravagante ingería rápidamente el desayuno. El hombre de color vestía un traje gris impecable, con una camisa blanca y una corbata corta de color rojo. Tenía un bombín colgado sobre uno de los lados de la silla. Su cara afeitada, el pelo corto y la piel brillante, de un color caoba, le diferenciaba de los hombres negros que había visto en La Habana. El hombre blanco era tremendamente atractivo, de tez morena, vestía un elegante traje blanco de lino con cierta despreocupación. Su pelo cobrizo y largo, al estilo de los norteamericanos de antes de la Guerra Civil, le tapaba en parte la cara. De vez en cuando levantaba la vista y de un rápido vistazo examinaba a todo el mundo, controlando quién entraba y salía del salón. Un par de veces sus miradas se cruzaron pero ella bajó los ojos rápidamente.
Después de terminar el desayuno Helen sacó una libreta pequeña y planificó los pasos a seguir en los próximos días. Gracias a los contactos que tenía en la Armada sabía que la Comisión de Investigación norteamericana no llegaría hasta después de uno o dos días. El capitán Sigsbee no querría hablar con la prensa antes de que la Comisión llegara a sus conclusiones, pero quizás podría sacarle algunas opiniones personales. El cónsul Lee seguramente estaría ansioso por echar más leña al fuego, Helen conocía su inclinación a favor de la guerra. Después estaba la Comisión española; el Almirante Mantorella y algunos marineros y oficiales del
Maine
, que por un buen whiskey y una sonrisa coqueta eran capaces de hablar por los codos. Pero la periodista norteamericana quería llegar más lejos. Sabía que los revolucionarios se encontraban por todas partes y pretendía conocer su opinión.
Martin, su director, le había advertido que no se alejase de la ciudad, pero ella odiaba el estilo de los reporteros como sir Winston Churchill que venían con sus trajes caros, se alojaban en hoteles como en el que ella estaba y mandaban artículos a sus periódicos después de asistir a la última fiesta de la alta sociedad. Ese Churchill y su periódico ultra-conservador, el
Daily Graphic
, eran la antítesis de su idea del periodismo.
Cuando volvió a levantar la mirada, pudo comprobar cómo los dos hombres habían abandonado su mesa. Cerró la libreta y se convenció de que aquella mañana debía dedicarla a comprarse una ropa más cómoda.
Washington, 19 de Febrero.
Los Roosevelt formaban parte de una de las viejas estirpes holandesas que fundaron Nueva Ámsterdam, convertida tras la conquista inglesa en Nueva York. Teodoro Roosevelt, patricio de la Gran Manzana, llevaba décadas buscando una oportunidad para brillar con luz propia en Washington. La muerte de su esposa y su madre en apenas un año le habían convertido en un hombre profundamente impulsivo. Su actitud ante la vida era arrogante, como si ya no tuviera nada que perder.
El joven Roosevelt era la pesadilla del secretario de la Armada Long, pero el presidente McKinley apreciaba su osadía. Teodoro no sabía muy bien por qué. El presidente y él eran muy distintos. El joven subsecretario representaba la nueva imagen de los Estados Unidos. Una nación que, después de reafirmar su propia unidad y colonizar uno de los territorios más bastos del mundo, buscaba las últimas migajas del imperialismo moderno. El presidente, en cambio, era el conservadurismo y el continuismo de la política norteamericana del siglo XIX. Sus temperamentos eran muy distintos. McKinley era todo prudencia y serenidad; Roosevelt, por el contrario, era impulsivo y vehemente.