Conversación en La Catedral (15 page)

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Authors: Mario Vargas Llosa

BOOK: Conversación en La Catedral
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—Listo entonces, acordado —dijo Washington —. Jacobo, Aída, Héctor y Martínez un grupo, y nosotros cuatro el otro.

No había vuelto la cabeza para mirar a Aída ni a Jacobo, había encendido prolijamente un cigarrillo, hojeado a Engels, cambiado una sonrisa con Solórzano.

—Ya Martínez, ya puedes lucirte —dijo Washington —. Qué pasa con la plusvalía.

No sólo la revolución, piensa. Tibio, escondido, también un corazón, y un pequeño cerebro alerta, rápido, calculador. ¿Lo había planeado, piensa, lo había decidido intempestivamente? La revolución, la amistad, los celos, la envidia, todo amasado, todo mezclado él también; Zavalita, hecho del mismo sucio barro Jacobo también, Zavalita.

—No había puros en el mundo —dice Santiago —. Si, fue ahí.

—¿Acaso no iba a ver más a la muchacha? —dice Ambrosio.

—La iba a ver menos, él la iba a ver a solas dos veces por semana —dice Santiago —: Y, además, me dolía el golpe bajo: No por razones morales, por envidia. Yo era tímido y nunca me hubiera atrevido.

—Él fue más vivo —se ríe Ambrosio —. Y usted no le ha perdonado esa perrada todavía.

El indio Martínez tenía ademanes y voz de maestro de escuela, en resumen la plusvalía era el trabajo no pagado, y era reiterativo y machacón, la proporción del producto burlada al trabajador que iba a aumentar el capital, y Santiago miraba eternamente su rotunda cara cobriza y oía inacabablemente su docente, didáctica voz, y alrededor la brasa de los cigarrillos se encendía cada vez que las manos los llevaban a los labios y a pesar de tantos cuerpos apretados en espacio tan avaro había esa sensación de soledad, ese vacío. El gusanito estaba ahora ahí, dando mansas vueltas monótonas en las entrañas.

—Porque soy como esos animalitos que ante el peligro se encogen y quedan quietos esperando que los pisen o les corten la cabeza —dice Santiago. Sin fe y además tímido es como sifilítico y leproso a la vez.

—No hace más que hablar mal de usted mismo, niño —dice Ambrosio —. Si alguien dijera las cosas que usted se dice, no aguantaría.

¿Era que se había roto algo que parecía eterno, piensa, me dolió tanto por ella, por mí, por él? Pero habías disimulado como siempre, Zavalita, más que siempre, y salido de la reunión con Jacobo y Aída, y hablado excesivamente mientras caminaban hacia el centro, Engels y la plusvalía, sin darles tiempo a responder, Politzer y el Ave y Marx, incesante y locuaz, interrumpiéndolos si abrían la boca, matando temas y resucitándolos, atropellado, profuso, confuso, que no terminara nunca ese monólogo, fabricando, exagerando, mintiendo, sufriendo, que la propuesta de Jacobo no se mencionara, que no se dijera que a partir del sábado estarían ellos en Petit Thouars y él en el Rímac, sintiendo también ahora y por primera vez que estaban juntos y no estaban, que faltaba la comunicación respiratoria de otras veces, la inteligencia corporal de otras veces, mientras cruzaban la Plaza de Armas, que horriblemente aquí y ahora también algo artificioso y mentiroso los aislaba, como las conversaciones con el viejo piensa, y los equivocaba y comenzaba a enemistarlos. Habían bajado el jirón de la Unión sin mirarse, él hablando y ellos escuchando, ¿Aída lo lamentaría, Aída lo habría premeditado con él?, y al llegar a la Plaza San Martín era tardísimo, Santiago había mirado su reloj, se iba volando a tomar el Expreso, les había estirado la mano y partido corriendo, sin quedar de acuerdo dónde y a qué hora nos encontraríamos mañana, piensa. Piensa: por primera vez.

¿Había sido en esas últimas semanas del segundo año, Zavalita, en esos días huecos antes del examen final? Se había dedicado furiosamente a leer, a trabajar en el círculo, a creer en el marxismo, a enflaquecer. Huevos pasados por gusto decía la señora Zoila, y naranjadas por gusto y
corn-flakes
por gusto, estabas hecho un esqueleto y cualquier día ibas a volar. ¿También iba contra tus ideas comer, supersabio? decía el Chispas, y tú no comías porque tu cara me quita el apetito y el Chispas te iba a dar tu sopapo, supersabio, te lo iba a dar. Seguían viéndose y la cabecita infaliblemente asomaba cuando Santiago entraba a las clases y se sentaba con ellos, se abría paso entre marañas de tejidos y tendones y asomaba, o cuando iban a tomar un café juntos a El Palermo, entre sangrientas venas y huesos albos asomaba, o una chicha morada a la pastelería Los Huérfanos o una butifarra al café-billar, y tras la cabecita el ácido cuerpecito asomaba. Conversaban de los cursos y los próximos exámenes, de los preparativos para las elecciones de Centros Federados; y de las discusiones en sus respectivos círculos y los presos y la dictadura de Odría y de Bolivia y Guatemala. Pero ya sólo se veían porque San Marcos y la política a ratos nos juntaban, piensa, ya sólo por casualidad, ya sólo por obligación. ¿Se veían ellos solos después de las reuniones de su círculo?, ¿paseaban, iban a museos o librerías o cinemas como antes con él?, ¿lo extrañaban a él, pensaban en él, hablaban de él?

—Te llama por teléfono una chica —dijo la Teté —. Qué guardadito te lo tenías. ¿Quién es?

—Si te pones a oír por el otro teléfono te doy un cocacho, Teté —dijo Santiago.

—¿Puedes venir un ratito a mi casa? —dijo Aída — No tienes nada que hacer, no te interrumpo?

—Qué ocurrencia, voy ahorita —dijo Santiago —. Tardaré media hora, a lo más.

—Uy voy ahorita, uy qué ocurrencia —dijo la Teté —. ¿Puedes venir un ratito a mi casa? Uy qué vocecita.

Había aparecido mientras esperaba el colectivo en la esquina de Larco y José Gonzáles, crecido mientras el colectivo subía por la avenida Arequipa, y ahí estaba, enorme y pegajoso, mientras viajaba encogido en el rincón del automóvil, empapando su espalda con una sustancia helada, mientras sentía cada vez más frío, miedo y esperanza, en esa tarde que comenzaba a ser noche. ¿Había pasado algo, iba a pasar algo? Pensaba hacia un mes que sólo nos veíamos en San Marcos, piensa, nunca me había llamado por teléfono, pensaba a lo mejor, piensa, pensaba de repente. La había visto desde la esquina de Petit Thouars, una figurita que se desvanecía en la luz moribunda, esperándolo en la puerta de su casa, le había hecho hola con la mano y había visto su cara pálida, ese traje azul, sus ojos graves, esa chompa azul, su boca seria, esos horribles zapatos negros de escolar, y había sentido su mano temblando.

—Perdona que te llamara, quería hablar contigo de algo —parecía imposible esa —vocecita cortada, piensa, increíble esa vocecita intimidada —. Caminemos un poco.

—¿No está contigo Jacobo? —dijo Santiago —. ¿Ha pasado algo?

—¿Va a tener con qué pagar tanta cerveza? —dice Ambrosio.

—Había pasado lo que tenía que pasar —dice Santiago —. Yo creía que ya había pasado y sólo acababa de pasar esa mañana.

Habían estado juntos toda la mañana, un gusanito como una cobra, no habían ido a clases porque Jacobo le había dicho quiero hablarte a solas, una cobra filuda como un cuchillo, habían caminado por el Paseo de la República, un cuchillo como diez cuchillos, se habían sentado en una banca de la lagunita del Parque de la Exposición. Por las pistas paralelas de Arequipa pasaban autos y un cuchillo entraba suavecito y otro salía y volvía a entrar despacito, y ellos avanzaban por la alameda que estaba oscura y vacía, y otro como en un pan de corteza finita y mucha miga en su corazón, y de pronto la vocecita calló.

—¿Y de qué quería hablarte a solas? —sin mirarla, piensa, sin separar los dientes —. ¿Algo de mí, algo contra mí?

—No, nada de ti, más bien de mí —una voz como el maullido de un gatito, piensa —. Me tomó de sorpresa, me dejó sin saber qué decir.

—Pero qué es lo que te dijo —murmuró Santiago.

—Que está enamorado de mí —como los quejidos del Batuque cuando estaba cachorrito, piensa.

—Cuadra diez de la Arequipa, diciembre, siete de la noche —dice Santiago —. Ya sé, Ambrosio, ahí.

Había sacado las manos de los bolsillos, se las había llevado a la boca y soplado y tratado de sonreír.

Había visto a Aída descruzar los brazos, detenerse, vacilar, buscar la banca más próxima, la había visto sentarse.

—¿No te habías dado cuenta hasta ahora? —dijo Santiago —. ¿Por qué crees que propuso que el círculo se dividiera así?

—Porque dábamos mal ejemplo, porque formábamos casi una fracción y los demás se podían resentir y yo le creí —una vocecita insegura, piensa —. Y que eso no iba a cambiar nada y que aunque tuviéramos círculos separados seguiría todo como antes entre los tres. Y yo le creí.

—Quería estar a solas contigo —dijo Santiago —. Cualquiera hubiera hecho lo mismo en su lugar.

—Pero tú te enojaste y ya no los buscaste —alarmada y sobre todo apenada, piensa —. Y no hemos vuelto a estar juntos, y nada ha sido ya como antes.

—No me enojé, todo sigue como antes —dijo Santiago —. Sólo que me di cuenta que Jacobo quería estar a solas contigo y que yo sobraba. Pero seguimos igual de amigos que antes.

Era otro el que hablaba, piensa, no tú. La voz un poco más firme ahora, más natural, Zavalita: no era él, no podía ser él. Comprendía, explicaba, aconsejaba desde una altura neutral y pensaba no soy yo. Él era algo chiquito y maltratado, algo que se encogía bajo esa voz, algo que se escabullía y corría y huía. No era orgullo, ni despecho, ni humillación, piensa, no eran ni siquiera celos. Piensa: era timidez. Ella lo escuchaba inmóvil, lo observaba con una expresión que él no sabía ni quería descifrar, y de pronto se había levantado y habían caminado callados media cuadra, mientras tenaces, silenciosos, los cuchillos proseguían la carnicería.

—No sé qué voy a hacer, me siento confusa, tengo dudas —dijo, al fin, Aída —. Por eso te llamé, pensé que de repente me podías ayudar.

—Y yo me puse a hablar de política —dice Santiago —. ¿Te das cuenta, ves?

—Claro que sí —dijo don Fermín —. Salir de la casa, y de Lima, desaparecer. No. estoy pensando en mí, infeliz, sino en tí.

—Pero en qué sentido lo dices —como asombrada, piensa, como asustada.

—En el sentido que el amor lo vuelve a uno muy individualista —dijo Santiago —. Y después uno le da a eso más importancia que a todo, incluso que a la Revolución.

—Pero si tú decías que no se oponían las dos cosas —silabeando, piensa, susurrando —. ¿Ahora crees que sí? ¿Cómo puedes saber que no te vas a enamorar nunca?

—No creía nada, no sabía nada —dice Santiago —. Salir, escapar, desaparecer.

—Pero adónde, don —dijo Ambrosio —. Usted no me cree, usted me está botando, don.

—Entonces no es cierto que tengas dudas, entonces también estás enamorada de él —dijo Santiago. Puede ser que en tu caso y en el de Jacobo no se opongan. Y además él es muy buen muchacho.

—Ya sé que es buen muchacho —dijo Aída —. Pero no sé si estoy enamorada de él.

—Sí estás, también me he dado cuenta —dijo Santiago —. Y no sólo yo, todos los del círculo. Deberías aceptarlo, Aída.

Insistías Zavalita, era un gran muchacho, porfiabas Zavalita, Aída estaba enamorada de él, exigías, se llevarían muy bien y repetías y volvías y ella escuchaba muda en la puerta de su casa, los brazos cruzados, ¿calculando la estupidez de Santiago?, la cabeza inclinada, ¿midiendo la cobardía de Santiago?, los pies juntos. ¿Quería de veras un consejo, piensa, sabía que estabas enamorado de ella y quería saber si te atreverías a decírselo? Qué habría dicho si yo, piensa, qué habría yo si ella. Piensa: ay, Zavalita.

¿O había sido cuando, un día o semana o mes después de ver a Aída y Jacobo por la Colmena de la mano, supieron que Washington era, efectivamente, el ansiado contacto? No había habido casi comentarios en el círculo, sólo una broma pérdida de Washington, en el otro círculo dos habían formado su nidito de amor, qué romance tan calladito, sólo una fugaz observación del Ave: y qué parejita tan perfecta. No había tiempo para más: las elecciones universitarias estaban encima y se reunían todos los días, discutían las candidaturas que presentarían a los Centros Federados, y las alianzas que aceptarían y las listas que apoyarían y los volantes y la propaganda mural que harían, y un día Washington convocó a los dos círculos en casa del Ave y entró a la salita del Rímac sonriendo: traía algo que era dinamita pura. Cahuide, piensa. Piensa: Organización del Partido Comunista Peruano. Estaban apretados, el humo de los cigarrillos nublaba las hojitas mimeografiadas que pasaban de mano en mano, irritaba los ojos, Cahuide, que ávidamente leían, Organización, una y otra vez, del Partido Comunista Peruano, y miraban la cara recia del indio con chullo, poncho, ojotas y su beligerante puño levantado, y de nuevo la hoz y el martillo cruzados debajo del título. La habían leído en voz alta, glosado, discutido, habían acribillado a preguntas a Washington, se la habían llevado a su casa. Había olvidado su resentimiento, su falta de fe, su frustración, su timidez, sus celos. No era una leyenda, no había desaparecido con la dictadura: existía. A pesar de Odría, aquí también hombres y mujeres, a pesar de Cayo Bermúdez, secretamente se reunían y formaban células, de los soplones y los destierros, imprimían Cahuide, de las cárceles y torturas, y preparaban la Revolución. Washington sabía quiénes eran, cómo actuaban, dónde estaban, y él me inscribiré pensaba, piensa, me inscribiré, esa noche; mientras apagaba la lamparilla del velador y algo riesgoso, todavía generoso, ansioso, ardía en la oscuridad y seguía ardiendo en el sueño: ¿ahí?

VII

—Estaba preso por haber robado o matado o porque le chantaron algo que hizo otro —dijo Ambrosio —. Ojalá se muera preso decía la negra. Pero lo soltaron y ahí lo conocí. Lo vi sólo una vez en mi vida, don.

—¿Les tomaron declaraciones? —dijo Cayo Bermúdez —. ¿Todos apristas? ¿Cuántos tenían antecedentes?

—Ojo que ahí viene —dijo Trifulcio —. Ojo que ahí baja.

Era mediodía, el sol caía verticalmente sobre la arena, un gallinazo de ojos sangrientos y negro plumaje sobrevolaba las dunas inmóviles, descendía en círculos cerrados, las alas plegadas, el pico dispuesto, un leve temblor centellante en el desierto.

—Quince estaban fichados —dijo el Prefecto —. Nueve apristas, tres comunistas, tres dudosos. Los otros once sin antecedentes. No, don Cayo, no se les tomó declaraciones todavía.

¿Una iguana? Dos patitas enloquecidas, una minúscula polvareda rectilínea, un hilo de pólvora encendiéndose, una rampante flecha invisible. Dulcemente el ave rapaz aleteó a ras de tierra, la atrapó con el pico, la elevó, la ejecutó mientras escalaba el aire, metódicamente la devoró sin dejar de ascender por el limpio, caluroso cielo del verano, los ojos cerrados por dardos amarillos que el sol mandaba a su encuentro.

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