Read Coraline Online

Authors: Neil Gaiman

Tags: #Novela Juvenil

Coraline (11 page)

BOOK: Coraline
4.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—¿Y habrá días grises y lluviosos en los que no sepa qué hacer, ni tenga nada que leer, ni programas que ver, ni un lugar adónde ir, y que resulten interminables? —le preguntó Coraline.

—Jamás —respondió el hombre desde las tinieblas.

—¿Y habrá comidas asquerosas, con platos de recetas raras que llevan ajo, estragón y habas?

—Las comidas serán motivo de felicidad —murmuró la voz por debajo del sombrero—. Tus labios no tendrán que probar nada que no los satisfaga plenamente.

—¿Y podré llevar guantes de color verde fosforescente y botas de agua amarillas con forma de rana?

—De rana, de pato, de rinoceronte, de pulpo..., de lo que quieras. Todas las mañanas habrá un mundo nuevo para ti. Si te quedas, tendrás todo lo que desees.

Coraline suspiró.

—Realmente no lo entiendes, ¿verdad? —repuso—. No quiero tener todo lo que deseo. Nadie lo quiere, no de verdad. ¿Dónde estaría la gracia si tuviese todo lo que quiero? Es eso y nada más, ¿y después qué?

—No lo entiendo —susurró la voz.

—Claro que no —dijo Coraline, mirando a través de la piedra agujereada—. Sólo eres una mala copia del anciano excéntrico.

—Ni siquiera eso —musitó la voz muerta.

De la gabardina del hombre, a la altura del pecho, salió un resplandor. A través de la piedra agujereada el resplandor parpadeó y emitió el brillo blanco azulado de una estrella. A Coraline le hubiese gustado tener un palo o algo semejante para tocarlo, pues no le apetecía acercarse más al viejo tenebroso del fondo de la habitación.

La niña dio un paso adelante y el hombre se desmoronó. Ratas negras saltaron de sus mangas y salieron del abrigo y de debajo del sombrero. Eran veinte o más, tenían ojos rojos que brillaban en la oscuridad, y chillaban y volaban. El abrigo osciló y cayó pesadamente al suelo, y el sombrero rodó hasta un rincón. Coraline sacudió el abrigo con una mano. Estaba vacío, aunque al tocarlo se notaba grasiento. No había la menor señal de la última canica. Examinó la habitación a través de la piedra agujereada, y cerca de la puerta, a ras del suelo, vio algo que centelleaba y relucía como una estrella. La rata más grande lo llevaba entre las garras, y cuando Coraline la miró, se escapó.

Coraline corrió tras ella mientras los demás roedores la observaban desde las esquinas. Las ratas corren más que las personas, y son especialmente rápidas en las distancias cortas. Pero una gran rata negra con una canica entre las patas delanteras no es rival para una niña decidida a todo (aunque sea una niña poco desarrollada para su edad). Las ratas más pequeñas se interpusieron en su camino para distraerla, pero Coraline no les hizo caso y no apartó la vista de la que tenía la canica, que se dirigía a la puerta con intención de salir del piso.

Llegaron a las escaleras exteriores del edificio.

La niña reparó en que la casa experimentaba continuos cambios y se volvía menos definida y más achatada, incluso mientras corría escaleras abajo. Parecía no una casa, sino la fotografía de una casa. Coraline se precipitó atropelladamente por las escaleras detrás de la rata, sin pensar en nada más y segura de que iba a ganar. Corría muy rápido..., demasiado rápido, como comprobó al llegar al final de un tramo: resbaló, se torció un pie y cayó de narices contra el descansillo de hormigón. Se despellejó la rodilla izquierda, y la palma de la mano que había adelantado para evitar el golpe estaba llena de arañazos, en los que se había incrustado arenilla. Le dolía un poco, y sabía muy bien que enseguida le dolería mucho más. Se limpió la arena de la mano, se levantó y bajó a toda prisa hasta el pie de la escalera, aunque resultaba evidente que había perdido y que era demasiado tarde.

Buscó a la rata con la vista, pero se había ido llevándose la canica.

Le escocían los arañazos de la mano y sentía el gotear de la sangre que manaba de su rodilla y se escurría por la pernera rota del pijama. Esas heridas eran igual de horribles que las que se hizo el verano en que su madre retiró las ruedas auxiliares de la bicicleta. Pero aquel verano, a pesar de los cortes y los rasguños (tenía las rodillas llenas de costras), había disfrutado de una sensación de progreso: estaba aprendiendo algo, a hacer una cosa que no sabía. Y en ese momento, en cambio, no sentía más que la frialdad de la pérdida: les había fallado a los espíritus de los niños y a sus padres; había fracasado ante sí misma y ante todo.

Cerró los ojos deseando que la tragase la tierra.

Entonces oyó una tos.

Abrió los ojos y vio a la rata tirada sobre el sendero de ladrillos que había al pie de la escalera, con una expresión de sorpresa en la cara, que se hallaba a varios centímetros del resto del cuerpo. Tenía los bigotes tiesos, los ojos desmesuradamente abiertos, y los dientes al aire, amarillos y afilados. En su cuello brillaba un collar de sangre húmeda. Junto a la rata decapitada estaba el gato con aire presumido y una pata sobre la canica de cristal gris.

—Creo que una vez te comenté —dijo el felino—, que en circunstancias normales no me gustan las ratas. Pero me pareció que necesitabas ayuda. Espero que no te moleste mi intromisión.

—Me parece... —respondió Coraline, intentando recuperar el aliento—, me parece que... dijiste algo por el estilo.

El gato levantó la pata y la canica rodó hasta donde estaba la niña, que la agarró. La última voz susurró dentro de su cabeza, apremiante: «Le ha mentido. Ahora que usted está en su poder, nunca la dejará marchar. Preferirá renunciar a cualquiera de nosotros antes que cambiar de carácter». A Coraline se le erizó el pelo de la nuca porque sabía que la voz de la niña decía la verdad. Guardó la canica en el bolsillo de la bata, junto a las otras. Ya tenía las tres canicas.

Sólo faltaba encontrar a sus padres.

Y Coraline comprendió, con sorpresa, que esa parte resultaba fácil. Sabía exactamente dónde estaban sus padres. Si se hubiese parado a pensar, lo habría averiguado al principio. La otra madre no podía crear: sólo podía transformar, retorcer y cambiar.

La repisa de la chimenea del salón de su casa estaba vacía. Al recordar eso, recordó algo más.

—La otra madre. Sí, se propone romper su promesa. No nos dejará marchar —dijo Coraline.

—No me extrañaría nada tratándose de ella —reconoció el gato—. Como ya te dije, no creo que juegue limpio. —Entonces levantó la cabeza—. Mira..., ¿has visto eso?

—¿Qué?

—Mira detrás de ti —le sugirió el gato.

La casa se había aplastado aún más. Ya no parecía una fotografía, sino más bien un dibujo, un tosco garabato realizado a carboncillo sobre papel gris.

—Al margen de lo que ocurra —empezó Coraline—, gracias por ayudarme con la rata. Creo que estoy a punto de acabar, ¿no te parece? Piérdete en la niebla o en el lugar al que sueles ir, y yo... Bueno, confío en verte en mi casa, si ella me deja volver, claro.

Al animal se le puso el pelo de punta y se le erizó la cola como si fuese un cepillo de deshollinador.

—¿Ocurre algo malo? —le preguntó Coraline.

—Han desaparecido —respondió el gato—. Ya no están aquí. Las entradas y salidas de este lugar acaban de aplastarse.

—¿Y eso es malo?

El gato bajó la cola y la agitó enfadado. Del fondo de su garganta salió un profundo gruñido. Caminó en círculos hasta que se alejó de Coraline, y luego retrocedió de espaldas, muy tieso, pasito a pasito para restregarse contra una de las piernas de la niña. Al acariciarlo, ésta notó los fuertes latidos de su corazón. Estaba temblando como una hoja muerta en medio de una tormenta.

—No te pasará nada —le aseguró Coraline—. Todo va a salir bien. Te llevaré a casa. —El animal no dijo nada—. Vamos, gatito —lo animó Coraline dando un paso atrás para subir la escalera, pero el felino permaneció inmóvil; parecía infeliz y, curiosamente, mucho más pequeño—. Si la única forma de salir de aquí es cruzándose con ella —le explicó Coraline—, lo haremos así.

Se agachó y tomó al gato en brazos. Éste no se resistió; se limitó a continuar temblando. La niña le sostenía la parte trasera con una mano, y el gato se ayudaba descansando las patas sobre los hombros de Coraline. Pesaba, pero no tanto como para no poder con él. Agradecido, el animal le lamió la palma de la mano, donde había sangre de los arañazos.

Coraline subió las escaleras que conducían a su casa peldaño a peldaño. Era consciente de que las canicas entrechocaban en su bolsillo, de que la piedra agujereada seguía allí y de que el gato se apretaba contra ella. Llegó a la puerta de su casa, que se había convertido en el garabato de una puerta dibujado por un niño pequeño, y la empujó con la mano, esperando más bien que se rompiese y que detrás de ella no hubiese más que negrura y unas cuantas estrellas aquí y allá. Pero la puerta se abrió de golpe, y Coraline entró.

11

C
uando entró en su casa o, mejor dicho, en aquella casa que no era verdaderamente la suya, Coraline se alegró de comprobar que no se había convertido en un dibujo vacío, como el resto del edificio. Había profundidad y sombras, y alguien que esperaba su regreso en la oscuridad.

—Has vuelto —dijo la otra madre con tono de descontento—, y has traído bichos.

—No —repuso la niña—. He traído a un amigo.

Notó que el gato se agarrotaba entre sus manos, como si estuviese deseando huir. Coraline quería abrazarlo como a un osito de peluche para darle confianza, pero sabía que a los gatos no les gusta nada que los aprieten, y sospechaba que un gato asustado tiende a morder y arañar si lo provocan, aunque esté de tu parte.

—Sabes que te quiero —afirmó la otra madre con voz monótona.

—Pues tienes una forma muy especial de demostrarlo —respondió Coraline.

A continuación fue al vestíbulo y entró en el salón con paso firme y seguro, fingiendo no sentir los ojos negros y vacíos de la mujer clavados en su espalda. Los solemnes muebles de su abuela seguían allí, y el extraño cuadro de las frutas colgaba de la pared; sin embargo, alguien se había comido la fruta, y lo único que quedaba en el cuenco era el corazón marrón de una manzana, varios huesos de ciruelas y melocotones, y el tallo de un racimo de uvas. La mesa con patas de león raspaba la alfombra con sus garras de madera, como si estuviese impaciente por algo. Al fondo de la habitación, en la esquina, se hallaba la puerta de madera que, en otro lugar, se abría y daba a una lisa pared de ladrillos. Coraline procuró no mirarla. Por la ventana no se distinguía más que niebla. La niña sabía que había llegado la hora, el momento de la verdad, el instante de la solución. La otra madre la había seguido: estaba en medio del salón, entre Coraline y la repisa de la chimenea, y miraba a la niña con sus ojos de botones negros. Coraline pensó que tenía gracia que la otra madre no se pareciese en absoluto a su verdadera madre, y se preguntó cómo la habría engañado para que viese el parecido. La otra madre era enorme (su cabeza casi rozaba el techo) y muy pálida, del color del vientre de una araña. Los cabellos se le retorcían y enroscaban alrededor de la cabeza, y tenía dientes afilados como cuchillos...

—¿Y bien? —le preguntó la mujer bruscamente—. ¿Dónde están?

Coraline se apoyó en un sillón, acomodó al gato con la mano izquierda, metió la derecha en el bolsillo y sacó las tres canicas de cristal. La otra madre alargó los dedos blancos para agarrarlas, pero la niña las volvió a guardar. Resultaba evidente que lo que había imaginado era cierto: la otra madre no tenía intención de dejarla marchar ni de cumplir su palabra. Todo había sido una diversión, nada más.

—Espera —le pidió Coraline—. Aún no hemos terminado, ¿verdad?

La mujer la fulminó con la mirada, pero después sonrió con dulzura.

—No —contestó—. Supongo que no. Al fin y al cabo, todavía has de encontrar a tus padres, ¿no?

—Sí —respondió Coraline. «No debo mirar la repisa de la chimenea —pensó—. Ni siquiera debo pensar en ella».

—De acuerdo —replicó la otra madre—. Encuéntralos. ¿No quieres volver a buscar en el sótano? Allí hay más cosas interesantes, ¿sabes?

—No. Sé dónde están mis padres.

El gato le pesaba en los brazos, así que lo movió hacia delante, desenganchándose las patas del hombro.

—¿Dónde?

—Es de sentido común. He mirado en todos tus escondrijos. No están en la casa.

La otra madre se mantuvo muy quieta, sin hacer el más mínimo gesto y con los labios firmemente apretados. Podría haber pasado por una estatua de cera; incluso su pelo había dejado de moverse.

—Así es —continuó Coraline, rodeando al gato estrechamente con las manos—. Se dónde se encuentran. Los has escondido en el pasillo que hay entre las casas, ¿verdad? Están detrás de esa puerta —afirmó, señalando con la cabeza la puerta del rincón.

La otra madre continuó inmóvil, aunque un amago de sonrisa se asomó a su rostro.

—De modo que están ahí, ¿eh?

—¿Por qué no abres la puerta? —le preguntó la niña—. Ya verás como están ahí.

Coraline sabía que era su única posibilidad de regresar a casa, pero todo dependía de la necesidad de autocomplacencia de la otra madre; de su ansia no sólo de ganar, sino de demostrar que había ganado.

La mujer deslizó una mano lentamente en el bolsillo del delantal y sacó la llave negra de hierro.

El gato se removió incómodo en los brazos de Coraline, como si hubiese querido bajar al suelo. «Quédate ahí un momento —pensó la niña, preguntándose si el animal podría leer su pensamiento—. Iremos a casa. Te he dicho que iríamos. Lo he prometido». Entonces sintió que el felino se relajaba un poco.

La otra madre fue hasta la puerta, metió la llave en la cerradura y la giró.

Cuando Coraline oyó que el mecanismo hacía «clunc» con dificultad, comenzó a retroceder paso a paso, con el mayor sigilo, hasta la repisa de la chimenea.

La mujer empujó el pomo y abrió la puerta, tras la cual había un pasillo oscuro y vacío.

—Ahí —dijo, señalándolo con las manos. La expresión de alegría de su cara era difícil de soportar—. ¡Te has equivocado! En realidad no sabes dónde están tus padres, ¿verdad? No están ahí. —Se volvió y miró a Coraline—. Y ahora —continuó—, te vas a quedar aquí por siempre jamás.

—No —repuso la niña—. No me voy a quedar.

Y con todas sus fuerzas lanzó al gato sobre la otra madre. El animal aulló y aterrizó en la cabeza de la mujer agitando las garras y rechinando los dientes, feroz y enfadado. Con el pelo de punta casi parecía tan grande como en la vida real.

BOOK: Coraline
4.4Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Cheyenne Moon by Cathy Keeton
Dinosaur Breakout by Judith Silverthorne
Reaper Inc. by Thomas Wright
Smooth Operator by Risqué
Totally Tormented by Lucy Covington
Lead a Horse to Murder by Cynthia Baxter
The Devil I Know by Claire Kilroy
Farm Fatale by Wendy Holden