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Authors: Neil Gaiman

Tags: #Novela Juvenil

Coraline (7 page)

BOOK: Coraline
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—Es inútil —repuso el otro padre—. Sólo existe esto, lo que ella hizo: la casa, los alrededores y los que viven aquí. Lo hizo y se dedicó a esperar.

Entonces pareció sentirse incómodo y se llevó de nuevo el dedo a los labios, como si desease indicar que había hablado demasiado.

Coraline salió del despacho y fue al salón. Se acercó a la vieja puerta, la empujó, la sacudió y le dio golpes, pero no sirvió de nada; estaba cerrada, y la otra madre tenía la llave. Contempló el salón. Le resultaba tan familiar que se sentía rara en él. Todo era exactamente igual a lo que recordaba de su casa: allí estaban los muebles de su abuela con su olor peculiar, el cuadro del cuenco de fruta (un racimo de uvas, dos ciruelas, un melocotón y una manzana) colgado en la pared, la mesita de madera con patas de león y la chimenea vacía que parecía absorber el calor de la habitación. Pero había algo más, algo que no recordaba haber visto antes: una bola de cristal sobre la repisa de la chimenea. Se dirigió a ella y se puso de puntillas para alcanzar la bola. Se trataba de una esfera de nieve que tenía dos figuritas dentro. Coraline la sacudió y la nieve se esparció y voló, una nieve blanca que brillaba al flotar en el agua. Luego volvió a dejar la bola sobre la repisa y decidió seguir buscando a sus verdaderos padres y encontrar una forma de escapar de allí.

Salió de la casa, pasó ante la puerta de luces relampagueantes, tras la cual las otras señoritas Spink y Forcible representaban su espectáculo sin fin, y se metió en el bosque.

En el lugar del que Coraline procedía, cuando se atravesaba la arboleda no se veía nada más que un prado y la vieja cancha de tenis. En aquel sitio, por el contrario, el bosque se extendía más allá y, a medida que uno se adentraba en él, los árboles se volvían más toscos y perdían su apariencia vegetal. De pronto eran como imitaciones, como bocetos de árboles: troncos de color marrón grisáceo que sostenían unas manchas verdosas de algo similar a unas hojas. Coraline se preguntó si a la otra madre no le interesaban los árboles o si no se había ocupado de aquel detalle porque no contaba con que alguien llegase hasta allí.

Siguió caminando.

Y entonces la envolvió la bruma. No era húmeda, como la niebla o la bruma normales. Tampoco era ni fría ni caliente. Coraline sintió como si entrase en la nada. «Soy una exploradora —se dijo— y he de averiguar cómo se sale de aquí. Debo seguir caminando». El mundo que recorría era la pálida nada, como una hoja de papel en blanco o una enorme habitación blanca y vacía. No había temperatura, ni olores, ni texturas, ni sabor. «Esto no es niebla», pensó Coraline, aunque no sabía de qué se trataba. Durante un momento se preguntó si no se habría vuelto ciega. Pero no, pues podía verse a sí misma con total nitidez. Sin embargo, no había suelo bajo sus pies, sino tan sólo una blancura lechosa y difuminada.

—¿Qué crees que estás haciendo? —le preguntó una figura que de repente estaba a su lado.

Los ojos de la niña tardaron unos instantes en fijar la mirada. Al principio, a cierta distancia, pensó que se trataba de una especie de león. Luego, cuando la figura estuvo más cerca, supuso que era un ratón. Finalmente supo con certeza qué era.

—Estoy explorando —le explicó al gato.

Éste tenía el pelo de punta, los ojos dilatados y la cola entre las patas. No parecía muy feliz.

—Pues es un mal lugar —repuso el animal—. Si se le puede llamar lugar, cosa que dudo. ¿Qué haces aquí?

—Quiero explorar.

—Aquí no hay nada que explorar. Ésta es la parte de fuera, la que ella no se ha molestado en crear.

—¿Ella?

—La que dice que es tu otra madre —le aclaró el gato.

—¿Y qué es en realidad?

El animal no contestó, se limitó a seguir caminando sigilosamente junto a la niña a través de la borrosa niebla Frente a ellos surgió de pronto una gran estructura, imponente y oscura.

—¡Te has equivocado! —le reprochó Coraline al gato—. ¡Ahí hay algo!

En medio de la bruma aquello tomó forma: era una casa oscura, que se alzó ante ellos entre la blancura informe que lo envolvía todo.

—Pero ésa es... —titubeó Coraline.

—La casa que acabas de dejar —puntualizó el animal—. La misma.

—Tal vez hayamos dado la vuelta en la niebla —dijo Coraline.

El gato dibujó un signo de interrogación con el extremo de la cola y ladeó la cabeza.

—Puede que tú lo hayas hecho —concedió—, pero yo estoy seguro de que no. Te equivocas totalmente.

—Pero ¿cómo es posible alejarse de algo y regresar al mismo tiempo?

—Resulta fácil. Piensa en alguien que da la vuelta al mundo: parte alejándose de un lugar y al final regresa a él.

—Entonces, éste es un mundo pequeño —apuntó Coraline.

—Para ella es suficiente —afirmó el gato—. Las telarañas simplemente deben tener el tamaño adecuado para atrapar moscas.

Coraline se estremeció.

—Él me ha contado que ella está claveteando todas las puertas y entradas —informó la niña al gato—, para dejarte fuera.

—Que lo intente —repuso el animal sin inmutarse—. Sí, que lo intente. —Se encontraban bajo unos árboles, situados junto a la casa, que parecían mucho más reales—. Hay formas de entrar y salir de lugares como éste de las que ella no sabe nada.

—Entonces, ¿este sitio lo hizo ella? —le preguntó Coraline.

—Lo hizo o lo encontró..., ¿qué más da? Sea como sea, lleva aquí mucho tiempo.

Espera... —El gato se agitó, dio un salto y, antes de que Coraline pestañease, apresó con las garras a una gran rata negra—. En circunstancias normales no me gustan las ratas —explicó el animal en tono familiar, como si no hubiese ocurrido nada—, pero en este lugar las ratas son sus espías. Ella las utiliza como si fuesen sus ojos y sus manos...

Y después de pronunciar esas palabras, el gato soltó a la rata. Ésta corrió unos metros hasta que el felino, de un salto, la atrapó y la golpeó fuertemente con una garra afilada mientras la mantenía inmóvil con la otra.

—Me encanta este momento —dijo el gato, feliz—. ¿Quieres que lo repita?

—No. ¿Por qué haces eso? La estás torturando.

—Pues... —dijo el gato, y soltó de nuevo a la rata.

El roedor, aturdido, avanzó unos pasos a trompicones y luego echó a correr.

Entonces el gato le propinó un zarpazo y se lo llevó a la boca.

—¡Basta! —le ordenó Coraline.

El gato dejó caer la rata entre sus garras.

—Hay quien piensa —susurró en un tono zalamero y suave como la seda—, que la costumbre que tienen los gatos de jugar con su presa es misericordiosa... Al fin y al cabo, permite que el bocadito corretee y, de vez en cuando, escape. ¿Cuántas veces has dejado escapar tu comida?

A continuación, sujetó a la rata con la boca y se la llevó al bosque.

Coraline entró en la casa.

Todo estaba tranquilo, callado y desierto. Hasta los pasos sonaban tenues sobre el suelo alfombrado. Miles de motas de polvo flotaban en un rayo de sol.

El espejo se encontraba al fondo del vestíbulo. Coraline se vio a sí misma caminando hacia él, y su aspecto parecía más decidido de lo que realmente sentía en su interior. En el espejo no había nada más: sólo ella en el pasillo. Alzó la vista cuando una mano se posó sobre su hombro. La otra madre la miraba fijamente con sus grandes ojos de botones negros.

—Coraline, cariño —dijo—, he pensado que podíamos dedicar la mañana a jugar, ya que has vuelto de tu paseo. ¿Qué prefieres, la rayuela, el juego de las familias o el Monopoly?

—No estabas en el espejo —observó Coraline.

La otra madre sonrió.

—No se puede uno fiar de los espejos —replicó—. Bueno, ¿a qué jugamos?

La niña sacudió la cabeza.

—No quiero jugar contigo —respondió—. Lo que quiero es ir a mi casa y estar con mis verdaderos padres. Quiero que los dejes marchar. Déjanos marchar.

La otra madre negó con la cabeza muy lentamente.

—La ingratitud de una hija es más punzante que el diente de un reptil —afirmó—. Pero el amor puede doblegar al espíritu más altivo. —Y sus largos dedos blancos se agitaron y acariciaron el aire.

—No tengo intención de quererte —repuso Coraline—. Hagas lo que hagas, no puedes obligarme a quererte.

—Vamos a hablar —dijo la otra madre, dándose la vuelta y entrando en el salón seguida por Coraline.

La otra madre se sentó en el sofá grande. Cogió una bolsa de la compra que estaba junto a él, sacó un paquete de papel blanco y crujiente, y se lo tendió a Coraline.

—¿Te apetece uno? —le preguntó amablemente.

Coraline miró para ver si se trataba de un caramelo o de una bolita de mantequilla azucarada. Pero el paquete estaba medio lleno de grandes escarabajos negros y brillantes que trepaban unos sobre otros intentando salir de la bolsa.

—No —respondió Coraline—. No me apetece.

—Como quieras —dijo la otra madre.

Escogió con cuidado uno especialmente grande, le arrancó las patas (que depositó en un gran cenicero de cristal que había sobre la mesita cercana al sofá) y se metió el escarabajo en la boca. A continuación, lo masticó muy feliz.

—¡Hum! —exclamó saboreándolo, y tomó otro.

—Estás enferma —afirmó Coraline—. Estás enferma y eres mala y rara.

—¿Crees que ésa es manera de hablarle a tu madre? —le preguntó la otra madre con la boca llena de escarabajos.

—Tú no eres mi madre —repuso la niña.

La otra madre pasó por alto el comentario.

—Me parece que estás un poco alterada, Coraline. Esta tarde tal vez deberíamos bordar algo o pintar acuarelas. Después cenaremos y, si te portas bien, puedes jugar con las ratas antes de acostarte. Te leeré un cuento, te arroparé y te daré un beso de buenas noches.

Sus largos dedos blancos revolotearon con gracia, como una mariposa cansada, y Coraline se estremeció.

—No —dijo la niña.

La otra madre se acomodó en el sofá. Su boca, con los labios fruncidos, formaba una línea. Comía un escarabajo detrás de otro, como si fuesen pasas cubiertas de chocolate. Sus grandes ojos de botones negros permanecían clavados en los ojos de color avellana de Coraline. El cabello, negro y brillante, serpenteaba y se le enroscaba en torno al cuello y los hombros, como si soplase un viento que Coraline no podía notar.

Se miraron durante casi un minuto. Luego, la otra madre exclamó:

—¡Qué mala educación!

Dobló el paquete de papel blanco con cuidado para que los escarabajos no escapasen, y lo metió en la bolsa de la compra. Después se irguió más y más —a Coraline le parecía más alta que antes—. Rebuscó en el bolsillo de su delantal y sacó la llave negra, la miró con el entrecejo fruncido y la tiró a la bolsa; a continuación, sacó una llavecita plateada y la mostró con aire triunfante.

—Ya está —dijo—. Esto es para ti, Coraline. Es por tu propio bien y porque te quiero, para enseñarte buenos modales. Al fin y al cabo, la conducta forma a la persona.

Arrastró a Coraline hasta el vestíbulo y ambas se dirigieron al espejo que estaba al fondo. Luego la mujer introdujo la llavecita en el espejo y la giró.

Se abrió entonces una puerta, tras la cual había un espacio oscuro.

—Saldrás cuando hayas aprendido a comportarte —anunció la otra madre— y cuando estés dispuesta a ser una hija cariñosa.

Agarró a Coraline y la empujó hacia el espacio borroso que había detrás del espejo. De su labio inferior colgaba un trozo de escarabajo, y sus ojos de botones carecían totalmente de expresión.

Después cerró la puerta del espejo de golpe y dejó a Coraline en la oscuridad.

7

C
oraline sintió que las lágrimas brotaban en su interior, pero las contuvo antes de que se convirtiesen en llanto: respiró profundamente y la sensación de congoja desapareció. Extendió las manos para palpar el espacio en el que estaba prisionera. Era como un armario escobero: la altura permitía sentarse o estar de pie, pero no tenía anchura suficiente para tumbarse. Una de las paredes era de cristal, y al tocarla percibió su frialdad. Recorrió el minúsculo recinto por segunda vez, palpando las superficies que se hallaban a su alcance con el afán de encontrar el pomo de una puerta, un interruptor o cerraduras ocultas, algún medio para salir de allí, pero no había ninguno. Sofocó un grito cuando notó que una araña correteaba por el dorso de su mano. Sin contar a la araña, se encontraba completamente sola en el armario, oscuro como la boca de un lobo. Pero entonces tocó lo que le pareció la cara y los labios de alguien, algo pequeño y frío; y una voz le susurró al oído:

—¡Silencio! ¡Chis! ¡No diga nada, la vieja bruja puede estar escuchando!

Coraline no dijo nada.

Sintió el contacto de una mano fría sobre el rostro: los dedos la palparon con toques suaves, como si fuesen las alas de una mariposa nocturna.

Otra voz, titubeante y tan débil que Coraline se preguntó si no sería producto de su imaginación, dijo:

—¿Está... está viva de verdad?

—Sí —susurró Coraline.

—¡Pobrecilla! —exclamó la primera voz.

—¿Quiénes sois? —murmuró Coraline.

—¡Nombres, nombres, nombres! —dijo otra voz muy remota y perdida—. Los nombres son lo primero que desaparece cuando se extingue el aliento y el corazón deja de latir. Los recuerdos permanecen en nosotros más que los nombres. Mi memoria aún conserva imágenes de una mañana de mayo en la que mi institutriz llevaba mi aro de jugar y el sol se reflejaba en su espalda mientras la brisa mecía los tulipanes. Pero he olvidado el nombre de mi institutriz y los de los tulipanes.

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