Corazón de Tinta (30 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Corazón de Tinta
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—Que huelo las buenas historias a muchas millas de distancia, así que no intente usted ocultarme una. Suéltela de una vez. Además, recibirá un trozo de este fabuloso pastel horadado.

Paula se subió al regazo de Fenoglio a base de tesón. Deslizó la cabeza debajo de su barbilla y observó a Mo con la misma expectación que el viejo.

Pero Mo sacudió la cabeza.

—No, creo que es mejor olvidarlo. De todos modos, no creería una palabra.

—¡Oh, yo creo las cosas más disparatadas! —le contradijo Fenoglio mientras cortaba un pedazo de pastel—. Creo cualquier historia con tal de que me la cuenten bien.

La puerta del armario se entreabrió y Meggie vio asomar la cabeza de un niño.

—¿Qué pasa con mi castigo? —preguntó.

Debía de tratarse de Pippo, a juzgar por sus dedos manchados de chocolate.

—Más tarde —le espetó Fenoglio—. Ahora tengo otras cosas que hacer.

Pippo se deslizó fuera del armario, decepcionado.

—Has dicho que me harías nudos en la nariz.

—Dobles nudos, nudos de marinero, nudos de mariposa, lo que quieras, pero antes tengo que oír esta historia. Así que dedícate a hacer el tonto un rato más.

Pippo, enfurruñado, adelantó el labio inferior y desapareció en el pasillo. El niño pequeño salió deprisa tras él.

Mo permanecía callado mientras empujaba las migas de pastel del mellado tablero de la mesa y con el índice dibujaba formas invisibles en la madera.

—En ella aparece alguien de quien he prometido no decir palabra —dijo al fin.

—Una mala promesa no se torna buena por el hecho de cumplirla
—sentenció Fenoglio—. Al menos eso afirma uno de mis libros favoritos.

—No sé si fue una mala promesa. —Mo suspiró y miró al techo, como si pudiera encontrar allí la respuesta—. De acuerdo —decidió—. Se lo contaré. Pero si se entera Dedo Polvoriento, me matará.

—¿Dedo Polvoriento? Una vez llamé así a uno de mis personajes. ¡Claro! A uno de los saltimbanquis de
Corazón de tinta.
En el penúltimo capítulo lo hice morir y mientras lo escribía lloré, tan conmovedor me resultaba.

Meggie estuvo a punto de atragantarse con el trozo de pastel que acababa de engullir, pero Fenoglio prosiguió impasible.

—No he dado muerte a muchos de mis personajes, pero a veces sucede, eso es todo. Las escenas de muerte no son fáciles de escribir, te quedan cursis con harta frecuencia, pero la de Dedo Polvoriento me salió perfecta.

Meggie miró consternada a su padre.

—¿Que muere? Pero… ¿tú lo sabías?

—Claro, Meggie, he leído la historia de cabo a rabo.

—¿Y por qué no se lo dijiste?

—Él se negaba a oírlo.

Fenoglio seguía el cruce de palabras con cara de no entender ni gota… y con enorme curiosidad.

—¿Y quién lo mata? —preguntó Meggie—. ¿Basta?

—¡Ah, Basta! —Fenoglio chasqueó la lengua y cada una de sus arrugas rebosó vanidad—. Uno de los mejores canallas que he inventado jamás. Un perro rabioso, pero ni la mitad de malo que otro de mis héroes siniestros: Capricornio. Basta se dejaría arrancar el corazón por él, pero a Capricornio las pasiones le son ajenas. El no siente nada, nada en absoluto, ni siquiera su propia crueldad le divierte. Sí, en
Corazón de tinta
se me ocurrieron unos personajes tenebrosos, y luego, además, la Sombra, el perro de Capricornio como yo lo llamaba siempre. Pero, por supuesto, ésta es una descripción demasiado banal y no hace justicia a ese monstruo.

—¿La Sombra? —la voz de Meggie era apenas un susurro—. ¿Mata ella a Dedo Polvoriento?

—No, no. Perdona, había olvidado por completo tu pregunta. Y es que una vez que empiezo a hablar de mis personajes, no hay quien me pare. No, el asesino de Dedo Polvoriento es uno de los secuaces de Capricornio. De veras, la escena me salió bien. Dedo Polvoriento tenía una marta domesticada, y uno de los hombres de Capricornio quiere matarla porque le complace mucho dar muerte a pobres animalitos. Total, que Dedo Polvoriento intenta salvar a su peluda amiga… y muere por ella.

Meggie calló. «Pobre Dedo Polvoriento —pensaba—. Pobre, pobre Dedo Polvoriento.» No se le iba ese pensamiento de la mente.

—¿Y de qué hombre de Capricornio se trata? —quiso saber—. ¿Nariz Chata? ¿O Cockerell?

Fenoglio la miró, admirado.

—¡Qué barbaridad! ¿Te acuerdas de todos los nombres? Yo suelo olvidarlos poco después de haberlos creado.

—No es ninguno de esos dos, Meggie —contestó su padre—. En el libro ni siquiera se menciona el nombre del asesino. Es toda una turba de hombres de Capricornio la que persigue a
Gwin,
y uno de ellos asesta una cuchillada a Dedo Polvoriento. Uno que seguramente todavía está esperándolo.

—¿Esperando? —Fenoglio miró desconcertado a Mo.

—¡Eso es horrendo! —susurró Meggie—. Me alegro de no haber seguido leyendo.

—¿Y eso qué significa, eh? ¿Estás hablando por casualidad de mi libro? —La voz de Fenoglio sonaba ofendida.

—Sí —contestó Meggie—. Por supuesto —miró a su padre interrogante—. ¿Y Capricornio? ¿Quién mata a Capricornio?

—Nadie.

—¿Nadie?

Meggie dirigió a Fenoglio tal mirada de recriminación que éste, abochornado, se frotó la nariz. Una nariz de considerables proporciones.

—¿Por qué me miras así? —inquirió—. Le permito que se salve. Es uno de mis mejores rufianes. ¿Por qué habría tenido que matarlo? En la vida real sucede lo mismo: los grandes asesinos se salvan y viven felices hasta el fin de sus días, mientras que los buenos, y en ocasiones los mejores, mueren. Así es la vida. ¿Por qué tiene que ser diferente en los libros?

—¿Y Basta? ¿También sobrevive?

Meggie recordó lo que Farid había dicho en la choza: «¿Por qué no los matáis? ¡Eso es lo que ellos pretendían hacer con nosotros!».

—En efecto, también queda con vida —respondió Fenoglio—. Por aquel entonces sopesé seriamente la posibilidad de escribir una continuación de
Corazón de tinta,
y no quería renunciar a ninguno de los dos. ¡Me sentía orgulloso de ellos! Bueno, la Sombra tampoco me quedó mal, justo es reconocerlo, pero yo siempre les tengo el máximo apego a mis personajes humanos. ¿Sabes?, si me preguntaras de cuál de los dos me sentía más orgulloso, de Basta o de Capricornio… no sabría decírtelo.

Mo atisbo de nuevo por la ventana. Luego miró a Fenoglio.

—¿Le gustaría encontrarse con ambos? —preguntó.

—¿Con quién? —Fenoglio lo observaba sorprendido.

—Con Capricornio y con Basta.

—¡Demonios, no! —Fenoglio rió tan alto que Paula, asustada, le tapó la boca.

—Bueno, pues nosotros sí nos hemos topado con ellos —dijo Mo con tono cansino—. Meggie y yo… y Dedo Polvoriento.

UN FALSO FINAL

Un cuento, una historia, una novela son cosas que se parecen a seres vivientes, y acaso lo sean. Tienen su cabeza, sus piernas, su circulación de la sangre y su traje como verdaderas personas.

Erich Kästner
,
Emilio y los detectives

Después de que Mo hubiera finalizado su historia, Fenoglio guardó un prolongado silencio. Paula había emprendido hacía rato la búsqueda de Pippo y Rico. Meggie los oyó corretear por el suelo de madera del piso de arriba, de acá para allá, saltando, resbalando, riéndose y gritando. Sin embargo, en la cocina de Fenoglio reinaba tal silencio que se escuchaba el tictac del reloj colgado de la pared, junto a la ventana.

—Tiene esas cicatrices en la cara, ya sabe, ¿no…? —miró interrogante a Mo.

Éste asintió.

Fenoglio se limpió con la mano unas migas del pantalón.

—Se las hizo Basta —explicó—. Porque a los dos les gustaba la misma chica.

Mo asintió.

—Sí, lo sé.

Fenoglio miró por la ventana.

—Las hadas curaron los cortes —informó—. Por eso quedaron sólo unas sutiles arrugas, apenas tres rayas pálidas en la piel, ¿no es así? —el viejo se volvió hacia Mo en demanda de respuesta.

Éste asintió. Fenoglio volvió a dirigir la vista hacia el exterior. Por la ventana abierta de la casa de enfrente se oía discutir a una mujer con un niño.

—En realidad ahora debería sentirme orgulloso, muy orgulloso —murmuró Fenoglio—. Todo escritor desea que sus personajes estén llenos de vida, y los míos han salido directamente de su libro.

—Mi padre los sacó leyendo en voz alta —explicó Meggie—. Y puede hacer lo mismo con otras obras.

—Ah, ya —Fenoglio asintió—. Me alegra que me lo recuerdes. Si no, puede que me considerara un diosecillo, ¿no es cierto? Siento mucho lo de tu madre. Aunque, bien mirado, en realidad tampoco es culpa mía.

—Es peor para mi padre —afirmó la niña—. Yo no me acuerdo de ella.

Mo la miró sorprendido.

—Es natural. Tú eras más joven que mis nietos —dijo Fenoglio meditabundo acercándose a la ventana—. La verdad es que me gustaría verle —reconoció—. A Dedo Polvoriento, quiero decir. Claro que ahora me da pena haber endosado al pobre hombre un final tan desgraciado. Pero en cierto modo le pegaba. Como dice Shakespeare y dice bien:
Cada uno interpreta su papel, y el mío es triste.
— Observó la calle; en el piso de arriba se rompió algo, pero a Fenoglio no pareció importarle demasiado.

—¿Son sus hijos? —preguntó Meggie señalando hacia el techo.

—Dios me libre, no. Mis nietos. Una de mis hijas vive también en el pueblo. Vienen continuamente a verme y les cuento historias. Se las cuento a medio pueblo, pero ya no me apetece escribirlas. ¿Dónde está ahora? —preguntó Fenoglio a Mo.

—¿Dedo Polvoriento? No puedo decírselo. El se niega a verle.

—Cuando mi padre le habló de usted se llevó un susto de muerte —explicó Meggie.

«Sin embargo, Dedo Polvoriento tiene que enterarse de lo que le sucederá —pensó ella—, tiene que enterarse. Entonces comprenderá por qué no puede volver. A pesar de todo seguirá sintiendo nostalgia. Para siempre…»

—¡Necesito verlo! Aunque sólo sea una vez. ¿Es que no lo entiende? —Fenoglio miró suplicante a Mo—. Podría seguirlos a escondidas. ¿Cómo va a reconocerme él? Sólo quiero asegurarme de que es tal como me lo imaginé.

Mo sacudió la cabeza.

—Creo que es mejor que lo deje en paz.

—¡Bobadas! Puedo mirarlo cuando se me antoje. Al fin y al cabo es una de mis criaturas.

—Pero lo mató —añadió Meggie.

—Bueno, sí. —Fenoglio levantó las manos con aire desvalido—. Quería aumentar la emoción. ¿No te gustan las historias emocionantes?

—Sólo si terminan bien.

—¡Terminan bien! —Fenoglio soltó un resoplido de desdén… y aguzó los oídos.

En el piso superior algo o alguien había caído bruscamente sobre el entarimado; un llanto ruidoso siguió al batacazo. Fenoglio se encaminó a toda velocidad hacia la puerta.

—Esperen aquí. Vuelvo enseguida —gritó mientras desaparecía en el pasillo.

—Mo —cuchicheó Meggie—. ¡Tienes que contárselo a Dedo Polvoriento! ¡Tienes que insistirle en que no puede regresar!

Su padre negó con la cabeza.

—Se niega a escucharme, créeme. Lo he intentado más de una docena de veces. A lo mejor no es mala idea reunirlo con Fenoglio. Seguramente dará más crédito a su creador que a mí. —Suspirando, limpió unas migajas de pastel de la mesa—. Había un dibujo en
Corazón de tinta
—murmuró mientras pasaba la palma de la mano por el tablero de la mesa, como si con ese gesto pudiera reproducir la ilustración por arte de magia—. En él se veía a un grupo de mujeres suntuosamente ataviadas bajo el arco de un portón. Daba la impresión de que se dirigían a una fiesta. Una de ellas tenía el pelo tan claro como tu madre. En el dibujo no se distingue su rostro, pues da la espalda al observador, pero yo siempre me he imaginado que era tu madre. ¿Qué locura, verdad?

Meggie colocó la mano sobre la suya.

—Mo, prométeme que no regresarás a ese pueblo —le rogó—. Por favor, prométeme que no intentarás recuperar el libro.

El segundero del reloj de cocina de Fenoglio fue cortando el tiempo en rebanadas dolorosamente finas hasta que Mo contestó por fin.

—Te lo prometo —anunció.

—¡Mírame mientras lo dices!

Él obedeció.

—Te lo prometo —repitió—. Sólo queda un asunto que deseo discutir con Fenoglio. A continuación regresaremos a casa y nos olvidaremos del libro. ¿Satisfecha?

Meggie asintió, aunque se preguntaba qué les quedaba por discutir.

Fenoglio regresó con un Pippo lloroso a la espalda. Los otros dos niños seguían a su abuelo, compungidos.

—Agujeros en el pastel y ahora encima uno en la frente, creo que debería mandaros a todos a casa —refunfuñaba Fenoglio mientras sentaba a Pippo en una silla.

Acto seguido rebuscó en el gran armario hasta encontrar una tirita y se la pegó a su nieto en la frente herida sin demasiados miramientos.

Mo apartó su silla y se levantó.

—Lo he pensado mejor —anunció—. Le traeré a Dedo Polvoriento.

Fenoglio giró la cabeza, sorprendido.

—A lo mejor puede usted explicarle de una vez por todas por qué no debe regresar a su mundo —prosiguió Mo—. Si no, cualquiera sabe lo que hará a continuación. Temo que resulte peligroso… Además, se me ha ocurrido una idea. Es disparatada, pero me gustaría discutirla con usted.

—¿Más disparatada que lo que ya he escuchado? Eso es casi imposible, ¿no cree? —Los nietos de Fenoglio habían vuelto a desaparecer dentro del armario y cerraron las puertas riéndose en voz baja—. La oiré —dijo Fenoglio—. ¡Pero antes quiero ver a Dedo Polvoriento!

Mo miró a su hija. Él no solía quebrantar una promesa, y era evidente que en esta ocasión no le resultaba precisamente grato. Meggie lo entendía de sobra.

—Está esperando en la plaza —dijo Mo con voz vacilante—. Pero déjeme hablar antes con él.

—¿En la plaza? —los ojos de Fenoglio se agrandaron—. ¡Eso es maravilloso! —En un santiamén se plantó ante el pequeño espejo que colgaba junto a la puerta de la cocina, y se pasó los dedos por sus oscuros cabellos, temeroso quizá de que a Dedo Polvoriento le decepcionara el aspecto de su creador—. Fingiré que no lo veo hasta que usted me llame —anunció—. Sí, así lo haremos.

En el armario se formó un tremendo barullo y Pippo salió trastabillando, vestido con una chaqueta que le llegaba a los tobillos. En la cabeza portaba un sombrero tan grande que casi ocultaba sus cejas.

—¡Claro! —Fenoglio arrebató a Pippo el sombrero y se lo puso él—. Eso es. Me llevaré a los niños. Un abuelo con tres nietos no es una visión inquietante, ¿me equivoco?

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