Corazón de Tinta (57 page)

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Authors: Cornelia Funke

Tags: #Fantásia, #Aventuras

BOOK: Corazón de Tinta
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—¿Qué significa esto? ¿Qué hacéis mirando esa miserable humareda? —ya no se podía pasar por alto la furia que denotaba la voz de Capricornio—. Un poco de humo, unas simples llamas. Bueno, ¿y qué? ¿Vais a permitir que eso os amargue la fiesta? El fuego es nuestro mejor aliado, ¿ya lo habéis olvidado?

Meggie vio cómo los rostros se volvían de nuevo hacia ella vacilantes. Y entonces escuchó un nombre. Dedo Polvoriento. Lo había gritado una voz de mujer.

—¿A qué viene eso? —La voz de Capricornio se volvió tan cortante, que a Darius casi se le cayó de las manos el cofre con las serpientes—. Dedo Polvoriento ya no existe. Yace en las colinas, con la boca llena de tierra y su marta sobre el pecho. No quiero volver a oír su nombre. Está olvidado, como si no hubiera existido jamás…

—Eso es mentira —La voz de Meggie resonó con tal fuerza sobre la plaza que ella misma se asustó—. ¡Está aquí! —dijo levantando el libro—. No me importa lo que hagáis con él. Cualquiera que lea la historia, lo comprobará, incluso puede oírse su voz y su risa mientras escupe fuego.

En el campo de fútbol reinaba un silencio sepulcral. Sólo unos pies escarbaban inquietos sobre el rescoldo rojizo… y de repente Meggie oyó un ruido a su espalda. Detrás de ella sonaba un tictac, como el de un reloj, y sin embargo parecía diferente, como si lo imitase una lengua humana: tictac—tictac—tictac. El sonido procedía de los coches aparcados detrás de la valla metálica que la deslumbraban con la luz de sus faros. Meggie se volvió sin poder evitarlo, a pesar de la Urraca y de todas las miradas de desconfianza que se posaban en ella. Le habría gustado abofetearse por su estupidez. ¿Qué ocurriría si los demás también habían visto la figura, aquella figura delgada que se incorporó entre los coches y volvió a agacharse enseguida? Sin embargo nadie pareció fijarse en ella, ni tampoco en el tictac.

—¡Ha sido un bonito discurso! —dijo Capricornio lentamente—. Pero no estás aquí para pronunciar sermones fúnebres por los traidores muertos. Tienes que leer. ¡Y no volveré a repetirlo!

Meggie no pudo evitar echarle un vistazo. Ante todo, no mirar hacia los coches. ¿Y si había sido Farid? ¿Y si el tictac no había sido una figuración suya…?

La Urraca la miraba con desconfianza. A lo mejor también ella había oído aquel quedo tictac inofensivo, apenas una lengua entrechocando con los dientes. ¿Qué importancia podía tener? Salvo para los conocedores de la historia del capitán Hook y su miedo al cocodrilo con el tictac en la barriga. La Urraca seguro que la desconocía. Mo, sin embargo, sabía que Meggie comprendería su señal. La había despertado muchas veces con ese tictac muy cerca de su oído, tan cerca que le hacía cosquillas. «¡A desayunar, Meggie! —le susurraba entonces—. ¡Ha llegado el cocodrilo!»

Sí, Mo sabía que ella reconocería el tictac, el tictac con el que Peter Pan se había introducido a escondidas en el barco de Hook para salvar a Wendy. No habría podido ofrecerle una señal mejor.

«¡Wendy!», pensó Meggie. ¿Cómo continuaba la historia? Por un momento casi olvidó dónde se encontraba, pero la Urraca se lo recordó golpeándole la cabeza con la palma de la mano.

—¡Empieza de una vez, pequeña bruja! —dijo con voz siseante.

Y Meggie obedeció.

Apartó a toda prisa el marcapáginas. Tenía que apresurarse, tenía que leer antes de que Mo cometiera cualquier tontería. Porque él ignoraba lo que Fenoglio y ella se proponían.

—¡Voy a empezar y no quiero que nadie me interrumpa! —gritó—. ¡Nadie! ¿Entendido?

«Por favor —pensaba—, por favor, no hagas nada…»

Algunos de los hombres se echaron a reír, pero Capricornio se reclinó en su asiento y cruzó los brazos, expectante.

—Recordad lo que acaba de decir la pequeña —exclamó—. Aquel que la moleste será entregado a la Sombra como regalo de bienvenida.

Meggie introdujo dos dedos debajo de su manga. Allí estaban las frases escritas por Fenoglio. Miró a la Urraca.

—¡
Ella
me molesta! —dijo en voz alta—. No puedo leer si la tengo a mis espaldas.

Capricornio, impaciente, hizo una señal a la Urraca. Mortola torció el gesto, como si le hubiera ordenado comer jabón, pero retrocedió dos o tres pasos con cierta vacilación, juzgando que era suficiente.

Meggie alzó la mano y se apartó el pelo de la frente.

La señal para Fenoglio.

Éste comenzó en el acto su representación.

—¡No, no, no! ¡Ella no leerá! —gritó dando un paso hacia Capricornio antes de que Cockerell lograra impedírselo—. ¡No puedo permitirlo! ¡Esa historia es invención mía y no la he escrito para que alguien la profane provocando la muerte y la destrucción!

Cockerell intentó taparle la boca con la mano, pero Fenoglio le mordió los dedos y lo esquivó con una agilidad de la que Meggie nunca lo hubiera creído capaz.

—¡Yo te he inventado! —bramaba, mientras Cockerell lo perseguía alrededor del sillón de Capricornio—. Y lo lamento, bestia infame con olor a azufre.

Acto seguido echó a correr hacia la plaza. Cockerell le dio alcance delante de la jaula de los prisioneros. Al escuchar las burlas que se desataron en los bancos, retorció a Fenoglio el brazo a la espalda con tanta fuerza que el anciano profirió un gemido de dolor. Sin embargo, cuando Cockerell lo arrastró hasta Capricornio, Fenoglio parecía satisfecho, muy satisfecho, pues sabía que con su gesto había concedido a Meggie el tiempo necesario. Lo habían ensayado muchas veces. Los dedos de la niña temblaban al sacar la hoja de su manga, pero nadie se apercibió de que la deslizaba entre las páginas del libro. Ni siquiera la Urraca.

—¡Pero qué fanfarrón es este viejo! —exclamó Capricornio—. ¿Tengo pinta de haber sido inventado por alguien así?

Se elevaron nuevas risotadas. El humo que flotaba sobre el pueblo parecía olvidado. Cockerell puso la mano en la boca de Fenoglio.

—¡Te lo repetiré una vez más, y espero que sea la última! —gritó Capricornio a Meggie—. ¡Empieza! Los prisioneros ya han esperado bastante al verdugo.

Volvió a reinar el silencio. El miedo se palpaba en el ambiente. Meggie se inclinó sobre el libro que tenía en el regazo.

Las letras parecían bailotear sobre las páginas.

«¡Sal! —pensaba Meggie—. Sal y sálvanos. Sálvanos a todos: a mi madre, a Elinor, a Mo, a Farid… Salva a Dedo Polvoriento si aún sigue por ahí, y por mí, incluso a Basta…»

Su lengua le parecía un animalito refugiado en su boca golpeando la cabeza contra los dientes.

—Capricornio tenía muchos secuaces
—comenzó—.
Y cada uno de ellos era temido en los pueblos circundantes. Olían a humo frío, a azufre y a todo aquello que complace al fuego. Cuando uno de ellos aparecía en los campos o en las calles, las gentes cerraban las puertas y ocultaban a sus hijos. Los llamaban dedos de fuego, perros sanguinarios. Los secuaces de Capricornio tenían muchos nombres. Se los temía de día, y de noche se introducían a hurtadillas en los sueños, envenenándolos. Pero había uno al que la gente temía todavía más que a los hombres de Capricornio
—a Meggie le parecía como si su voz subiera de tono a cada palabra. Pareció crecer hasta invadirlo todo—.
Lo llamaban la Sombra.

Le quedaban unas líneas para terminar la página y pasar a la hoja que contenía las frases escritas por Fenoglio. «¡Fíjate en esto, Meggie! — le había susurrado cuando le enseñó la hoja—. ¿No soy un artista? ¿Hay algo más hermoso en el mundo que las letras? Símbolos mágicos, voces de muertos, sillares de mundos maravillosos mejores que éstos, que dispensan consuelo, disipan la soledad, guardan los secretos, proclaman la verdad…»

«Saborea cada palabra, Meggie —susurraba en su interior la voz de su padre—, deja que se deshagan en tu lengua. ¿No saboreas los colores? ¿No saboreas el viento y la noche? ¿El miedo, la alegría y el amor? Saboréalas, Meggie, y todo despertará a la vida…»

—Lo llamaban la Sombra. Sólo aparecía cuando Capricornio lo convocaba
—leyó. Cómo siseaba la s entre sus labios, con qué oscuridad se formaba en su boca la o—.
A veces era rojo como el fuego, otras grisáceo como la ceniza en que se convierte todo lo que devora. Salía flameando de la tierra como la llama de la madera. Sus dedos traían la muerte, incluso su aliento. Se alzaba ante los pies de su señor, mudo y sin rostro como un perro que ventea su presa, esperando a que su señor le señalase la víctima. Se decía que Capricornio había encargado a un duende o a los enanos, que son expertos en todo lo que procede del fuego y del humo, que creasen a la Sombra con la ceniza de sus víctimas. Nadie se sentía a salvo, pues se decía que Capricornio había ordenado matar a los que habían creado a la Sombra. Pero todos sabían una cosa: que era un ser inmortal, invulnerable y tan despiadado como su señor.

La voz de Meggie se desvaneció, como si el viento se la hubiera tragado.

Algo se elevó de la gravilla que cubría la plaza y creció hacia lo alto, estirando sus miembros de color ceniza. La noche hedía a azufre. El olor hizo que a Meggie le escocieran tanto los ojos que las letras se difuminaron, pero tenía que proseguir la lectura mientras aquel ser inquietante crecía cada vez más, como si quisiera tocar el cielo con sus dedos sulfurosos.

—Pero una noche, era una noche templada y estrellada, la Sombra no escuchó la voz de Capricornio cuando apareció, sino la de una niña, y cuando ésta pronunció su nombre, se acordó de todos aquellos de cuya ceniza había sido creada, de tanto dolor y de tanta tristeza…

La Urraca agarró a Meggie por el hombro.

—¿Qué es eso? ¿Qué estás leyendo?

Meggie, sin embargo, se levantó de un salto y se apartó de ella antes de que pudiera arrebatarle la hoja.

—Se acordó
—prosiguió en voz alta—,
y decidió tomar cumplida venganza de aquellos que eran la causa de tanta desdicha, de quienes envenenaban el mundo con su crueldad.

—¡Que pare de leer!

¿Era la voz de Capricornio? Meggie casi tropezó al borde del estrado al intentar esquivar a la Urraca. Darius la miraba estupefacto con el cofre en la mano. Y de pronto, con sumo cuidado, como si tuviera todo el tiempo del mundo, depositó el cofre en el suelo y, por la espalda, rodeó con sus delgados brazos el pecho de la Urraca. Ella pataleó y despotricó, pero no la soltó. Meggie continuó leyendo, la mirada dirigida hacia la Sombra que la contemplaba desde lo alto. En verdad no tenía rostro, pero sí ojos, unos ojos horribles, rojizos como el resplandor que fosforecía enfrente, entre las casas, semejantes a las brasas de un fuego oculto.

—¡Quitadle el libro! —vociferaba Capricornio de pie delante de su sillón, inclinado como si temiera que sus piernas se negasen a sostenerle si se atrevía a dar un paso en dirección a la Sombra—. ¡Quitádselo!

Pero ninguno de sus hombres se movió, ni uno solo de los jóvenes o de las mujeres acudió en su ayuda. Todos ellos se limitaban a mirar a la Sombra, que permanecía inmóvil escuchando con atención la voz de Meggie como si le estuviera contando una historia sepultada hasta entonces en el olvido.

—Sí, quería vengarse
—prosiguió Meggie. Ojalá no le temblara tanto la voz, pero matar no era fácil, aunque lo hiciese otro en su lugar—.
De modo que la Sombra se acercó a su señor, alargando sus manos cenicientas hacia él…

¡Con qué sigilo se movía aquella figura colosal y pavorosa!

Meggie contempló la próxima frase de Fenoglio:
Y Capricornio cayó de bruces, y su negro corazón se detuvo…

No era capaz de pronunciar esas palabras.

Todo había sido en vano.

Entonces, de repente, alguien apareció a sus espaldas, alguien que había subido al estrado sin que ella se diese cuenta. El chico que le acompañaba empuñaba una escopeta con la que apuntaba amenazador hacia los bancos… Pero nadie se movió. Nadie intentaba salvar a Capricornio. Mo arrebató a Meggie el libro de la mano, sus ojos recorrieron las líneas que Fenoglio había añadido, y con voz firme terminó de leer lo que el anciano había escrito.

—Y Capricornio cayó de bruces, y su negro corazón se detuvo, y todos los incendiarios y asesinos desaparecieron con él… cual ceniza arrastrada por el viento.

UN PUEBLO ABANDONADO

«En los libros —escribió—, hallo a los muertos como si estuvieran vivos; en los libros preveo las cosas que sucederán; en los libros se ponen en marcha asuntos de guerra; de los libros surgen las leyes de la paz. Todas las cosas se corrompen y decaen con el tiempo; Saturno no deja de devorar a los hijos que engendra: toda la gloria del mundo quedaría enterrada en el olvido si Dios no hubiera proporcionado a los mortales el remedio de los libros.»

Richard de Bury
, citado por
Alberto Manguel

Así murió Capricornio, justo como lo había descrito Fenoglio, y Cockerell desapareció en el mismo momento en que su señor se desplomaba al suelo, y con él más de la mitad de los hombres sentados en los bancos. El resto huyó de allí a la carrera, tanto los muchachos como las mujeres. Los hombres que Capricornio había enviado a apagar el fuego y los que tenían que haber buscado a los incendiarios se acercaban con los rostros manchados de hollín y presos del pánico, no por las llamas que devoraban la casa de Capricornio… pues habían conseguido apagarlas. No. Nariz Chata se había disuelto en la nada ante sus ojos, y con él habían desaparecido unos cuantos más tragados por la oscuridad, como si jamás hubieran existido, y quizá fuese así. Su creador los había eliminado de la misma forma que se borra un trazo defectuoso en un dibujo o las manchas en un papel en blanco. Habían desaparecido, y todos los demás que no habían nacido del relato de Fenoglio regresaban corriendo para informar de esos acontecimientos atroces a Capricornio. Pero éste yacía de bruces en el suelo, con la gravilla pegada a su traje rojo, y nadie volvería a informarle nunca más… ni del fuego, ni del humo, ni del miedo, ni de la muerte.

Sólo la Sombra permanecía allí, tan descomunal que los hombres que venían corriendo por el aparcamiento la vieron desde la lejanía, gris ante el negro cielo nocturno, sus ojos dos carbones ardiendo, y, olvidando lo que deseaban notificar, corrieron en tropel hacia los coches aparcados. Su único deseo era alejarse de allí antes de que el ser al que habían llamado como a un perro los devorase a todos.

Meggie fue la primera en recobrar la presencia de ánimo, cuando ya estuvieron lejos. Había metido la cabeza debajo del brazo de su padre, como hacía siempre que se negaba a ver, y él se había guardado el libro bajo la chaqueta, con la que casi parecía uno de los secuaces de Capricornio. Sujetó a su hija mientras todos corrían y chillaban a su alrededor y sólo la Sombra guardaba silencio. Permanecía muda como si matar a su señor le hubiera arrebatado toda su fuerza.

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