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Authors: Javier Reverte

Corazón de Ulises (21 page)

BOOK: Corazón de Ulises
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La tradición de la poesía épica creada por Homero y Hesíodo la había roto un poeta de Paros, Arquíloco, en el siglo VII a.C, que construyó su obra recurriendo ya a sus emociones y a sus experiencias. Era un soldado de fortuna, un tipo de cuidado que murió en combate. De esta forma se describe a sí mismo: «De la lanza depende mi pan. De la lanza depende mi vino de Ismaro. Y bebo apoyado en mi lanza». ¡Qué distinto al verso heroico de las epopeyas! Arquíloco introdujo, además, elementos de ironía y cinismo en sus versos, cosa impensable en la poesía de Homero y de Hesíodo, y se le considera, en cierta forma, el creador de la poesía popular. Durante un combate perdió el escudo y en un poema se burla del hecho, algo que ningún héroe griego hubiera considerado digno en un guerrero: «… Mi escudo, arma sin tacha, que abandoné a mi pesar tras un matorral. Pero yo me salvé. ¿Qué me importa ese escudo? ¡Que se vaya al diablo! Ya me compraré otro que no sea peor». El de Paros tampoco se anduvo con tapujos a la hora de cantar al sexo: «Abracé a la muchacha y la hice acostarse entre flores exuberantes; la cubrí con un manto suave y apoyé su cabeza en mis brazos. Temblando de miedo como un cervatillo, acaricié con mis manos dulcemente sus pechos, donde se mostraba la piel de su reciente juventud. Y palpando su hermoso cuerpo, derramé mi blanca fuerza mientras tocaba su rubia cabellera».

Safo, con los precedentes de Arquíloco y otros poetas que le siguieron, tenía ya abierto el camino de la lírica. Y creó una poesía deslumbrante, construida en formas directas, claras y llenas de vigor. Lawrence Durrell considera su poesía «delicada y enérgica». Son sus versos apasionados, su lirismo sensual y el amor casi siempre el centro de sus temas. Para los antiguos, desde Solón a Pausanias, era la mejor poetisa que había dado el mundo griego. Platón la nombró «la décima musa». Los romanos la idealizaron también, hasta que llegó Ovidio, quien satirizó la figura de Safo en sus versos y abrió el camino a las críticas sobre su supuesta homosexualidad.

Al parecer, la poetisa nació en el 630 a.C. en Eresos, una localidad del oeste de Lesbos, aunque pasó la mayor parte de su vida en Mitilene. En una vasija del siglo V a.C, que firma el pintor Poligneto, tenemos su retrato: sentada, toca la lira y muestra un perfil no muy agraciado, recta nariz y cuerpo menudo. Tal vez, su escasa belleza hizo que fuera, a menudo, desdichada en el amor, y mucho debió de sufrir si se tiene en cuenta lo apasionado de su temperamento. «Una vez más el amor», escribe, «el que afloja mis miembros, me sacude: esa criatura agridulce, irresistible».

Sus poemas se cantaban y se bailaban y creó numerosos epitalamios, canciones de boda. «Como la manzana que roja se yergue en la alta rama», dice en uno de ellos, describiendo a la novia, «en lo más alto, y los cosecheros la olvidaron… No, no la olvidaron, sino que no pudieron alcanzarla».

Se casó con un hombre rico y tuvo una hija. Debió participar en política en su isla, porque fue desterrada en dos ocasiones, una de ellas a Sicilia. Viajó, al parecer, mucho por Grecia. Y la leyenda asegura que su más largo viaje, el postrero, lo hizo siguiendo a su amante Faón, de isla en isla, hasta llegar a Levkás, en el mar Jónico, donde ya, desengañada, se arrojó desde lo alto de unos acantilados al mar. Tenía cincuenta años. «El amor», había dejado escrito, «sacudió mi corazón como el viento que agita los robles de la montaña».

Se cree que fue sacerdotisa de Afrodita —de quién si no—, y fundó una especie de escuela de mujeres, una
thíasos
, dedicada al culto de las musas, de la diosa del amor, de la poesía, la danza y la canción. A Afrodita le suplica así su ayuda cuando el amor por una muchacha arde en su ánimo: «Y tú, bendita [la diosa], con una sonrisa en tu faz inmortal, preguntaste qué me había pasado esta vez y por qué te llamaba y qué era lo que mi enloquecido corazón deseaba más que me ocurriera: ¿A quién tengo que convencer esta vez para que te corresponda con su amor? ¿Quién te preocupa, Safo? Si ella se escapa, pronto te perseguirá; si no acepta regalos, qué más da: regalos dará a cambio; si no ama, pronto amará, incluso en contra de su voluntad». Y el verso concluye con la poetisa implorando a Afrodita que sea «su compañera de lucha».

Pocas veces se ha descrito pasión amorosa, en lenguaje poético, como en este verso en el que Safo habla de las emociones que le produce la vista de una muchacha: «Apenas te miro un instante, y ya no puedo pronunciar palabra. Al momento mi lengua se seca y un fuego sutil recorre mi cuerpo, no puedo ver con mis ojos, me zumban los oídos, y un sudor frío me invade y toda yo me estremezco; más pálida estoy que la yerba, y siento que me falta poco para morir…».

Éstos y otros poemas dirigidos a jóvenes muchachas sostienen la leyenda de la homosexualidad de Safo. Mal se comprende, sin embargo, que una mujer así se suicidase por el amor a un hombre, aunque algunos especialistas señalan que la historia de su suicidio puede no ser auténtica. Quizá Safo fuera bisexual, algo muy común en la Grecia clásica, y no sólo entre mujeres, sino también entre los hombres. Hércules, el invencible héroe de la mitología, una verdadera bestia que desvirgó muchachas a destajo, tuvo también un amante, el efebo Eristeo. Y no fue el suyo, ni mucho menos, un caso aislado, tanto en la literatura como en la realidad.

Sea como fuere, la fuerza apasionada, sensual y enamorada de las palabras de Safo ha resistido, lozana y cálida, dos milenios y medio. Han caído imperios y se han derrumbado culturas. Pero el amor no cambia, por lo que se ve. ¿Qué enamorado no haría suyas estas palabras?: «Unos dicen que lo más bello sobre la oscura tierra son los jinetes en tropel, otros que la infantería y algunos que una flota de barcos; pero yo digo que es lo que uno ama».

Las luces de la tierra de Safo enviaban guiños de luciérnagas desde el otro lado del mar de Afrodita. La sonrisa de la diosa, otra vez, hacía sentir sus punzadas en mi ánimo. Y de nuevo la fuerza de la literatura parecía vibrar en el aire, una fuerza invisible que nos ha hecho mejores cuando ha alcanzado a ser la genuina voz del hombre. En nuestro mundo sin dioses y sin mitos, la literatura sostiene, sobre las palabras de los más altos escritores, la fe en la eternidad del alma humana.

Capítulo X
La piqueta de un chiflado

Atrás quedaban los campos de girasoles y cereales, las colinas se suavizaban y el viento traía aromas de océano. Ascendió el autobús la chepa de una colina y, a la izquierda, se recortó la silueta de la loma donde se irguió la insigne Troya. Pasamos de largo, y a la vuelta de otro cerro asomó el plomizo azul del estrecho de los Dardanelos, el Helesponto de los antiguos griegos. Al lado contrario del canal se dibujaban los boscosos alcores de la península de Gallípoli. Un par de grandes mercantes salían de la boca del canal, poniendo rumbo al ancho Egeo, y otros navegaban hacia las aguas del Mármara. A la derecha, Çanakkale tendía el blancor de sus casas en las orillas del mar rizado.

Descendí del autobús en el puerto. Soplaba fuerte el aire desde el norte y Çanakkale brillaba luminosa y fresca. Era una ciudad alegre, con aire de estar en fiestas. Cuando pregunté por un hotel, me indicaron que el mejor era el Troya, que se encontraba a unos cien metros del puerto, por lo que podía ir andando. A esas alturas del viaje, mi bolsa iba cargada de libros y pesaba lo suyo. Pero hice caso y, para mi desdicha, volví a comprobar que, en muchos lugares del Mediterráneo, cuando te dicen que un sitio está a cien metros, lo más probable es que esté a casi un kilómetro.

Y luego, ya en el Troya, un limpio hotel desde el que podía ver la lengua de los Dardanelos, se me ocurrió pensar, de bajo de la ducha, donde curé la pesarosa caminata, sobre esa pasión por la quietud que parece una enfermedad común a tantas gentes mediterráneas. En varios lugares del sur y del levante español he conocido hombres y mujeres que apenas habían salido de su pueblo, que consideraban la aldea más cercana casi como un remoto rincón del mundo al que habían ido, todo lo más, en unas pocas ocasiones durante su existencia. La vida se hace en el barrio, en el puerto, en la lonja, en las tabernas próximas y siempre se va andando a todos lados. Se pierde el sentido de las distancias y del tiempo, porque uno viaja a lo que está cerca, de casa a la barra del bar y de la taberna a la lonja. O sea: siempre a los mismos sitios. Tengo un amigo en una pequeña localidad almeriense que llama a su pueblo España y afirma, con guasa, que más allá de sus lindes todo es «el extranjero», incluido el pueblo vecino. El Mediterráneo de hoy, al menos en este lado europeo del mar, es un territorio feliz, de ancianos en apariencia contentos que disfrutan el placer de no moverse, quizá porque en su mayoría fueron emigrantes a la fuerza durante su juventud. No parecen tener ahora noticia de aquellos primeros hombres mediterráneos que se echaron a la mar en busca de los confines de la Tierra. Y si tuvieran noticias de ellos, pensarían que fueron unos locos.

Salí a comer y caí en un restaurante que se llamaba Troya; y compré un billete, en una agencia de viajes que se llamaba Troya, para visitar al día siguiente, a bordo de un autobús donde cabíamos veinte turistas, las ruinas de la cercana ciudad de Troya. Çanakkale vive de la pesca, de su puerto de carga y de Troya. Y un poco, también, de los turistas que acuden a visitar la península de Gallípolli, el escenario de una de las más crueles e inútiles batallas de la I Guerra Mundial, al otro lado del estrecho, en territorio europeo. Çanakkale vive en buena medida de las guerras del pasado, de la Historia en suma, lo que es sin duda una forma de existir literariamente.

A estas alturas del año 2000 de nuestra era, no se sabe si la Troya homérica, que pereció envuelta en llamas hace más de tres milenios, es parte de la Historia o si su leyenda es, en buena medida, mera literatura. Si me dieran a elegir, me quedaría con la segunda opción. Ciudades han perecido en llamas por centenares, pues al bicho humano le complace echar al fuego todo aquello que levanta con esfuerzo. ¿Pero cuántas son las que pueden presumir de haber dado pie a un libro como la
Ilíada
? Imagino que muy pocas, por no decir que ninguna. Asedios y destrucciones como Numancia o Persépolis, como Sagunto o Rodas, han dejado escasos gramos de poesía por los que recordarlas. Pero Troya, ardiendo, nos legó el verbo de Homero.

Todos los hombres que amamos los grandes libros tenemos, en esta ocasión, que dar gracias a aquellos que perecieron defendiendo con valor, durante diez años, su «sagrada ciudad», en expresión homérica. Es lo que tiene la palabra escrita: que a veces hay que agradecer las desgracias de los hombres cuando hay un poeta que sabe cantar el sufrimiento y la gloria, la barbarie y el enigma del alma humana. Miremos, si no, a Shakespeare y a sus terribles monarcas asesinos. Amamos la literatura, la buena, porque siempre nos habla de los caminos tortuosos por donde viaja nuestro atribulado corazón. Y eso hizo Homero, aunque se le note poco a primera vista. Y eso es lo que han hecho los grandes de todos los tiempos. Lo demás son papeles manchados de tinta.

¿Qué era Troya? Por lo que sabemos, que no es mucho, fue una potencia militar y económica de su tiempo. Alzada en un elevado otero sobre el río Escamandro y muy próxima a la entrada del Helesponto (los Dardanelos de hoy), controlaba desde esa estratégica posición los barcos que comerciaban entre Asia y Europa y también el paso de las caravanas. Poseía una buena flota, y no había nave que pudiese cruzar el estrecho sin ser abordada por los troyanos. Como es lógico, los reyes de la ciudad exigían fuertes peajes a los viajeros, si es que no les robaban pura y llanamente.

La rica urbe debió alcanzar su apogeo allá por el año 1200 antes de Cristo, cuando la gobernaba el rey Príamo. Y en esa misma época pudo llegar también a su punto culminante el odio que despertaba entre sus vecinos y las otras ciudades del Egeo, hartas de pagar impuestos y envidiosas de sus tesoros.

Por entonces, al otro lado del mar, en tierras del Peloponeso, una potencia militar, Micenas, ensanchaba el campo de su hegemonía política hacia el norte continental griego y, por el sur, hasta el cabo Maleo. Reinaba en la ciudad Agamenón, tercer monarca de la dinastía Atrida, mientras que uno de sus hermanos, Menelao, ocupaba el trono de Esparta. Agamenón no era un emperador que gobernase sobre otras ciudades de Grecia, sino una especie de
primus inter pares
. Poseía una buena flota y un recio ejército y, como todos los otros reyes griegos de su tiempo, deseaba ajustarles las cuentas a los troyanos.

El comercio estaba ya muy desarrollado en aquellos días y los contactos entre Asia y Europa eran muy fluidos. El Helesponto, la llave del Ponto Euxino (el mar Negro de hoy), ya había sido cruzado por navíos griegos y la leyenda recogía en historias populares, probablemente en cantos y poemas hoy perdidos, la expedición de Jasón y los Argonautas en busca del Vellocino de Oro. La narración de aquel viaje es una imponente aventura épica en cuyo trasfondo venía a decirse que allá, en las orillas del Ponto Euxino, había enormes riquezas para los hombres que se atreviesen a ir en su busca. Jasón y sus compañeros pertenecían a la generación anterior a Agamenón, y de hecho, algunos de los héroes griegos de la guerra de Troya eran hijos de Argonautas, como Aquiles y Odiseo (Ulises), vástagos, respectivamente, de Peleo y Laertes, que acompañaron a Jasón en su aventura.

Troya, pues, en el camino hacia el Ponto Euxino, era un escollo para los señores griegos y, en especial, para el aqueo Agamenón, el rey de reyes. Así que, poco después del 1200 a.C, el Atrida impulsó una coalición militar con sus vecinos, organizó una poderosa flota de 1.200 navíos, embarcó un ejército bien armado y puso rumbo a la rica ciudad que tenía la llave del Helesponto. Los nombres de muchos de aquellos príncipes suenan en nuestros oídos con ecos de heroísmo: Aquiles de Tesalia, Áyax de Salamina, Néstor de Pilos, Odiseo de Ítaca, el cretense Idomeneo, Diomedes de Egina, Menesteo de Atenas, Agapenor de Arcadia…, y enfrente, el valeroso Héctor, hijo de Príamo, y el bello Paris, y Eneas y otro puñado de capitanes troyanos.

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