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Authors: Javier Reverte

Corazón de Ulises (20 page)

BOOK: Corazón de Ulises
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Yo no sabía de la existencia de tal festividad. Y aquella tarde de septiembre en que me había dejado caer en las cercanías del puerto, varias comitivas del Sumnet Dugunu me sorprendieron en la gran plaza de Cumhuriyet Meydani, donde se yergue la estatua ecuestre de Atatürk. Aparcaban sus coches alrededor de la explanada, descendían todos, chicos y mayores, y se echaban a cantar y bailar en corro al son de los tambores y las flautas. Tiré un carrete de fotos y todos me sonreían. Los pequeños principitos posaban juntos ante mi cámara cuando yo lo demandaba. Arriba, el recio brazo de bronce de Atatürk seguía señalando hacia el mar. Vaya destino, pensé, el de aquellas criaturas: primero te descapullan y, unos años después, quizá te envíen al otro lado de la bahía a que te hinches a matar cochinos griegos.

Cenando aquella última noche al aire libre, bajo el viento marino y cerca del alboroto del tráfico, un par de matrimonios españoles se sentaron a mi lado. No me identifiqué como compatriota. Pocas veces lo hago en estos casos, cuando me encuentro no muy lejos de la patria y no llevo mucho tiempo de viaje. Pero disfruto pegando la oreja siempre que oigo hablar en mi lengua, mientras pongo cara de vaca suiza. Los españoles hemos comenzado a viajar hace muy poco, después de pasarnos siglos metiendo la cabeza en el agujero, como los avestruces. Y eso nos ha convertido en viajeros estupendos: ingenuos trotamundos que pueden meterse en un infierno sobre el que no sabían nada, y curiosos siempre ante cualquier situación incomprensible.

Aquellos dos matrimonios rondaban la cuarentena. Uno de ellos era catalán y el otro castellano. Hacían buenas migas. Es lo bueno de ir al extranjero: que los nacionalismos interiores se disuelven al darte de bruces con el nacionalismo exterior.

—Llevamos un día en Izmir y ya te has comprado media ciudad —decía el marido castellano a su mujer—. Si sigues así, no te van a dejar subir al avión.

—El cambio correcto de la lira turca es, por un millón de liras, unas seiscientas pesetas —señalaba la esposa catalana—. ¡Qué mareo con tantos millones en el bolsillo! Si fuesen de los de verdad…

—Sale mejor cambiar en las casas de cambio de la calle que en el banco o en el hotel —señalaba el marido catalán—. Y la inflación está disparada aquí, mañana puede ser mejor.

—¡Qué idioma el turco! No hay quien les entienda una palabra, parece vasco —decía la castellana.

—Yo me arreglo más o menos en francés —señalaba el catalán.

—Es que en Barcelona muchos sabéis francés, pero yo ni palabra —añadía la castellana.

—¡Bah!, siempre te las arreglas, es cuestión de no cortarse —decía ufano el castellano—. Anoche me picaron dos mosquitos y esta mañana me he ido a una farmacia. Le he dicho al dependiente: «Mosquito, mosquito», mientras hacía como si me picaran el brazo y el cuerpo. Y el hombre ha entendido y me ha preguntado: «
Before o after?
». Y yo le he dicho: «
Before
». Y me ha dado Aután, como en Salamanca.

Continué camino el día después, rumbo al norte. La siguiente etapa de mi viaje griego era Çanakkale, al borde del estrecho de los Dardanelos, la ciudad más próxima a las ruinas de la legendaria Troya homérica. Pero antes quería detenerme en Bergama, la Pérgamo de griegos y romanos, donde se guardó durante siglos una de las bibliotecas más importantes del mundo antiguo. La imponente librería de Pérgamo rivalizó con las de Constantinopla y Alejandría, y como las otras, desapareció en los saqueos y en el fuego. La humanidad ha perdido grandes cosas en su largo viaje de siglos a caballo de la intransigencia, el odio, la guerra y el fundamentalismo. Pero la pérdida peor de todas puede que no sea otra que la de las bibliotecas de las culturas griega y romana. Quemar libros, por otra parte, ha sido una de las pasiones favoritas de los hombres atacados por la fe ciega, fuesen bárbaros, árabes o cristianos. Y también de aquellos que han detentado un poder político sostenido sobre el pensamiento único, como los nazis, que hicieron pira en Berlín, poco antes de la II Guerra Mundial, con los libros que consideraban dañinos para su ideología. Y aún arden libros en el mundo cuando el atroz nacionalismo decide imponer la razón suprema de la sangre por encima del impulso de libertad.

La literatura es siempre el gran enemigo de la intransigencia religiosa, el absolutismo político y la barbarie nacionalista. Peor que los ejércitos del adversario, más dañina para un tirano que un bombardeo atómico. Por eso, la literatura tiene algo de redentora, es quien nutre el alma de fe en la libertad y la justicia. Ninguna ideología, ninguna religión, ni siquiera el mejor de los sistemas políticos, pueden usurpar a la literatura su hegemonía liberadora. Porque a menudo abre para los hombres caminos impensados por donde escapar del caos, del horror y del desánimo. Grecia fue su literatura, sobre todas las cosas: por eso la amamos, por eso nos asombra. En el milenio que asoma, como un abismo de incertidumbres delante de nuestros pies, la literatura puede decirnos de nuevo que no debemos aceptar que el hombre ha muerto, como proclamaba William Faulkner. Y puede que nos ayude a sortear los abismos volver otra vez el rostro hacia atrás y repensar en griego.

Camino de Pérgamo, me senté en el autobús al lado de un joven turco que, cosa extraña en el país, no lucía bigote, y que hablaba un buen inglés, cosa rara también. Se llamaba Ahmed, había vivido un año en Inglaterra y estudiaba para convertirse en recepcionista de hotel. «El turismo tiene mucho futuro en mi país, ¿sabe?» Iba hasta Çanakkale, donde habría de cumplir un año de servicio militar obligatorio. No parecía alentar muchos deseos de vestir de uniforme. «He tenido suerte: si me hubiesen destinado al sureste, habría tenido que pelear contra los kurdos; allí hay guerra, aunque los periódicos hablen poco de ello. En cambio, por aquí está todo tranquilo…, aunque nunca se sabe con los griegos».

Me acordé del muchacho griego que, una decena de días atrás, conocí en el barco que me llevaba a Kastellorizon. Al igual que Ahmed, era estudiante, consideraba un fastidio perder dos años de su vida en el ejército y miraba con esperanzas su futuro como ingeniero. ¿Tendrían alguna vez que enfrentarse a tiros aquellos dos buenos chavales por una razón tan absurda como el rencor histórico?

Lo que queda de la vieja acrópolis de Pérgamo, los resquebrajados muros grecorromanos que se alzan sobre una imponente altura de trescientos metros más arriba del nivel del mar, expresan mejor que nada la importancia que alcanzó la ciudad en el mundo antiguo. Sus murallones, que el tiempo no ha logrado derrumbar, se alzan altivos sobre las largas llanuras y el valle del río Selinos, que, bordeando el alto cerro, parece rendir pleitesía a un señor indestructible. Pérgamo fue rica, culta y poderosa; una fortaleza casi inexpugnable; un centro arquitectónico de primera magnitud, como aún puede percibirse visitando las ruinas de la Ciudad Superior; pero, sobre todo, fue una de las ciudades donde se acogió toda la cultura del mundo antiguo, en una biblioteca que llegó a contener más de doscientas mil obras escritas.

Pérgamo, cuyo papel en la historia alcanzó su apogeo entre los siglos III y II antes de Cristo, presumió siempre, más que de sus riquezas y de sus obras artísticas, de su biblioteca.

Y hasta tal punto despertó envidias entre las otras ciudades de su tiempo que poseían grandes bibliotecas, que los primeros reyes griegos de Alejandría, los Ptolomeos, principales exportadores del papiro, prohibieron su venta a Pérgamo. En aquellos días, los libros se confeccionaban en rollos de papiro, fabricados con los hilos de una planta ciperácea muy abundante en Egipto, cuyo resultado eran hojas donde solamente se podía escribir por una cara. En Pérgamo suplieron la falta de papiro ideando otra forma de material para sostener la escritura, un tejido hecho con pieles de animales, al que llamaron
charta pergamena, y
que hoy conocemos como pergamino. Como no podía enrollarse con la misma facilidad que el papiro, cortaron los pergaminos en trozos cuadrados que se cosían uno tras otro, con la ventaja añadida de que podía escribirse en ellos por ambas caras. Allí, en Pérgamo, nacieron los libros en forma muy parecida a como hoy los conocemos.

Roma incorporó Pérgamo a su imperio en el 133 a.C.

Y el primer saqueo de su biblioteca se debió a Marco Antonio, que empaquetó sus mejores volúmenes y se los llevó a Alejandría, como regalo para su amada Cleopatra. Los nuevos libros con los que la biblioteca intentó recuperar su riqueza cultural en los siglos siguientes fueron quemados por los cruzados cristianos, a comienzos del segundo milenio, más o menos por los mismos años en que prendieron fuego a la gran biblioteca de Constantinopla.

El furor de Dios se cebó con la cultura pagana. Y sus piadosos servidores se ganaron el cielo arrojando literatura a la hoguera. Quemar libros es un deporte tan viejo como escribirlos.

Allá arriba de la colina quedaban en pie las columnatas del templo de Trajano, restos de los santuarios de Atenea y Dioniso y los cimientos sobre los que se levantó, según las crónicas de antaño, uno de los más bellos monumentos del mundo antiguo: el altar de Zeus. Lo curioso de este templo es que puede verse casi al completo… Claro está que, para lograrlo, hay que viajar a Berlín: los arqueólogos alemanes excavaron las ruinas a comienzos de siglo y se llevaron todas las piedras a su museo arqueológico, donde el altar fue reconstruido, incluyendo un hermosísimo friso de 120 metros de longitud, que representa la guerra entre los dioses y los gigantes.

En vano busqué algún rastro de lo que pudieron ser los muros de la gran biblioteca. Ni las piedras, al parecer, resistieron al poder aniquilador del fuego. ¡Cuántas bellas palabras no se habrán perdido para siempre!

Pérgamo tuvo que ser un magnífico lugar donde gastar toda tu existencia. Los dioses favoritos de sus habitantes fueron Atenea, la diosa de la sabiduría, y Dioniso, el inquietante dios de la transgresión. De modo que se lo debían pasar fenómeno en las alturas de esta montaña, con dulces paisajes a los pies, aire fresco, lectura en abundancia y Dioniso animando a pecar sin tregua en las bacanales. Buenos tragos de vino, buenos libros, aire puro y sexo a todo trapo. ¡Qué más puede pedírsele a la vida!

Me detuve a pasar la noche en Dikili, un pueblo al arrimo del Egeo. Yo había estado casi treinta años antes allí, apenas unas cuantas horas, el tiempo de esperar un barco que me llevara a la cercana isla griega de Lesbos, patria de la poetisa Safo. Apenas pude reconocer el lugar. En mi antiguo viaje encontré un poblacho polvoriento y amable. Recuerdo que, mientras esperábamos, caminé con mi mujer hasta la plaza del pueblo. De inmediato comenzó a acercarse gente, que intentaba entenderse con nosotros por señas y sin mucha fortuna. Al rato, apareció un grueso anciano de aire bonachón. Hablaba un perfecto francés y se identificó como miembro del Tribunal Supremo de Turquía. Pasaba sus vacaciones de verano en Dikili, donde había nacido. No sé de dónde salieron tres sillas, una para él y otras dos para nosotros. El caso es que nos encontramos sentados debajo de un frondoso árbol, y rodeados por una veintena de hombres. El juez nos preguntaba sin pausa sobre España, e iba traduciendo cuanto decíamos para la concurrencia. Los otros sonreían y asentían mirándonos, componían en ocasiones gestos de asombro, dejaban escapar de sus labios alguna que otra exclamación y hacían nuevas preguntas al juez que él nos trasladaba al punto.

No me acuerdo qué pudimos contarles nosotros sobre España. Pero anoté en mi diario que habíamos tomado parte en una ceremonia tan vieja casi como el Mediterráneo: llegaban extranjeros de un lugar distante y, como todos los viajeros, tenían por fuerza que venir cargados de noticias; su lengua era extraña, incomprensible; pero, al fin, un anciano hombre sabio la reconocía; y entonces los extranjeros podían comunicar cuanto sabían de mundos lejanos, incluso traían historias de las remotas Columnas de Hércules, del estrecho de Gibraltar, el lugar donde terminaba el mundo antiguo.

Así ha sido, casi hasta anteayer, el universo mediterráneo. He leído en los libros de Lawrence Durrell escenas parecidas que a él le sucedieron hace unos veinte años, creo que en su último viaje a Grecia, no mucho antes de morir. Son escenas que ya aparecen en los relatos de Homero y que muestran una de las cualidades más hermosas de la civilización griega, la civilización que impregnó todos los hábitos de las gentes de estas costas: la infinita curiosidad.

Ahora Dikili es un pueblo alegre de plazuelas frescas y arboladas, echado con dulzura sobre el mar y con buenas instalaciones turísticas. Incluso hay una caseta en el puerto, atendida por dos señoritas que hablan un correcto inglés y que brindan todo tipo de información a los visitantes extranjeros. A nadie le interesas mucho, eres un «guiri» entre tantos otros, hambriento de sol y playa, y si picas, en los restaurantes te colocan un pescado próximo a pudrirse y a precio de langosta. Aquella noche no lo lograron: elegí yo en el frigorífico la dorada más fresca y negocié el coste antes de sentarme a la mesa.

Después de la cena me acerqué al malecón. El Egeo batía en olas melosas y el viento era cálido y voluptuoso. La claridad de la noche me permitía distinguir las luces de Mitilene, la capital de Lesbos. Esta vez no tenía tiempo de cruzar hasta la isla, y en verdad lo lamentaba, pues en la memoria de aquel otro viaje de juventud eran muy gratos mis recuerdos de los días que pasé en la tierra que vio nacer a Safo.

Murmuré en homenaje a la poetisa unos de sus más bellos versos:

Ya se ocultó la luna, y también las Pléyades.
Entra la noche. Llega la hora y yo duermo sola.

Safo ha inquietado y enamorado desde la Antigüedad a los poetas y los estudiosos de la literatura clásica. Nunca, quizá, en toda la historia de la poesía ha existido una palabra tan sensual como las que contienen los versos de la hija de Lesbos. Y pocos han sabido escribir del amor como ella lo hizo. Su fama fue enorme durante siglos y llegó hasta la modernidad convertida en un ser casi mítico, pues se conservaban muy escasos fragmentos de su obra. Pero a comienzos de siglo, la fortuna le hizo un favor a la literatura: en unas excavaciones realizadas en Egipto, los arqueólogos encontraron un cementerio lleno de momias enterradas entre los siglos I a.C. y X d.C. La mayoría habían sido embalsamadas en papiros e, incluso, los animales disecados que acompañaban a los muertos se habían rellenado con papiros. ¡Milagro!: muchos de aquellos papiros contenían textos de Safo.

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