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Authors: Javier Reverte

Corazón de Ulises (26 page)

BOOK: Corazón de Ulises
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A lo largo de los siglos siguientes, Constantinopla sufrió asedios y conquistas por parte de árabes, turcos selyúcidas, venecianos, cruzados cristianos, la Horda de Oro de Gengis Jan, el mongol Tamerlán y, al fin, turcos otomanos. Santa Sofía siempre permaneció en pie, aunque hubo de ser reparada en numerosas ocasiones. El mayor desastre para la ciudad aconteció en 1204, cuando los caballeros de la cuarta cruzada la saquearon y quemaron su espléndida biblioteca.

Las tribus turcas, viniendo del Asia Central, y dirigidas por la dinastía Selyúcida, habían comenzado a establecerse en los territorios de Anatolia —la actual Turquía— a partir del siglo XI, en competencia con el Imperio bizantino y otras oleadas de pueblos y ejércitos invasores. En 1300, en la ciudad de Bursa, la dinastía turca otomana, bajo Osmán I, fundó su imperio y, a lo largo del siguiente siglo, extendió sus dominios en Anatolia y el sureste europeo.

Durante el siglo XV, la expansión otomana no cesó de crecer. Los otomanos, que habían sido contratados como soldados de fortuna por los bizantinos para combatir a los serbios en las fronteras occidentales de sus dominios, acabaron por devorar a sus amos, y en el año 1453, Constantinopla, tras un sangriento asedio, fue conquistada por el sultán Mehmet II, que la hizo capital de su imperio, llamándola Estambul, y convirtió Santa Sofía en mezquita musulmana, respetando su trazado original y añadiendo esbeltos alminares sobre su cúpula. Durante la postrera batalla del sitio de Constantinopla, el emperador bizantino Constantino XI Palaiologos, fue visto por última vez combatiendo en las murallas, espada en mano, y su cadáver nunca se encontró. La leyenda le bautizó como «el Emperador Inmortal», y durante siglos se dijo que permanecía dormido, convertido en mármol, y que un día habría de despertar, para regresar a su ciudad y arrojar a los turcos de Constantinópolis.

Casi todos los territorios de la Grecia continental y muchas islas fueron conquistados por los otomanos por esos años. Y la expansión turca siguió, en especial durante el reinado del sultán Solimán el Magnífico (1520-1566), que amplió sus dominios desde Irak hasta Argelia. En 1571, los otomanos decidieron extender su imperio hasta Europa, atravesando el canal de Corinto rumbo a las islas del Jónico, los últimos bastiones griegos no anexionados. Pero una flota de españoles y venecianos, bajo el mando de don Juan de Austria, los derrotó en el golfo de Lepanto. Miguel de Cervantes combatió como soldado en «la más memorable y alta ocasión que vieron los siglos», como él mismo llamó a la batalla. Si los turcos hubieran pasado en Lepanto, probablemente hoy no tendríamos
Don Quijote de la Mancha
, y tal vez nos llamásemos Alí o Zoraida, en lugar de Francisco o Consuelo. Un nuevo intento de expansión hacia Europa fue frenado en Viena, tras un largo asedio turco, en 1683.

A partir del siglo XVIII, el Imperio otomano entró en declive, bajo la mirada ávida de otras potencias emergentes, como Rusia. Desangrándose poco a poco en los dos siglos siguientes y con sultanes en el trono cada vez menos dotados para la política y la guerra, el imperio quedó reducido a poco más que los territorios de Anatolia. Los movimientos liberales, opuestos al poder absoluto de los sultanes, comenzaron a organizarse en el país y, en 1908, la llamada «revolución de los Jóvenes Turcos», una organización militar, tomó el poder y obligó a Abdul Hamid II a dictar una Constitución de corte representativo. Poco después, al renegar el sultán de sus reformas, los Jóvenes Turcos le depusieron y colocaron en su lugar a su hermano Mehmet V, que fue el primer monarca constitucional del país.

El desastre le llegó a los turcos en la I Guerra Mundial. Aliados de Alemania y Austria, y derrotados en el campo de batalla —a pesar de su victoria en Gallípolli—, debieron de aceptar la ocupación de Constantinopla por fuerzas aliadas a partir de 1919, y griegos, franceses, ingleses e italianos se apoderaron de casi todos sus territorios. No obstante, Mustafá Kemal
Atatürk
, el héroe de Gallípolli, se alzó en armas y, pese al apoyo aliado, derrotó a los griegos entre 1919 y 1922. En 1923, Atatürk proclamaba el nacimiento de la República de Turquía y enviaba al exilio al sultán Mehmet VI. Una de sus primeras decisiones fue trasladar la capital a Ankara, en el interior.

Escaldados en la Primera, los turcos se mantuvieron neutrales durante la II Guerra Mundial. Cuando la contienda concluía, declararon la guerra a Alemania y se aseguraron una plaza en la Organización de las Naciones Unidas, creada en 1945.

Pese a no titularse ya como capital, Estambul sigue siendo la ciudad más importante del país, con una población de doce millones de habitantes y una actividad comercial esencial para Turquía. Es la única urbe del mundo con una pata en un continente y la otra en otro: un pie en Asia, «la tierra donde sale el sol», y otro en Europa, «la tierra de la oscuridad», pues el significado final de ambos nombres es ése, en las antiguas lenguas indoeuropeas y semíticas.

Capital de tres imperios: romano, bizantino y otomano; nacida y crecida con tres nombres: Bizancio, Constantinopla y Estambul; a orillas de tres mares: Mármara, Bósforo y Negro, la ciudad alienta el alma dura de un anciano que ha sufrido y aún sigue siendo fuerte. Es turca por los cuatros costados, pero los griegos, en sus mapas, la siguen llamando Constantinópolis.

Estambul era sólo un lugar de tránsito en mi viaje hacia Trabzon, ciudad del extremo suroriental del mar Negro y próxima a la frontera de Georgia. Allí se estableció una de las principales colonias griegas de la época jonia, fundada por los navegantes de Mileto, y dice la tradición que, en sus cercanías, desembarcaron los bravos Argonautas que viajaban en busca del Vellocino de Oro. También Trabzon, la Trebisonda griega, vio llegar a Jenofonte y sus Diez Mil en su retirada desde el interior de Asia, tras el fracaso de su legendaria expedición, y allí fue donde lanzaron su famoso grito: «
Thalatta, thalatta!
» («¡El mar, el mar!»), a la vista de las aguas del Ponto Euxino. Trebisonda ocupaba un lugar mítico en mi memoria, y ya se sabe que, en estos casos y si ello es posible, hay que poner el pie en los sitios donde has situado tus ensoñaciones. Es uno de los mejores preventivos contra la úlcera de estómago.

Quería ir por barco, pero la temporada turística había terminado en Estambul y los transbordadores habían suspendido sus servicios, hasta la temporada siguiente, a los puertos más alejados del litoral turco del mar Negro. Por otra parte, viajar cerca de mil kilómetros en autobús suponía demasiado tiempo. De modo que sólo me quedaba el avión.

Yo había llegado a Estambul un viernes y no había vuelos hasta el siguiente lunes. Conocía bien la ciudad, de viajes anteriores, pero muy poco el mar. Así que decidí visitar el sábado las islas de las Princesas, o de los Príncipes, que de las dos maneras se llaman, y navegar el domingo el Bósforo.

Esa noche de viernes me fui a cenar al Pera Palace, arriba de la colina de Gálata. El Pera es uno de esos hoteles que ofrecen a los viajeros literarios la oportunidad de recordar buenos libros y buenos escritores, como el hotel Raffles de Singapur o el Norfolk de Nairobi. Si en estos últimos uno puede escuchar las voces de Somerset Maugham e Isak Dinesen, el Pera guarda el recuerdo de Greene, Hemingway y Loti, y sobre todo el rumor de las palabras de Agatha Christie. Se dice que allí escribió, de un tirón, su conocido
Asesinato en el Orient Express
.

Es un hotel de interiores diseñados en
art déco
, con toques orientales. Tiene altos techos, escaleras majestuosas, un ascensor que parece el carruaje de un rey europeo de entreguerras y un bar elegante. Me tomé un martini en el bar, cené pescado en el refinado restaurante de la planta baja y robé un cenicero como recuerdo.

A Estambul, aquella mañana de sábado, se le había antojado recoger una luz intensa desde el cielo e incluso el mar parecía estar de acuerdo con la placidez de la tierra: se movía manso, como un buey perezoso, sudoroso como un caballo que sestea tras una larga cabalgada. El transbordador, cargado de familias turcas dispuestas a pasar un agradable día de
picnic
, se alejaba hacia el sur por el Mármara, entre una leve calima harinosa, y detrás, Estambul lucía un velo pardo sobre los hombros, encogida bajo el calor y el recio sol. El barco paraba en cuatro de las islas de las Princesas: Kinaliada, Burgazada, Helbeliada y Büyükaba, soltando viajeros como un autobús terrícola, gentes cargadas en su mayoría con cestas de comida y botellones de agua y de zumos. Abundaban los niños en los puentes de popa, niños puñeteros que corrían de un lado a otro propinándote pisotones. Estos niños del Tercer Mundo, libres como potrillos, pueden ser tan cargantes como bellos. Casi nunca he visto que los adultos les regañen: quizá porque sus padres saben que, cuando se hagan grandes, sufrirán lo suyo en esta perra vida.

Tenía por delante todo el sábado, de modo que decidí ir a la última de las islas, Büyükaba. Había leído, además, que era la más bella del pequeño archipiélago. Durante siglos, fue utilizada de diversas formas: como tierra de exilio, prisión, residencia de príncipes y princesas y, ahora, como un plácido rincón del Mármara donde se recogen a descansar los millonarios turcos.

Si escribo sobre Büyükaba es porque me pareció un lugar insólito. Llegué hora y media después de haber zarpado del muelle de Eminonu, y tenía la impresión de haber saltado sobre un par de océanos para alcanzar la isla. Büyükaba es puro Caribe. Está prohibido el tráfico de vehículos a motor y sólo se permite circular en bicicleta o en coches de caballo. Son éstos calesas de dos ruedas, tiradas por corceles de poca alzada en cuyas guarniciones tintinean alegres los cascabeles. La isla es escarpada y está sembrada de olorosos pinos. En menos de una hora puede recorrerse en coche de caballos, atravesando bosquecillos que se derraman sobre el mar, junto a mansiones de madera pintadas de malva, rosa, celeste y ocre, con jardines donde braman el morado y el naranja de las buganvillas y rodeado de aromas de flores tropicales. Büyükaba es Turquía, pero parece la costa colombiana. A ningún viajero le extrañaría ver asomar, a la puerta de una de sus lindas casas de madera, un hacendado con sombrero panamá, grueso veguero en los labios y traje de blanco lino.

En el malecón que se extiende al lado del puerto donde atracan los transbordadores, junto al muelle deportivo en el que abundan las lujosas lanchas de los ricos, se abren sobre el mar las terrazas de una veintena de restaurantes de pescado. Da gusto ver los peces recién capturados. Pero si uno tiene cara de extranjero, y es casi inevitable que te tomen por extranjero cuando no luces un imponente mostacho, lo mejor es contentarse con mirar los peces. La factura de una comida, por mucho que negocies antes el precio, te puede levantar dolor de cabeza. Aún siento acercarse la jaqueca cuando recuerdo la nota de mi almuerzo. Por una dorada a la plancha, una ensalada de berenjena y media botella de vino blanco, doce mil pesetas. Eso sí, la casa invitó gentilmente al café y a un chupetín de
raki
, el anís de Turquía.

Visto en un mapa, el estrecho del Bósforo, que une el mar Negro con el Mediterráneo y separa Asia de Europa, tiene la forma de un sinuoso manantial que se arrastra entre tierras arrugadas, grueso como una laguna en ocasiones y en otras cerrándose sobre sí mismo hasta parecer un hilo delgado sobre la carta. Su anchura, en la realidad, varía entre los tres kilómetros y los setecientos metros. El Bósforo mide treinta y cinco kilómetros de boca a boca y su profundidad oscila entre los cincuenta y los setenta y cinco metros.

En los días de mar calmo semeja ser un canal artificial, domeñado y pacífico. Pero es un efecto engañoso. Sus aguas se agitan en corrientes erráticas y contracorrientes, los vientos pueden ser imprevisibles y las nieblas lo cubren con frecuencia. «Es un mar ingobernable», dice John Freely en su espléndido libro sobre Estambul. A pesar de ello, el tránsito marítimo es muy intenso en el angosto Bósforo, pues no hay otro paso por el que salir del mar Negro al Mediterráneo.

Por el estrecho han descendido, a veces, incluso icebergs, en periodos de mucho frío, según cuenta el propio Freeley. El erudito francés Petrus Gyllius, que vivó en Estambul durante el reinado de Solimán, en el siglo XVI, aseguraba haber visto en las aguas del Bósforo el mayor tiburón con que jamás se había encontrado en sus muchas travesías marítimas. Es frecuente navegar en este estrecho junto a nutridos bandos de delfines, y en la más antigua moneda acuñada en la anciana Bizancio aparece representado un delfín. Pero la más impresionante leyenda del Bósforo la protagonizó una ballena. Fue en la época que gobernaba la ciudad el general Belisario, a las órdenes del emperador romano Justiniano. El gran cetáceo, probablemente un enorme cachalote, fue bautizado como «Porphiry» por los aterrados marineros de aquellas aguas. Durante meses, permaneció en el Bósforo, hundiendo los barcos que osaban acercársele. Belisario no encontró forma de matarle. Y sólo volvió la calma a esta lengua de mar cuando aquella Moby Dick de la Antigüedad decidió buscar su madriguera en otros océanos. Tal vez Herman Melville conoció esta historia, antes de poner al lunático capitán Acab a perseguir ballenas blancas asesinas.

Por el Bósforo cruzó el navío
Argo
, que quiere decir «veloz» en griego, hacia las tierras desconocidas de la Cólquide, en el extremo oriental del mar Negro, en busca del Vellocino de Oro. Visto lo de la ballena, el protagonista de aquella legendaria expedición bien podría haberse llamado Jonás. En todo caso, su nombre se parecía bastante: Jasón. Era el jefe de los otros cincuenta arrojados Argonautas, los primeros grandes exploradores de la que, en los siglos siguientes, sería la muy exploradora Europa.

Jasón era hijo de un rey, como correspondía en tiempos míticos, donde los hombres comunes no contaban nada más que a la hora de echar números de los muertos en las guerras. Robert Graves lo retrata así: «Joven, alto, de cabellos largos y vestido con una túnica de cuero ajustada y una piel de leopardo; armado con dos lanzas de hoja ancha…». Su padre, Esón, era el monarca legítimo de Yolco, un reino de las costas de Tracia, a quien había usurpado el trono el anciano Pelias. Y Pelias, advertido por los adivinos de que un hijo del rey legítimo podría deponerle del trono, mataba sin contemplaciones a cualquiera que sospechase descendiente de Esón.

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