Dos años después de haber sido capturado, torturado e, inexplicablemente, liberado por la asesina en serie Gretchen Lowell, una bellísima y sádica mujer a la que llevaba persiguiendo desde hacía diez años, el detective Archie Sheridan acepta volver a ponerse al mando de un equipo de investigación con objeto de detener a otro psicópata que está asesinando y violando a adolescentes.
Adicto a las pastillas y obsesionado con Gretchen, a la que visita en la cárcel todas las semanas, en la resolución del nuevo caso volverán a aparecer los fantasmas de un pasado aterrador, que Archie no es capaz de superar y al que continúa ligado, a través de la tela de araña de manipulaciones y mentiras que Gretchen ha tejido a su alrededor.
Primera entrega de la trilogía Corazones ensangrentados, éste es un thriller policiaco diferente, que pone al desnudo la extraña relación que une al Detective Sheridan con la hermosa asesina Gretchen, en un crescendo de tensión pocas veces visto en la literatura de género. Para los amantes de las emociones fuertes y las relaciones peligrosas.
Chelsea Cain
Corazón enfermo
ePUB v1.0
NitoStrad06.10.12
Título original:
Heartsick
Autor: Chelsea Cain
Primera edición: septiembre 2008
Traducción: Carlos Schroeder Martínez
Diseño de portada: Elsa Suárez
Editor original: Nitostrad (v1.0)
ePub base v2.0
Para Marc Mohan, que continuó queriéndome
incluso después de leer este libro.
Hasta ese instante, Archie no pudo cerciorarse de que era ella. Aquel escalofrío recorriendo su espalda, el contorno de las cosas desdibujándose… sólo entonces él se percata de que Gretchen Lowell es la asesina. Se da cuenta de que lo ha drogado, y que ya es demasiado tarde. Trata de buscar su arma, pero las manos no le responden, y sólo puede sacarla de su cinturón con dificultad y extenderla como si le estuviera ofreciendo un regalo. Ella la toma y sonríe, besándolo suavemente en la frente. Entonces la mujer registra su chaqueta buscando su móvil, lo apaga y lo guarda en su bolso. Él se encuentra, en esos momentos, casi completamente paralizado, tumbado en el sillón de cuero del perfecto despacho que ella instaló en su casa. Pero su mente continúa alerta de forma inquietante. Gretchen se arrodilla a su lado, como si se acercara a un niño, y aproxima tanto sus labios que casi parece querer besarle. Siente la palpitación de la sangre en su garganta. No puede tragar. Un perfume a lilas la envuelve.
—Es hora de marcharse, querido —susurra.
Se pone en pie mientras él es obligado a levantarse bruscamente. Nota unos brazos que lo alzan desde atrás, aferrándolo por las axilas. Frente a él, un hombre fornido, de rostro enrojecido, lo agarra de las piernas, transportándolo hacia el garaje, para depositarlo en la parte trasera de una Voyager verde —el vehículo que Archie y sus hombres han buscado durante meses— y ella se desliza a su lado. Se da cuenta de que hay otra persona en la camioneta, y que no era Gretchen la que estaba detrás de él, pero no tiene tiempo para procesar esa información porque ella se ha sentado a horcajadas sobre su pecho, apretándole la cintura con las rodillas. Ni siquiera puede mover los ojos, pero ella le habla suavemente para que sepa lo que está haciendo.
—Te estoy remangando la camisa. Busco una vena.
Levanta una jeringa hipodérmica y se la acerca a Archie para que la vea. «Tiene preparación médica», piensa él. El dieciocho por ciento de las asesinas en serie son enfermeras. Él mira al techo de la camioneta. Gris metalizado. «Permanece despierto», piensa. Recuérdalo todo. Cada detalle será importante. «Si es que vivo».
—Te voy a dejar descansar un poco. —La mujer sonríe y acerca su rostro hasta él para que pueda verla, acariciando con la rubia melena su mejilla, aunque él no puede sentirlo—. Tenemos mucho tiempo por delante para divertirnos. El no puede responder, ya ni siquiera puede parpadear. Su respiración es lenta y pesada. No puede ver cómo le introduce la aguja en el brazo, pero presume que lo ha hecho, porque, a partir de ese momento, se sumerge en una profunda oscuridad.
Se despierta boca arriba. Está todavía mareado y tarda unos segundos en darse cuenta de que el hombre de rostro enrojecido está de pie sobre él. En ese momento, el primer ins tante en que Archie recupera la consciencia, la cabeza del hombre salta por los aires. Archie se agita cuando la sangre y los fragmentos del cerebro salen despedidos hacia delante, salpicando su cara y su pecho, como un cálido vómito de líquido espeso. Intenta moverse, pero está atado a la mesa de pies y manos. Nota un trozo de una sustancia viscosa asquerosamente caliente que se desliza por su cara y cae al suelo. Tira con fuerza de las cuerdas hasta que se lastima la piel, pero no es capaz de aflojarlas. Se ahoga, pero está amordazado, obligando a la bilis a regresar a su garganta, y volviendo a ahogarse. Le arden los ojos. Es entonces cuando la ve, de pie, detrás de donde ha caído el hombre, sosteniendo el arma que ha usado para ejecutarlo.
—Quiero que entiendas desde el principio lo comprometida que estoy contigo —le dice—. Que tú eres el único.
De pronto, da media vuelta y se marcha.
El se queda estupefacto, contemplando lo sucedido. Traga saliva y, tratando de conservar la calma, mira a su alrededor. Se ha quedado solo. Su única compañía es el muerto tendido en el suelo, con la cara destrozada. Gretchen se ha ido. La persona de la camioneta también. Su sangre late con tanta fuerza que, durante unos minutos eternos, es la única sensación que percibe. Pasa el tiempo. Al principio piensa que se encuentra en una sala de operaciones. Es un lugar amplio, con las paredes cubiertas de azulejos blancos, como un subterráneo bien iluminado con tubos fluorescentes. Gira la cabeza de un lado a otro y ve varias bandejas con instrumental médico, un desagüe en el suelo de cemento. Vuelve a tensar las cuerdas que lo aprisionan y se percata de que está atado a una camilla. De su cuerpo salen varios tubos: un catéter, una sonda intravenosa. No hay ventanas, y percibe un ligero olor a tierra en el límite de su conciencia. Moho. Un sótano.
Empieza a pensar como un policía. Las otras víctimas han sido torturadas durante un par de días antes de que ella se deshiciera de los cadáveres. Eso significa que todavía tiene tiempo. Dos días. Tal vez tres. Puede que lo encuentren. Le dijo a Henry adonde iba, que tenía una consulta con la psiquiatra sobre el último cadáver. El había pedido aquella cita para tratar de profundizar en aquel molesto sentimiento que tenía desde que se conocieron. Sería el último lugar en el que podían rastrearlo. Había llamado a su esposa cuando iba de camino. Ése sería el último punto de contacto. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que lo había secuestrado?
Allí estaba ella de nuevo. Al otro lado de la mesa donde yace el cadáver, rodeado de una sangre espesa y oscura que se extiende por el suelo gris. Recordó la primera vez que había aparecido —la psiquiatra que había abandonado su trabajo para escribir un libro—. Ella había leído sobre el equipo especial de policía y lo había llamado para brindarles su ayuda. Había sido un infierno para todos ellos. Se ofreció a visitarlos. No como pacientes, le dijo. Simplemente para hablar. Ellos llevaban trabajando en aquel caso casi diez años. Veintitrés cadáveres dispersos en tres estados. Y habían pagado un alto precio. Aquella mujer invitó a quienes estuvieran interesados a una sesión de grupo. Sólo para hablar. Se había quedado sorprendida al ver cuántos detectives habían asistido. El hecho de que ella fuera hermosa, sin duda, había tenido algo que ver, pero tenía que reconocer que les había resultado de gran ayuda. Era una gran profesional.
Ve cómo aparta la sábana blanca que lo cubre, dejando su pecho al descubierto, y se da cuenta de que está desnudo. No le invade ningún sentimiento de vergüenza. Es un hecho. Simplemente. Ella pone la palma de su mano sobre su esternón. Él sabe lo que eso significa. Ha memorizado las fotos de los crímenes, las abrasiones y las quemaduras en el torso. Es parte del perfil, una de sus firmas.
—¿Sabes qué viene ahora? —le pregunta, sabiendo que él es consciente de ello.
Necesita hablar con ella. Ganar tiempo. Emite un sonido ahogado a través de la cinta adhesiva y hace un gesto, indicando que se la quite. Ella le pone un dedo sobre los labios y niega con la cabeza.
—Todavía no —le dice con suavidad, y vuelve a preguntarle, algo más secamente—: ¿Sabes lo que viene ahora?
Él asiente.
Ella sonríe, complacida.
—Por eso he preparado algo especial para ti, querido.
Detrás de ella hay una bandeja de instrumental. Se gira y agarra algo de ella. Un martillo y un clavo. «Interesante», piensa, sorprendido por su habilidad para distanciarse de sí mismo y permanecer como un observador clínico. Hasta ahora las víctimas parecían haber sido elegidas al azar, hombres, mujeres, jóvenes, ancianos, pero las heridas en el torso, aunque habían evolucionado, eran notablemente consistentes. Pero nunca había usado clavos hasta ese momento.
Ella parece satisfecha.
—Supuse que te agradaría algo de variedad.
Deja que la punta de sus dedos tamborilee sobre su pecho hasta encontrar la costilla que busca, y entonces coloca la punta del clavo sobre la piel y deja caer el martillo con fuerza. El siente el chasquido de su costilla al romperse y vuelve a ahogarse. Su pecho arde de dolor. Lucha por respirar. Le lloran los ojos. Ella enjuga una lágrima de sus mejillas enrojecidas, acaricia su pelo y luego busca otra costilla para repetir el proceso. Una y otra vez. Cuando termina, le ha roto seis costillas. El clavo está empapado en sangre. Lo deja caer con un ruido inofensivo sobre la bandeja del instrumental. No puede mover su cuerpo ni siquiera un milímetro sin sentir un dolor lacerante que jamás había experimentado. Sus fosas nasales se han obstruido con mocos, no puede respirar por la boca, y tiene que soportar una auténtica agonía cada vez que quiere introducir aire en sus pulmones, y aun así, casi no puede respirar superficialmente, sin detener los aterrados jadeos que suenan como sollozos. «Tal vez he sido demasiado optimista creyendo que tenía dos días», piensa. Tal vez está destinado a morir en aquel mismo instante.
La cicatriz que cruzaba su pecho era pálida y un poco rugosa, con un tejido fibroso no más ancho que un hilo de lana. Comenzaba unos centímetros por debajo de su pezón izquierdo, abriéndose paso, en forma de arco, a lo largo del oscuro vello de su pecho y volviendo a arquearse de regreso a su punto de origen. Tenía la forma de un corazón.
Archie siempre notaba su piel ligeramente abultada contra la tela de la camisa. Tenía muchas cicatrices, pero aquélla era la única que parecía dolerle. Sabía que se trataba de un dolor fantasma. Una costilla rota que nunca había terminado de curarse le molestaba bajo el pecho. Una cicatriz no le dolería, y mucho menos después de todo ese tiempo.
Sonó el teléfono. Se giró lentamente, sabiendo lo que significaba: otra víctima.
Sólo recibía llamadas de dos personas: su ex esposa y su ex compañero. Ya había hablado con Debbie ese día. Sólo faltaba Henry. Miró el identificador de llamadas de su móvil y confirmó sus sospechas. Era el prefijo del departamento de policía.