Corazón (33 page)

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Authors: Edmondo De Amicis

Tags: #Infantil, #Juvenil

BOOK: Corazón
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Tiene razón de sobra cuando me recuerda a muchachos que trabajan en el campo bajo los abrasadores rayos del sol, o en las blancas orillas de los ríos, que les ciegan y queman, o en las fábricas de cristal, donde pasan el día con la cara inclinada sobre una llama de gas, teniendo que levantarse antes que nosotros y sin vacaciones.

¡Ánimo!

Derossi es también en esto el primero: no le arredra el calor; la somnolencia no puede con él; se muestra en todo instante tan campante y contento como en el invierno, sin haberse cuidado de cortarse el pelo para ir más fresco; estudia con tesón y mantiene bien despiertos a los que están cerca de él, como si con su voz refrescase el ambiente.

Hay, asimismo, otros dos, siempre atentos y trabajadores: el incansable Stardi, que se muerde los labios para no dormirse y que cuanto más calor hace y más cansado está tanto más aprieta los dientes y abre los ojos, como si quisiera comerse al maestro; y el «negociante» Garoffi, ocupado en hacer abanicos de papel encarnado, a los que pega figuritas sacadas de las cajas de cerillas, que vende a dos céntimos cada uno.

Pero el mejor es Coretti, tiene que levantarse a las cinco para ayudar a su padre en el trajín de la leña. En clase, a las once, ya no puede tener los ojos abiertos y se le dobla la cabeza sobre el pecho; sin embargo, se esfuerza por dominarse, se da palmadas en la nuca y pide permiso para salir con el fin de mojarse la cara; también dice a los que tiene a su lado que no dejen de pellizcarle o darle codazos si le ven cabecear. Con todo, esta mañana no pudo resistir más y se quedó profundamente dormido. El maestro le llamó con voz fuerte:

—¡Coretti!

Pero él no le oyó.

—¡Coretti! —repitió el maestro, irritado.

Entonces, el hijo del carbonero, que se sienta a su lado, se levantó para decir:

—¡Es que ha estado trabajando desde las cinco de la mañana, llevando haces de leña!

El maestro le dejó dormir, y continuó explicando la lección media hora más. Luego se acercó al banco de Coretti, empezó a soplarle despacito en la cara y le despertó. Al verse delante del maestro, tuvo un movimiento de susto. Pero el maestro le cogió la cabeza entre las manos, le dio un beso y le dijo:

—No te reprendo, hijo mío. No te duermes por pereza, sino por cansancio.

Mi padre

Sábado, 17

Tus compañeros Coretti y Garrone no contestarían nunca a su padre, hijo mío, como tú lo has hecho esta tarde al tuyo.

¡Enrique! ¿Qué ha pasado? Debes jurarme que nunca más volverá a ocurrir cosa semejante. Cuando te reprenda tu padre y vaya a salir de tus labios una mala respuesta, piensa en el día que, irremisiblemente, tendrá que llegar, en el que te llame a su cabecera para decirte:

—Te dejo, Enrique.

¡Oh, hijo mío! Cuando oigas su voz por última vez, y también mucho después, al llorar a solas en la habitación donde dio el último suspiro, en medio de los libros que ya nunca abrirá, si entonces recuerdas haberle faltado alguna vez al respeto, también te preguntarás: «¿Cómo pudo suceder tal cosa?» Comprenderás que fue siempre tu mejor amigo, que, cuando se veía obligado a reprenderte o castigarte, sufría más que tú, no habiéndole guiado jamás otra cosa que tu bien. Entonces te arrepentirás y besarás la mesa en la que tanto trabajó y sobre la que dejó sus fuerzas en bien de sus hijos, y con el fin de que nada nos faltara.

Ahora no te das cuenta de muchas cosas. El oculta todas sus preocupaciones, excepto su bondad y su cariño. No sabes que algunos días se encuentra tan cansado, que cree que sólo le quedan pocas semanas de vida, y entonces no cesa de hablar de ti, no siente más pesar que dejarte sin protección, lamentando la posibilidad de que no logres situarte como él quiere en la vida; entonces encuentra nuevos estímulos para proseguir su esfuerzo. Ni siquiera sabes que con frecuencia desea tu compañía porque tiene una amargura en el corazón y disgustos, como todos los hombres de este mundo. Te busca como a un amigo para consolarse y olvidar. Se refugia en tu cariño para recobrar la serenidad y nuevos ánimos.

Piensa, pues, lo doloroso que debe ser para él encontrar en ti frialdad y falta de afecto cuando va en busca del cariño filial. ¡No te manches jamás con la negra ingratitud! No olvides que, aun en el caso de que tuvieses la bondad de un santo, no podrías compensarle lo suficiente por lo que ha hecho y continúa haciendo por ti. Piensa, asimismo, que nadie tiene la vida asegurada, y que una desgracia inesperada podría arrebatarte a tu padre, del que tanta necesidad tienes, dentro de dos años, de tres meses o mañana mismo. ¡Cómo verías cambiar entonces, hijo mío, todo cuanto te rodea, lo vacía, triste y desolada que te parecería esta casa, con tu pobre madre vestida de luto! Anda, Enrique, vete al despacho en donde está trabajando tu padre; ve de puntillas, para que le pase inadvertida tu entrada, pon tu frente en sus rodillas y dile que te perdone y te bendiga.

TU MADRE

En el campo

Lunes, 19

Mi buen padre me perdonó una vez más, y me dio permiso para ir a la excursión que habíamos proyectado hacer el miércoles con el padre de Coretti, el vendedor de leña. Todos teníamos necesidad de respirar el aire de la colina.

Fue un placer. Ayer, a las dos de la tarde, nos reunimos en la plaza de la Constitución: Derossi, Garrone, Garoffi, Precossi, padre e hijo, y yo, con nuestras respectivas provisiones de fruta, salchichas y huevos duros; también llevábamos cantimploras y vasitos de hojalata. Garrone llevaba una calabaza con vino blanco; Coretti, la cantimplora de soldado de su padre, llena de vino tinto, y el pequeño Precossi, con su inseparable blusa de herrero, tenía bajo el brazo una hogaza de pan de dos kilos.

Fuimos en autobús hasta la Gran Madre de Dios, y luego, rápidamente, a pie por las colinas. Era una delicia disfrutar de tanto verdor, de sombra y frescura… Nos revolcábamos sobre la hierba, metíamos la cara en los arroyuelos y saltábamos por los vericuetos. Coretti padre nos seguía a gran distancia, con la chaqueta al hombro, fumando en su pipa, y de vez en cuando nos hacía señas con las manos para que tuviésemos cuidado y no nos rasgásemos los pantalones. Precossi silbaba; nunca le había oído silbar, y menos de tal manera. Coretti hijo hacía de todo por el camino; es un artista con su navajita de un dedo de larga; sabe hacer ruedecitas de molino, tenedores, barquitos… No sé cómo se las arregla; además, quería ayudar a llevar cosas de otros; tan cargado iba, que sudaba de lo lindo, pero no se quedaba atrás. Derossi se detenía a cada instante para decirnos los nombres de las plantas y de los insectos que encontrábamos a nuestro paso; no me explico cómo sabe tanto. Garrone, no podía ser de otra forma, no paraba de comer, pero caminaba en silencio; desde la muerte de su madre no parece el mismo, y ya no muestra la misma fruición de antes al mordisquear el pan. Pero continúa siendo tan bueno como siempre. Cuando alguno de nosotros tomábamos carrerilla para saltar un obstáculo, él se situaba al otro lado para tendernos las manos, y como quiera que a Precossi le daban miedo las vacas, porque de pequeño le había embestido una, Garrone se le ponía delante para protegerlo.

Subimos hasta Santa Margarita, y luego bajamos por la pendiente, dando saltos y echándonos a rodar. Precossi se enredó en una aliaga, se hizo un rasgón en la blusa y se quedó avergonzado con su jirón colgando; pero Garoffi, que siempre lleva alfileres en la chaqueta, se lo arregló de manera que casi no se advertía, mientras él no cesaba de decirle:

—¡Perdona, perdóname!

Garoffi no perdía el tiempo, mientras tanto: cogía hierbas para la ensalada, caracoles y cuantas piedrecitas relucían algo; se las guardaba en el bolsillo, pensando que quizás fuesen de oro o de plata.

Corríamos, saltábamos y nos echábamos a rodar, trepábamos a la sombra y al sol por todas las elevaciones y senderos, hasta que llegamos sin podernos tener de pie a lo más alto de una colina, donde nos sentamos o tumbamos sobre la hierba para merendar.

Desde allí se divisaba una llanura inmensa, viéndose al fondo los Alpes azulados, con sus cimas siempre blancas.

Teníamos un hambre atroz y el pan desaparecía como por encanto. Coretti padre nos daba lonchas de salchichón en hojas de calabaza. Empezamos a hablar de todo: de los maestros, de los compañeros que no habían podido participar en la excursión y de los exámenes. Precossi se avergonzaba algo de comer en presencia de los demás, y Garrone le ponía en la boca lo mejor de su fiambrera, haciéndoselo comer a la fuerza. Coretti estaba sentado junto a su padre, con las piernas cruzadas; más parecían dos hermanos que padre e hijo, viéndolos tan cerca al uno del otro, ambos con buen color, sonrientes y con los dientes blancos… El padre comía con gusto y apuraba los vasos que dejábamos a medias, diciéndonos:

—A los que estudiáis seguramente os hace daño el vino, pero los vendedores de leña lo necesitamos —Luego cogía por la nariz al hijo, lo zarandeaba y decía—: Muchachos, quered mucho a éste, que es un buen chico; ¡os lo digo yo!

Y todos reíamos, a excepción de Garrone.

—¡Qué lástima! —añadió—. Ahora estáis todos vosotros reunidos aquí, como buenos camaradas; pero dentro de unos años Enrique y Derossi serán, probablemente, abogados o profesores, u otra cosa por el estilo, y los otros trabajaréis en un comercio o en un oficio o Dios sabe en qué. Y entonces, ¡adiós compañerismo!

—¿Qué dice usted? —se apresuró a decir Derossi—. Para mí Garrone será siempre Garrone; Precossi, siempre Precossi, y los demás lo mismo, aunque llegase a emperador de Rusia. Donde estén ellos, iré yo.

—¡Bendito seas! —exclamó Coretti padre alzando la cantimplora—. ¡Así se habla, qué caramba! ¡Venga esa mano! ¡Vivan los buenos compañeros y viva también la escuela, que hace una sola familia de los que tienen y de los que no tienen bienes!

Todos tocamos con nuestros vasos su cantimplora y echamos el último trago. Se puso de pie, apurando la última gota, y luego gritó:

—¡Viva el Regimiento del cuarenta y nueve! Si alguna vez tuvieseis vosotros que luchar, a ver si os mantenéis tan firmes como estuvimos nosotros, muchachos.

Ya era bastante tarde, y emprendimos el camino de regreso cantando y correteando. A trechos íbamos con los brazos entrelazados. Llegamos al Po cuando empezaba a oscurecer y cruzaban el aire millares de pequeñas luciérnagas. Nos separamos en la plaza de la Constitución, después de haber acordado reunirnos todos de nuevo el domingo para ir al teatro Víctor Manuel a presenciar el reparto de premios a los alumnos de las escuelas nocturnas.

EMPRENDIMOS EL CAMINO DE REGRESO CANTANDO.

¡Qué día más delicioso pasamos! ¡Con qué muestras de contento habría entrado en mi casa de no haberme cruzado con mi pobrecita antigua maestra en la escalera, cuando se marchaba! Como la escalera estaba a oscuras, al principio no me reconoció; pero luego me tomó ambas manos y me dijo al oído:

—¡Adiós, Enrique; acuérdate de mí!

Me di cuenta que lloraba. Subí y se lo dije a mi madre, la cual me respondió:

—Va a meterse en cama. —Después dijo con tristeza y mirándome fijamente—: Tu pobre maestra… está muy mal.

Los premios a los obreros

Domingo, 25

Como lo habíamos convenido, fuimos todos juntos al teatro Víctor Manuel para presenciar la distribución de premios a los alumnos de las clases nocturnas de adultos, obreros en su inmensa mayoría.

El teatro estaba adornado y repleto de gente como el 14 de marzo; pero casi todo el público lo componían familiares de los alumnos obreros. El patio de butacas estaba ocupado en gran parte por los alumnos y alumnas de las escuela de canto, que interpretaron un himno en honor de los soldados muertos en Crimea, muy bonito, tanto que, cuando terminó, todos se pusieron de pie sin cesar de aplaudir y de vitorear, de manera que tuvieron que repetirlo.

Acto seguido, empezaron a desfilar los premiados por delante del Gobernador, del Alcalde y de otras personalidades, quienes entregaban a los galardonados libretas de la Caja de Ahorros, diplomas y medallas.

En un rincón del patio vi al albañilito, sentado junto a su madre; en otra parte estaba nuestro Director, y detrás de él se divisaba la rubia cabeza de mi maestro de segundo.

Primeramente pasaron los alumnos de las escuelas nocturnas de dibujo: plateros, escultores, litógrafos, y algunos carpinteros y albañiles; luego los de la escuela de comercio; a continuación los del liceo musical, entre los cuales iban varias muchachas obreras, todas con sus mejores trajes, que recibieron una gran ovación, a la que contestaron con cariñosas sonrisas. Por último desfilaron los alumnos de las escuelas nocturnas elementales. Era digno de verse el espectáculo qué ofrecían aquellos jóvenes y hombres de todas las edades, de todos los oficios y vestidos de muy diferentes modos, muchos de ellos con el pelo entrecano y bien poblada barba negra. Los de menor edad se presentaban con gran desenvoltura, pero los hombres, con cierto azoramiento. La gente aplaudía tanto a los más viejos como a los más jóvenes. Sin embargo, ningún espectador se reía, al revés de lo que ocurría el día de nuestra fiesta, sino que todos estaban atentos y serios.

Muchos de los premiados tenían en el teatro a su mujer y a sus hijos, y había niños que, al ver pasar al padre hacia el escenario, lo llamaban por su nombre en alta voz y lo señalaban con el dedo riendo.

Pasaron labradores y peones: de la escuela Boncompagni. De la escuela de la Ciudadela se presentó un limpiabotas, conocido de mi padre, al que el Gobernador entregó un diploma. Tras él vi pasar a un hombretón, con aspecto de gigante, al que me parecía haber visto otras veces… Era el padre del albañilito, que había ganado ¡el segundo premio! Recordé haberle visto en la buhardilla, junto a la cama de su hijo enfermo, y busqué enseguida con la vista a su hijo. El pobre albañilito miraba a su padre con los ojos brillantes, y, para ocultar y disimular su emoción, ponía el acostumbrado hocico de liebre.

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