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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr

BOOK: Cormyr
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El vidente Alaundo profetizó que siete plagas azotarían Cormyr y lo reducirían a escombros. Durante siglos, la familia real se ha preparado para ese día y ha dedicado su existencia a proteger el reino. Pero cuando sus antiguos guardianes duermen y sus siervos más leales desaparecen, cuando un terrorífico mal se dispone a asolar su hogar... ¿quién protegerá a la familia real?

Ed Greenwood
Jeff Grubb

Cormyr

La saga de Cormyr I

ePUB v1.0

Garland
15.09.11

Este libro está dedicado a Jen y a Kate, quienes han hecho gala

de una gran capacidad de comprensión mientras lo escribíamos.

Con todo nuestro amor, siempre,

E.G y J.B.

Y en esta tierra orgulloso me yergo

hasta el día en que muera, señor;

pues quienquiera que sea nuestro soberano,

yo, señor, cormyta valiente seré.

La fanfarronada cormyta
, atribuida a Chanthalas,

maestro de bardos

Nota acerca de la cronología

En los Reinos, las nomenclaturas tradicionales de los años fueron establecidas por el profeta Alaundo, poderoso mago de antaño que aún goza de gran estima, ya que sus profecías se han cumplido inexorablemente hasta nuestros días. Los años anteriores a Alaundo no acostumbran a tener un nombre propio. En los Reinos, todos los años que siguen a Alaundo (hacia el -200 del Calendario de los Valles) poseen nombres oficiales.

Cormyr cuenta con calendario propio, establecido durante la coronación del primer rey Obarskyr, y de la fundación oficial de la nación como tal. No obstante, para facilitar las cosas al lector, tanto los autores como el acosado editor han optado por recurrir al calendario original de Alaundo, y al más conocido, a la par que similar, Calendario de los Valles.

Prólogo

El territorio del dragón, antes de que los años tuvieran nombre

(-400 del Calendario de los Valles)

Thauglor, soberano del País de los Bosques, emprendió un descenso alabeado y rasante. A su alrededor, el viento silbaba hasta semejar el zumbido de un zángano, y las copas de los árboles del valle se alzaban velozmente para salir a su paso. Profirió un profundo ronquido, y el pequeño rebaño de búfalos abandonó rápidamente su escondrijo para emprender el trote con torpeza entre bufidos de pánico. Al sobrevolarlos la sombra de Thauglor, buena parte de las bestias cambió de dirección, decididas a adentrarse en el bosque.

«Mala cosa», pensó Thauglor. El dragón volvió a inclinar todo su peso sobre un ala, y a continuación cortó el paso a las bestias que tenía a la vista, profiriendo un nuevo rugido. La veintena de animales que habían permanecido inmóviles giraron en redondo, provocando una confusa nube de polvo acompañada por el retumbar de cascos, para encaminarse en dirección opuesta, de vuelta al claro donde Thauglor pretendía enfrentarse a ellos.

El gigantesco dragón negro desplegó las alas, que batió con fuerza agitando el aire veraniego y estancado mediante largos y firmes aleteos, con intención de atrapar a las bestias en plena estampida, justo cuando abandonaban la protección que les ofrecía el bosque. Por un fugaz instante, alcanzó a oír el rumor confuso, la agitación de la huida frenética que tenía lugar bajo sus pies. Tras sobrevolar las copas de los árboles, con tal de emprender el ataque sobre las bestias que corrían por la superficie, Thauglor tuvo que encoger ambos extremos de sus alas, y disponerse a evitar los robles y la maleza.

Thauglor el Negro y la manada de búfalos alcanzaron el claro a la vez.

El esperado pliegue del terreno, al pie de donde se encontraban los árboles, obligó al enorme dragón a elevarse ligeramente cuando la primera forma temblorosa y marrón abandonó el abrigo de los árboles. La gigantesca sombra de Thauglor se cernió sobre ellos, mientras el sol estival brillaba en lo alto hasta penetrar la delgada membrana de sus alas. El asustado rebaño intentó volver sobre sus pasos, en busca de la dudosa protección que ofrecían los árboles, aunque para entonces los búfalos ya estaban perdidos.

El dragón rugió por tercera vez, un rugido triunfal, y acto seguido cayó sobre los animales amontonados, atemorizados. Mugían y se volvían de un lado a otro en todas direcciones, mas Thauglor se movía entre ellos con cruel precisión.

Su generosa forma surcada de escamas cayó sobre uno de los animales indefensos, para partir su espinazo, deteniéndolo en seco. Thauglor extendió sus garras para arrancar las tripas de una pareja de búfalos que huían. Justo cuando se esforzaban por librarse de las garras, entre desgarradores mugidos, el dragón clavó las mandíbulas en torno a una cuarta presa, sorprendido de que uno de sus huesos se astillara y terminara entre sus dientes.

La presa, moribunda, atacó los dientes que la aprisionaban, sin caer en la cuenta de que estaba muriendo. Cejó en su empeño, ansiosa por obtener una liberación que no llegaría. El impresionante wyrn zarandeó al búfalo como el gato zarandea al ratón, antes de arrojarlo al suelo. El búfalo chocó contra el suelo con un golpe sordo, húmedo, desagradable, después lo recorrió un espasmo y, por fin, quedó sumido en una inmovilidad absoluta, sin vida para seguir luchando.

Thauglor el Negro, señor del bosque, miró satisfecho a su alrededor. El único búfalo superviviente había alcanzado el abrigo de los árboles, después de abandonar cuatro trofeos a la consumada maestría en la caza del dragón. Tres yacían desparramados como cantos rodados de color marrón, surcados de vetas frescas de color rojo. El último de la ofrenda aún se retorció levemente entre los espasmos, en sus últimos segundos de vida.

Thauglor observó su muerte con cierto desinterés. El búfalo yacía de costado, contemplando a quien lo había matado con un único ojo bañado en sangre. Al cernirse el anciano dragón negro sobre él, abrió el ojo acosado por el terror, al tiempo que intentaba apartarse, pese a tener la espalda partida dominada por los espasmos y unas patas que habían perdido cualquier atisbo de la fuerza que tuvo en el pasado. Thauglor abrió el vientre del animal con una sola uña, como si nada, y la luz que brillaba en los ojos del búfalo del bosque se extinguió.

Había llegado el momento de alimentarse. El enorme dragón cerró la mandíbula en torno al cuerpo caliente y levantó la cabeza. Con la fortaleza de sus músculos, Thauglor masticó aflojando en el momento justo la mandíbula, para ampliar el camino a la garganta. El búfalo ensangrentado, pequeño en comparación con la bestia que lo devoraba, se deslizó sin mayores problemas por el gaznate del dragón. De haberse atrevido alguna criatura a adentrarse en aquel claro, con intención de ver cómo se alimentaba el anciano dragón negro, hubiera podido ver aquella masa informe deslizarse lentamente por la garganta, mientras unos músculos tensos como cuerdas lo detenían por un instante, para aplastarlo mejor, antes de que el búfalo entero desapareciera por siempre en el estómago del wyrn.

Aquel primer bocado sirvió de aperitivo a Thauglor, y al emprenderla con el segundo lo hizo con mayor desenfado, y se tomó su tiempo para saborear las jugosas y vaporosas entrañas, su estómago, gozando los jugosos órganos en la boca con fino paladar, antes de engullirlos. Crujió el cráneo de su presa con los colmillos largos y afilados de un lado de la mandíbula y, acto seguido, reunió los sesos con un diestro barrido de la punta de su delicada lengua.

El apacible y fresco rumor, fruto de la comilona que se estaba dando Thauglor, enmudeció de pronto a causa de un chirrido cercano y débil —más parecido, quizás, a la tos de un dragón—, que obligó a Thauglor a desviar su atención, concentrada en el almuerzo, y a mirar con los ojos tan entrecerrados como peligrosos.

Era otro dragón negro, que acababa de posarse en el borde del claro; sin duda era un jovenzuelo, quizá no alcanzara los diez inviernos, y sus escamas eran tan suaves y relucientes como las de un recién salido del cascarón. Las placas livianas que lucía en la barriga lo delataban como descendiente de Casarial, y al parecer daba fe del ímpetu que poseía la nieta más joven de Thauglor. El recién llegado dio unos pasos hacia él, con intención de hacerse con uno de los cadáveres que acababa de cazar su pariente de más edad.

Thauglor cerró los ojos mirando a través de imperceptibles hendiduras y, a continuación, soltó un gruñido tan grave como gutural. No compartiría su caza, al menos en aquella ocasión, al menos hasta que hubiera comido hasta reventar. Definitivamente no estaba dispuesto a compartir la caza con un jovenzuelo tan irrespetuoso como para privar de algunos bocados al festín particular de Thauglor.

El enorme dragón negro se irguió en cuclillas y abrió las alas al máximo, tocándose las puntas por encima de su cabeza, y eclipsando con su sombra al joven dragón, que permaneció inmóvil bajo la atenta mirada de Thauglor, quien por un instante se preguntó si el joven no sería lo suficientemente estúpido como para perseverar.

La mirada del joven dragón era de lo más elocuente. En su corazón sintió unas punzadas de dolor, advirtiéndole de un peligro del que apenas acababa de tomar conciencia. Lentamente, el joven emprendió la retirada.

Probablemente, al posarse en tierra había considerado lo sencillo que sería robar parte del festín al anciano despistado, criatura tan vieja que sus escamas empezaban a adquirir una pálida tonalidad violácea. No había sido sino hasta aquel preciso instante cuando el joven había caído en la cuenta de que aquél no era ningún dragón desdentado y viejo. Ahora recordaba las historias que se explicaban del venerable y gran progenitor de todos los dragones que habitaban en la zona.

—Joven, ¿acaso no tienes nombre? —preguntó Thauglor, cuya expresión remitió al tono del idioma antiguo más arcaico y preciso de los wyrns. El olor que desprendieron las escamas de Thauglor subrayó el hecho de que no se trataba de una pregunta educada, sino de una exigencia.

—Kre... Kreston —respondió el joven, que tartamudeó ligeramente al utilizar la antigua lengua, igual que un colegial en clase de gramática—. Engendrado por Casarial, que a su vez lo fue por Miranatol, nieto de Hesior, descendiente del poderoso Thauglorimorgorus, la Oscura Muerte, señor.

—Casarial, tu madre, siempre fue algo impetuosa —dijo Thauglor—. Pregúntale qué hizo para ganarse la cicatriz que corona su ojo izquierdo. —Tras un breve silencio, añadió más relajado—: Deberías plantear esta cuestión con cierta suavidad, además de comedimiento.

El dragón joven respondió con un gesto de asentimiento, mientras a Thauglor le crujían las tripas.

—Espera en el borde del claro. Puedes quedarte con lo que sobre. Mejor será que en el futuro observes la cacería y aprendas a proporcionarte semejante comilona por tus propios medios.

De nuevo, el joven dragón tragó saliva y asintió, antes de retirarse al borde del claro. Sus ojos conservaban su miedo, y no se apartaban de la figura del veterano dragón. Aunque Thauglor no había dicho su nombre, y el joven se había guardado muy mucho de preguntarlo, estaba seguro de haber reconocido en el anciano de escamas purpúreas, a su antepasado.

Thauglor cortó las partes más gustosas del cadáver del búfalo de los bosques; al hacerlo, esgrimió sus garras con la maestría propia de un maestro de carniceros, y después las introdujo en su boca con una lengua plegada e indolente.

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