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Authors: Jeff Grubb Ed Greenwood

Cormyr (2 page)

BOOK: Cormyr
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Sin preocuparse por mantener a raya al de jóvenes escamas, Thauglor hizo rechinar los viejos y amarillentos colmillos, después bostezó y, finalmente, la emprendió con las demás presas. Saciada su hambre, el soberano del País de los Bosques crujió de forma deliberada los cráneos de sus víctimas, y se alimentó de las entrañas de los dos cadáveres que quedaban, hasta que se hubo hartado. Mientras lo hacía, echó un vistazo discreto a la figura temblorosa que permanecía en el borde del claro, con la mirada bien abierta como si registrara todos y cada uno de los movimientos de Thauglor.

A medida que pasaba el tiempo había más dragones como ese Kreston, dragones negros de su sangre a quienes no conocía personalmente. Como mínimo habían transcurrido un centenar de veranos desde la última vez que había visitado a sus descendientes, a sus hijos y nietos. La mayor parte de su camada demostraba la deferencia necesaria, al igual que sus hijos. No obstante, los cachorros de ahora hacían gala de una presunción insultante y la osadía de la juventud no servía sino de penosa protección al alcanzar la insegura etapa de la adolescencia. Thauglor se encargaría de ello.

Y si no lo hacía, otros tomarían el relevo. Quizá debía realizar otra visita a sus posesiones del bosque, para infundir temor en los cerebros, estúpidos y arrogantes, de los dragones jóvenes.

Mejor sería propagar alguna que otra historia del lejano pasado, además de unas cuantas lecciones de caza. Thauglor estuvo a punto de suspirar en voz alta. Prefería cazar, aunque sabía de wyrns azules y rojos que no dudarían en llevar vida de carroñeros. Mas ¿un atajo de buitres con escamas, carroñeros vulgares y corrientes, sangre de su sangre? ¡Vaya! Quizá Casarial, que de joven se había echado a perder, no ponía todo el empeño a la hora de adiestrar a los jóvenes. Thauglor no ponía peros a devorar criaturas que no hubiera cazado personalmente, pero había engendrado una familia de cazadores, no de águilas ratoneras dedicadas a alimentarse del trabajo ajeno.

Sin embargo, tendría que dejarlo para otro momento. El sol estival iluminaba más si cabe el límpido cielo azul, y ya había moscardones negros zumbando sobre el carroñero. El dragón joven aguardaba la vez para aprovechar los restos, sin cambiar su peso de un talón a otro en todo aquel tiempo pese a la impaciencia que lo corroía. Thauglor consideró la posibilidad de llevarse los restos, a modo de lección, o de arrastrarlos por el polvo, pero se contuvo. El hambre es mala consejera para un cazador hambriento.

Thauglor arqueó la espalda y soltó un largo bostezo felino. Después extendió las alas y, sin volver a dirigirse al joven, remontó el vuelo. Los músculos y las alas del anciano dragón se tensaron al batir el aire que había bajo su cuerpo mediante imponentes aleteos, para después alcanzar una altura en tan poco tiempo, que ningún dragón joven podía superarlo. Otra lección para ese joven, pensó Thauglor.

Thauglor volvió a sobrevolar el claro. El dragón joven seguía agazapado en el mismo lugar donde lo había dejado; quizá parecía más animado, pero no se atrevía a hacerse con las sobras hasta estar seguro de que Thauglor hubiera acabado, y se hubiera ido. Sobre todo de que se hubiera ido.

Thauglor contuvo una sonrisa, y dio una voltereta en el aire a modo de saludo burlón al pasar de nuevo sobre el claro, ganando altura a medida que batía sus alas. Sí, debía hacer un extenso recorrido por sus dominios, a tenor de lo que había visto de un tiempo a esta parte, con tal de asegurarse de que los jóvenes de su estirpe recibían el adiestramiento adecuado, aunque en realidad sólo era para recordar a Casarial y a los demás quién era el verdadero señor del bosque. Era obvio que no había entrenado a ese... ¿Kreston? como debía.

Bajo el dragón gigantesco se extendía su reino boscoso como un tapiz de color verde. La mayor parte de aquel terreno estaba dominada por conjuntos de árboles con vegetación frondosa, sustituidos de vez en cuando por algún que otro claro surcado de árboles, por un claro pelado o de roca abrupta. Las sutiles pandarias y los cortezargéntea se enseñoreaban en los pantanos, mientras las sombríacopas y maderamalvas se alzaban cual piras en las colinas más secas, y éstas a su vez cedían terreno, a medida que ascendía, a los colorescanela de nudosas felsulias y cobrizas lasparias que circundaban el lindero del bosque, donde sobresalía la roca que tomaba el relevo.

El territorio de Thauglor estaba delimitado por montañas en tres de sus lados, y el cuarto por una estrecha ensenada perteneciente al Mar Interior. Al oeste se alzaba la cordillera más joven de montañas, cuyos puntiagudos picos, de factura reciente, eran peligrosos e imponentes. Al norte se encontraba el macizo, con mayúsculas, un enorme sostén pétreo contra los fracasados reinos de magos que había al otro lado, muro infranqueable de peores condiciones, si cabe, a causa de las continuas tormentas, cuyos relámpagos hendían la superficie cual latigazos, casi a diario. El trueno también reinaba en las montañas orientales. Sus picos, aunque elevados, eran menos afilados, allanados tras años y años de lluvias y nevadas. Esta última cadena estaba repleta de senderos, donde el bosque se aventuraba hasta la costa llana que había al otro lado. Sus picos señalaban el borde oriental de las tierras de la Oscura Muerte. Todo lo que había entre estas montañas le pertenecía por completo.

El extremo sur de su territorio estaba custodiado por un brazo plateado de mar que parecía esculpido a partir de las estrellas que se reflejaban en sus aguas, un golfo profundo nacido de una lluvia de meteoritos que se remontaba tanto en el tiempo, que incluso Thauglor la conocía sólo por las leyendas que le habían contado sus mayores, muertos tiempo ha. La costa serpenteaba rebosante de pantanos, como si aquel pedazo de tierra se precipitara lentamente hacia la costa moteada de islas. Algunos muchasraíces se alzaban imponentes en su gloria nudosa y desafiante, pese a que la costa más bien pertenecía a los cortezargéntea, a los sauces y demás vegetación acuícola. A un dragón tan sólo lo separaba un breve salto de las tierras que había al sur, territorio de otros wyrns, pero el estrecho mar hacía las veces de frontera.

Thauglor reinaba dentro de estos límites. En las montañas rojas y azules había algunos más ancianos que el augusto wyrn negro, pero todos eran criaturas indolentes y demasiado ancianas, que apenas despertaban vagamente un puñado de veces por milenio sólo para comer y beber. Por regla general respetaban el territorio del gigantesco wyrn negro, cuyas escamas tenían una tonalidad purpúrea muy particular. Los wyverns que anidaban alrededor del lago situado en mitad de los dominios de Thauglor le habían jurado fidelidad y por ello rendían tributo tanto a él como a los de su camada. Las bestias wyrns que aparecían surcando los cielos por encima de las montañas también le mostraban respeto, ofrecían un tributo o, de lo contrario, volvían por donde habían llegado.

No obstante, Thauglor se hacía viejo. Con cada año que pasaba sus escamas palidecían un poco más, hasta el punto de que las de su cresta parecían ya más violáceas que negro azabache. Aunque infalibles, sus ojos amarillos también adquirían la tonalidad purpúrea del atardecer. Ahora se permitía siestas de un mes, y al despertar sentía un hambre voraz. Quizá, pensó, no tardara en abandonar la vida consciente, la fría realidad, en favor de un refugio entre los ancianos wyrns de las montañas, para descubrir al despertar que algún otro dragón negro se había enseñoreado de su territorio.

El simple hecho de pensar que cualquiera, incluso sus propios hijos o nietos, pudiera reemplazarlo como la criatura más poderosa del bosque, como indisputable dueño y señor, lo perturbaba. Fue entonces cuando relegó tan oscuros pensamientos al trastero de su mente reptiliana. El rey del País de los Bosques voló a ras de suelo, incomodando a una bandada de buitres que descansaban colgados del muñón de un roble, producido por un rayo. Los carroñeros se dispersaron con un gruñido al verlo aparecer, como habían hecho antes los búfalos, mas Thauglor no perdió el tiempo en despacharlos mientras berreaban y revoloteaban. Sí, se imponía una visita a sus dominios, antes de entregarse a una larga siesta. Mejor averiguar ahora cuáles de sus descendientes eran lo bastante poderosos como para desafiarlo.

Las aletas nasales de Thauglor se dilataron ante la presencia de un olor nuevo en el aire, una simple bocanada de humo llevado por la brisa. Muy avanzada la estación para relámpagos primaverales... Quizás uno de los rojos más jóvenes inmolaba una punta del bosque para ahuyentar la presa, o una manada de cancerberos procedente del norte insistía en llevar a cabo una incursión.

El espléndido dragón inclinó su enorme cuerpo y planeó en dirección a los abruptos picos del oeste. Más o menos faltaba una hora para que el sol alcanzara los montes más elevados, sumiendo la tierra en una oscuridad prematura. El aroma a humo procedía de aquella dirección...

Cuando el anciano wyrn negro volaba hacia el oeste, volvió a olerlo, pero ahora con mayor intensidad. Thauglor vio una columna insignificante de humo que asomaba por entre las copas de los árboles. Con tal de salir de dudas, el enorme dragón emprendió un suave descenso en dirección este, cortando el viento que apenas emitía un silbido ante el embate de sus alas.

La superficie se acercaba cada vez más. Vio el fuego en la horcajadura de un roble formidable, gigante de múltiples ramas que incluso hubiera podido soportar el peso de un dragón de su tamaño.

Thauglor batió sus alas una sola vez, contrajo las puntas a modo de timón y frenó durante un breve y mudo instante, y aterrizó con suavidad sobre los talones en un tronco grueso. Pese a ello, el árbol crujió y algunas ramas pequeñas cayeron a la superficie del terreno boscoso. El dragón negro no malgastó una sola mirada en esas ramas, concentrado como estaba en el origen del fuego.

Alguien había encendido una hoguera para cocinar entre un círculo de rocas pequeñas, y estaba a punto de extinguirse. Había ardido durante algún tiempo, pero no era probable que se extendiera. Ante ello, Thauglor se sintió un tanto incómodo. Un fuego provocado por un rayo o un dragón rojo era algo que se podía controlar, y la mayoría de veces era beneficioso porque obligaba a las presas a abandonar el bosque. Sin embargo, aquello era obra de otros seres inteligentes... hombres, trasgos o enanos.

El campamento estaba abandonado, pero Thauglor permaneció inmóvil en la percha, a la espera. A menudo, las tribus de trasgos del norte acudían a esas tierras en busca de caza, y de vez en cuando una banda de refugiados de Netherese —hambrientos, cadavéricos y privados de la magia que tan famosos los hacía— intentaba cruzar su territorio. Los enanos desconfiaban de los bosques, debido a algún trauma racial del pasado, y tan sólo se arriesgaban a penetrar en los dominios del dragón si había algún rico metal que extraer. Thauglor les quitaba las pocas ganas de explorar que tuvieran.

El dragón negro esperó. Cualquier humanoide con un mínimo de cerebro hubiera echado a correr hacia las montañas, o se hubiera ocultado detrás de algún tronco a la espera de que la negra muerte alada hiciera el primer movimiento. Era lo justo, lo adecuado, y con suerte el fugitivo viviría para contar la historia de su huida, y para advertir a los suyos que hicieran lo posible por evitar el territorio boscoso que servía de hogar al enorme wyrn negro.

Algo se movió a la derecha de Thauglor, y el dragón volvió la cabeza en esa dirección. Desapareció nada más verlo, fundido en el bosque. Sin embargo, sus miradas se cruzaron durante un breve instante, y el dragón negro supo quién había invadido su territorio.

El intruso era un elfo, más delgado que el más macilento de los hombres, más alto que los enanos y mucho más grácil que un trasgo o cualquier otro ser de su sucia calaña. Aquél iba vestido de verde, el color más adecuado para pasar inadvertido entre los árboles que poblaban la zona. Polainas y justillo color jade, y una capa verde con una capucha verde jaspeada. El único atisbo metálico provenía de la guarda de una espada envainada, que el elfo llevaba colgada del cinto.

Había desaparecido, se había ocultado entre los árboles, renunciando a las ascuas de la fogata en favor de Thauglor. El dragón negro sabía que el intruso no regresaría al lugar donde había acampado. También sabía que el elfo había emprendido la huida, con intención de cruzar las montañas, donde estaría a salvo.

En aquel suspiro en que sus miradas se cruzaron, Thauglor había conseguido leer en el alma del elfo intruso. En ella creyó ver la sorpresa, el asombro causado por su tamaño, un sentimiento a medio camino del respeto ante el poder de los dragones.

Pero lo que el wyrn negro no había logrado ver era el miedo. Thauglor percibió decisión y fortaleza en la mirada del elfo, en su porte. No huía del dragón a causa del terror, lo hacía por sabiduría, y por eso había escapado del poder de Thauglor. Si regresaba, lo haría bajo sus propias condiciones.

Aquel breve encuentro produjo una ligera inquietud en Thauglor. Permaneció sentado en el árbol durante un tiempo, agitándose tan sólo cuando las primeras sombras, proyectadas por las montañas lejanas, extendieron sus garras frías sobre él. Se incorporó de pronto, diseminando las ascuas del fuego moribundo con un latigazo de su cola, y remontó el vuelo para ganar altura en aquella fría tarde. Ahora se dirigió hacia el este, hacia su nido.

Tendría que vigilar al recién llegado. Era tan valiente...

El elfo no atacó como lo hubiera hecho un guerrero, y tampoco había huido como un animal. No pasaría nada si actuaba en solitario, pero Thauglor había oído en más de una ocasión que, en el bosque, los elfos eran como algunos insectos: si uno asomaba el hocico, era porque otro centenar aguardaba oculto tras las cercanas hojas del bosque.

El rey del País de los Bosques se dijo que ya tenía otra razón para visitar a su familia. Quizás ellos también habían encontrado algún otro intruso; tendrían que hacer algo al respecto. Durante una breve temporada, no tendría más remedio que permitir la entrada a su reino de refugiados del norte... antes que él los
visitara
. Los supervivientes advertirían a los demás de los peligros que corrían por invadir los dominios de Thauglor. Tiempo habría para reír, pensó Thauglor al imaginar el olor a terror que mantenía cerradas las puertas de su reino.

Sin embargo, no percibió miedo en la mirada del elfo. Y eso preocupaba más a Thauglor que todos los trasgos que habitaban los picos del norte.

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