Cortafuegos (48 page)

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Authors: Henning Mankell

Tags: #Policíaco

BOOK: Cortafuegos
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Llenos de asombro, leyeron el texto que apareció en la pantalla «Los visones han de ser liberados».

—¿Y qué quiere decir eso? —inquirió Martinson.

—No lo sé —admitió Wallander—. Pero lo cierto es que, con esta frase, acaba de establecerse una nueva conexión, entre Jonas Landahl y Tynnes Falk, para ser exactos.

Martinson lo observó sin comprender.

—¿No habrás olvidado que, hace algunos años, Falk fue condenado al pago de una multa por haber participado en un ataque contra una granja de visones, verdad? —le recordó Wallander. Entonces, Martinson se acordó.

—Y me pregunto —prosiguió Wallander— si Jonas Landahl no sería una de aquellas personas que lograron escapar al abrigo de las sombras y que la policía nunca logró atrapar.

Martinson seguía atónito.

—¿Quieres decir que todo este asunto va de visones?

—No —sentenció Wallander—. Te apuesto lo que quieras a que no. Pero tengo el presentimiento de que lo más sensato sería encontrar a Jonas Landahl lo antes posible.

26

En la madrugada del martes 14 de octubre, en Luanda, Carter se vio obligado a tomar una decisión muy importante. Abrió los ojos en la oscuridad y quedó atento al zumbido del aparato de aire acondicionado. Su oído le reveló enseguida que había llegado el momento de limpiar el ventilador, pues un leve sonido anómalo se confundía con el ronroneo del aire frío que invadía la habitación. Así pues, se levantó, sacudió las zapatillas, por si se había ocultado en ellas algún insecto, se puso la bata y bajó a la cocina. A través de las ventanas enrejadas pudo ver a uno de los vigilantes nocturnos, José, lo más probable, dormido y hecho un ovillo en la vieja hamaca. En cambio Roberto estaba inmóvil junto a la verja observando la noche, con el pensamiento fijo en alguna idea que sólo él conocía. Muy pronto tomaría uno de los grandes escobones y comenzaría a barrer la zona de la parte delantera de la casa. Y aquel sonido siempre le brindaba a Carter un profundo sentimiento de seguridad. En efecto, había algo atemporal y reconfortante en el hecho de que alguien repitiese la misma acción día tras día. Roberto y su escobón constituían una imagen emblemática de la vida en su mejor momento. Sin sorpresas, sin exigencias. Tan sólo aquella serie de movimientos reiterados, rítmicos, que producía la escoba cuando barría la arena y la gravilla y las hojas y ramas caídas. Carter sacó una botella del agua hervida que había conservado en el frigorífico durante la noche y bebió dos grandes vasos a tragos despaciosos. Después, subió la escalera y se sentó ante el ordenador, que siempre tenía encendido, y al que había conectado una potente batería de reserva, además de estar provisto de un estabilizador que equilibraba la fluctuante tensión de la red eléctrica.

Vio enseguida que había recibido correo electrónico de Fu Cheng. Abrió el mensaje y lo leyó con suma atención.

Después, permaneció como estaba, sentado en la silla.

Malas noticias. No, lo que Cheng le comunicaba no tenía buena pinta, En efecto, le aseguraba que había llevado a cabo cuantas tareas le había ordenado pero, al parecer, los policías persistían en su empeño de acceder al ordenador de Falk. En realidad, Carter no sentía, la menor preocupación por que de verdad lograsen acceder a los programas Sí, contra todo pronóstico, lo consiguiesen, no alcanzarían a comprender absolutamente nada de lo que apareciese en la pantalla. Por no hablar de lo imposible que les resultaría adoptar cualquier tipo de medida al respecto. No obstante, en aquel mensaje que había recibido durante la noche, Cheng hacía una observación que sí era preocupante. Según el remitente del mensaje, la policía había solicitado la ayuda de un joven.

Y a Carter le inspiraban un gran temor los jóvenes con gafas sentados ante un ordenador. De hecho, Falk y él habían conversado en repetidas ocasiones acerca de aquellos nuevos genios del momento. Los que eran capaces de introducirse en las redes secretas y descifrar e interpretar los protocolos electrónicos más complejos.

Y resultaba que, a decir de Cheng, había motivos suficientes para sospechar que aquel joven caballero llamado, según decía, Modin era uno de esos genios. Por otro lado, Cheng señalaba en su mensaje que los hackers suecos habían logrado acceder en varias ocasiones a los sistemas de defensa de otros países.

De modo que, se decía, el tal Modin podía ser uno de esos peligrosos herejes. «Los herejes de nuestro tiempo, que se niegan a dejar en paz la electrónica y sus secretos. De haber vivido en otra época, Modin y los de su calaña habrían sido quemados en la hoguera».

Aquello no le gustaba lo más mínimo. Como tampoco lo satisfacían tantos otros imprevistos que se habían presentado últimamente. Falk había muerto demasiado pronto y lo había dejado solo con todos los preparativos y las decisiones que aún faltaban por tomar. Él se había visto obligado a hacer limpieza a su alrededor sin la menor dilación. Y no había tenido mucho tiempo para reflexionar. Había tomado todas y cada una de las decisiones tras haber hecho una valoración previa de las medidas adoptadas con ayuda de un programa informático que había sustraído de la Universidad de Harvard, Aun así, era obvio que era insuficiente. Había sido, en efecto, un error trasladar el cuerpo de Falk y empezaba a dudar de que hubiese sido acertado o necesario eliminar a la joven. Claro que ella podía haber empezado a hablar y… ¿Quién podía saberlo? Y, ahora, los policías no parecían dispuestos a darse por vencidos.

Carter reconocía aquella actitud. La de una persona que perseveraba en seguir la pista tras un ciervo herido que se había ocultado en algún lugar del bosque.

Hacía ya varios días que tenía la certeza de que era el agente llamado Wallander el que dirigía todas las operaciones. Las apreciaciones de Cheng eran muy claras; de ahí que hubiese decidido hacerlo desaparecer. Pero fracasaron. Y el hombre no parecía dispuesto a cejar en su denodado empeño.

Se levantó y se acercó a la ventana. La ciudad no había comenzado todavía a desperezarse. La noche africana, llena de perfumes, retenía aún la penumbra. «Cheng es de fiar», se tranquilizó. En efecto, poseía ese tipo de entregado fanatismo oriental que Falk y él habían sospechado que podrían necesitar un día. La cuestión era si aquello sería suficiente.

Se sentó al ordenador y comenzó a teclear. El programa informático le daría un consejo. No le llevó ni una hora introducir todos los datos, definir las que él consideraba eran sus alternativas y pedirle al ordenador que arrojase un pronóstico. Aquel programa era inhumano en el mejor de los sentidos: no había en él espacio para la duda ni tampoco para otros sentimientos que impidiesen ía claridad más absoluta en la dirección o el rumbo a tomar.

La respuesta apareció transcurridos unos segundos.

Ni el menor asomo de duda. Carter había introducido la debilidad detectada en Wallander, Una debilidad que, al mismo tiempo, les abría una posibilidad de atraparlo sin problemas.

«Todo el mundo tiene secretos», constató Carter. «Y también este tal Wallander los tiene, claro está. Secretos y puntos débiles».

Comenzó a escribir de nuevo. El alba ya había despuntado y Celina llevaba un buen rato alborotando con sus cacharros en la cocina cuando él puso punto final. Leyó lo que había escrito tres veces, hasta que se encontró totalmente satisfecho con el resultado. Entonces pulsó la tecla de «enviar» y su mensaje desapareció en el ciberespacio.

Carter no recordaba con exactitud quién había sido el primero en utilizar aquella comparación; pero suponía que había sido Faík quien dijo que eran como una nueva especie de astronautas que se deslizaban por los no menos nuevos espacios de los que empezaban a verse codeados los humanos. «Amigos en el espacio», decía. «Esos somos nosotros».

A continuación bajó a la cocina y se tomó el desayuno. Todas las Mañanas observaba a Celina a hurtadillas para ver si estaba embarazada de nuevo, pues había decidido despedirla la próxima vez que eso ocurriese. Después, le dio la lista que había confeccionado la noche anterior para que fuese al mercado a hacer la compra. A fin de asegurarse de que la mujer lo había entendido todo, solía obligarla a memorizar y repetir en voz alta lo que él había escrito. Le dio el dinero y salió para cerrar con llave las dos puertas de la fachada principal. Tenía más que contado el número de cerraduras que, en total, había que abrir cada mañana: eran dieciséis.

Celina salió de la casa. La ciudad ya había despertado de su sueño Pero aquella casa, construida hacía ya tiempo por un médico portugués, se sustentaba sobre gruesos muros. Carter regresó al piso de arriba con la sensación de estar rodeado de silencio. De aquel silencio omnipresente en el corazón de la alarma africana. En la pantalla parpadeaba una señal, lo que significaba que había recibido saludos de espacio, de modo que se sentó a leer el mensaje.

Aquélla era la respuesta que esperaba obtener. En un plazo d veinticuatro horas, empezarían a utilizar la debilidad descubierta en el agente Wallander.

Permaneció así largo rato, contemplando la pantalla. Luego se puso en pie y fue a vestirse.

No faltaba ni una semana para que la ola electrónica comenzase a rodar sobre el mundo entero.

Inmediatamente después de las siete de la mañana del lunes, tanto Wallander como Martinson sintieron como si todo el aire hubiese escapado de sus cuerpos. Habían dejado la casa de la calle de Snapphaínegatan y estaban ya de vuelta en la comisaría. Mientras estuvieron allí, Nyberg anduvo inspeccionando el garaje, junto con otro de los; técnicos, trabajando a su ritmo normal: exhaustivo pero impulsado por una especie de ira muda que rara vez emergía a la superficie. De hecho, Wallander solía imaginarse a Nyberg como una explosión ambulante que, por diversas razones, hubiese sido interrumpida en mitad de la cadena.

Habían estado intentando comprender qué había sucedido. ¿Habría sido Jonas Landahl quien vino, en persona, a borrar toda la información de su ordenador? Y, en tal caso, ¿por qué había dejado el disquete si, cualesquiera que fuesen las razones, lo que pretendía era ocultar dicha información? ¿No creería que el disquete estaba vacíos? Pero, de ser así, ¿por qué se había tomado la molestia de devolverlo su escondrijo, debajo de aquella librería inclinada? No eran pocas las preguntas. Cierto que tampoco resultaban tan difíciles, pero, en el fondo, no sabían cómo responderlas adecuadamente. Martinson lanzo al aire, en un tono bastante cauto, la teoría de que el mensaje «los visones han de ser liberados» formaba, en realidad, parte del pían, y tenía como objetivo, precisamente, el que ellos lo encontrasen y se dedicasen a buscar en el sentido equivocado. «Pero ¿cuál es, en el fondo, el sentido equivocado, si no hay aquí nada que tenga sentido?», se preguntaba Wallander con resignación. Además, habían estado discutiendo si-deberían pedir o no la búsqueda y captura de Landahl aquella misma noche. Wallander se mostró, no obstante, poco decidido, pues, a su parecer, no podían aducir ninguna razón de peso. Al menos, no hasta que Nyberg hubiese examinado el coche a conciencia. Martinson, por su parte, no estaba de acuerdo. Y fue más o menos en este punto de las deliberaciones en el que se vieron incapaces de alcanzar una postura común, cuando ambos experimentaron un cansancio atroz. ¿O sería simplemente desidia? A Wallander lo atormentaba la idea de no poder dirigir la investigación con una orientación sensata. Y se temía que Martinson suscribía este temor, aunque en silencio. Camino de la comisaría pasaron ante la plaza de Runnerstroms Torg. Wallander se quedó esperando en el coche mientras Martinson subía para decirle a Robert Modin que podía dejarlo hasta el día siguiente. El agente y el joven bajaron juntos y el coche que debía llevarlo a su casa no tardó en llegar. Martinson le reveló después a Wallander que el muchacho se opuso, en principio, a marcharse a casa y que de buena gana se habría quedado ante aquellos misterios electrónicos toda la noche. Seguía sin avanzar pero, según Martinson, persistía en su afirmación inamovible de que el número veinte era crucial.

Ya en la comisaría, Martinson se lanzó enseguida a buscar a Jonas Landahl en los archivos informáticos, según los diversos grupos que existían en los registros policiales. Uno de ellos era el constituido por quienes se dedicaban a combatir el comercio de pieles de animales y quizás incluso a liberar visones de las granjas. Sin embargo, la respuesta obtenida fue «acceso denegado». Tras apagar el ordenador, se topó en el pasillo con Wallander, que estaba allí como pasmado, con la mirada perdida y un café frío en la mano.

Decidieron entonces dar por terminada la jornada y marcharse a casa. No obstante, el inspector permaneció un rato más en el comedor, tan cansado para pensar como para irse a casa. Lo último que hizo fue intentar averiguar qué estaba haciendo Hanson. Al parecer y según 'e dijeron, había partido hacia Vaxjó poco después de mediodía. Llamó entonces a Nyberg, que no tenía novedades que contarle, salvo que los técnicos seguían analizando el coche.

De camino a casa, el inspector se detuvo a comprar algo de cocida en una tienda de alimentación y, cuando llegó el momento de pagar, se dio cuenta de que había olvidado la cartera sobre el escritorio. Pero como la cajera lo reconoció, le fió la cuenta. Lo primero que hizo al llegar a casa fue escribir una nota con letras mayúsculas en la que se recordaba a sí mismo que debía pagar al día siguiente. Acto seguido, dejó el papel sobre la alfombra del vestíbulo, justo ante la puerta. Hecho esto, se preparó unos espagueti que saboreó ante el televisor pensando que, por una vez en la vida, la comida le había salido buenísima. Cambió entre los diversos canales hasta que decidió quedarse con aquel en el que daban una película, pero, como ya estaba empezada, no tuvo fuerzas para interesarse por ella. Entonces cayó en la cuenta de que había olvidado aquella otra película que debería ver la de Al Pacino. A las once de la noche ya estaba en la cama, no sin antes haber desconectado el teléfono. La farola parecía suspendida en el aire, inmóvil, al otro lado de la ventana. Wallander no tardó en caer vencido por el sueño.

Poco antes de las seis de la mañana del martes, el inspector se despertó recuperado de su cansancio del día anterior. Durante la noche había soñado tanto con su padre como con Sten Widén. Ambos se encontraban, en su ensoñación, en un extraordinario paisaje pedregoso la mayor preocupación de Wallander era no perderlos de vista. «Hasta yo soy capaz de interpretar ese sueño», se dijo. «Es una manifestado del miedo infantil que siento ante la idea de quedarme solo».

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