Sin dilación aparecieron ambas cosas. Mientras nos servían un plato tras otro, sonaban las melodiosas arpas de doce cuerdas. Entre bocado y bocado, hablábamos.
—Yo hice todo lo posible —dijo—. Le pedí a Darío que avanzáramos hacia el oriente en la primavera próxima.
Jerjes metió la mano en una olla de barro con carne de cabrito aderezada con miel y piñones.
—Y él, ¿qué dijo?
—Estaba de acuerdo. «Si —contestó—, deberíamos ir hacia el este.» Es su estilo habitual: dijo «deberíamos» y me hizo creer que lo haríamos. Pero… es extraño. Estaba verdaderamente impresionado por lo que tú le habías contado.
—Entonces, ¿por qué…?
—No lo sé. Nunca sé por qué. Es evidente que los griegos de la corte influyen sobre él. Hipias, en particular. Es como si tuviera algún poder sobre mi padre. No sé cuál. Pero cada vez que Hipias dice: «Juro por Atenea y Poseidón que volveré a sacrificar en la Acrópolis» —Jerjes imitaba a la perfección la engolada y ahora algo cascada voz del anciano griego—, a Darío se le llenan los ojos de lágrimas y proclama que lo ayudará.
—¿Y el rey de Esparta?
—Pregúntale a tu madre —respondió Jerjes con amargura—. No tengo trato con él. Supongo que desea nuestra ayuda para recuperar el poder. ¿Qué otra cosa podría ser? Se dice que es un buen soldado. Esperemos que Lais le enseñe a bañarse de vez en cuando.
—Lais y yo nos hemos peleado.
—¿Por los griegos?
Asentí.
—Y por ti. Y por Mardonio.
Jerjes se apoyó sobre un codo. Se aproximó tanto que la suave barba ondulada rozaba mi mejilla. Yo alcanzaba a percibir el aroma de sándalo de sus ropas y la calidez de sus labios cuando murmuró junto a mí oído:
—¿Es ella quien está envenenando a Mardonio?
Me aparté.
—No —dije con voz serena—. No me parece que la muchacha lo quiera.
—Me han dicho que sí, que se consume por él, gota a gota…
Jerjes se divertía con nuestro juego.
—Me parece que la muchacha —respondí— desea convencer a otra persona de que está enamorada. Pero no lo está.
Jerjes asintió.
—Comprendo. Sin embargo…
Para mi deleite, aparecieron dos bailarinas indias. Eran dos hermanas gemelas procedentes de Taxila, y se sorprendieron cuando les hablé en su idioma. Les pedí que bailaran al modo de las bayaderas, y ellas consintieron de inmediato. Jerjes estaba fascinado por el movimiento de sus vientres. Durante un intervalo me dijo que no estaba totalmente seguro de la sucesión.
—No hay forma de que nadie te reemplace.
Confieso que me aburrían un poco sus recelos, que yo creía infundados. Jerjes había sido durante años el príncipe de la corona. No tenía rival posible.
—Gobryas aún aspira a que su nieto sea el sucesor. —Jerjes parecía obsesionado—. Y Artobazanes no ha olvidado nunca que fue, en un tiempo, príncipe de la corona.
—Debo decir que yo casi lo había olvidado.
Hallándose la corte en Ecbatana, Darío anunció repentinamente que partía hacia la frontera noreste; y como las leyes de Persia —en realidad, de Media— exigían que si el gobernante abandonaba el país designara un heredero, escogió a su hijo mayor, Artobazanes. En aquel momento, Jerjes y yo teníamos trece o catorce años. No me preocupé hasta que Lais me preguntó cómo había reaccionado Jerjes. Cuando respondí que no había reaccionado de ninguna manera, movió la cabeza. Años después, Jerjes me dijo que se había esforzado terriblemente por ocultar su terror.
—Después de todo, si Darío no hubiese retornado, Artobazanes habría sido Gran Rey, y todos los hijos de Atosa habríamos sido ejecutados.
Mientras apurábamos los jarros de vino, Jerjes habló de su hermano Ariamenes, otra potencial amenaza. Ariamenes era sátrapa de Bactria, un territorio predispuesto a la rebelión.
—Los espías aseguran que tiene la intención de ocupar mi lugar.
—¿Cómo?
—El veneno. La rebelión. No sé.
—¿Qué piensa Atosa de… su hijo?
—Es Atosa quien me ha puesto sobre aviso. —Jerjes movió la cabeza, con expresión de asombro—. ¿Sabes? De todos mis hermanos y medio hermanos el único que me gusta es Ariamenes. Y quiere matarme.
—A menos que tú lo mates antes.
Jerjes asintió.
—Infortunadamente, Bactria está lejos. Por eso he pensado —apoyó su mano en mí hombro— en la posibilidad de que fueses por la ruta del norte a Catay… pasando por Bactria. —Jerjes guiñó sus ojos de gato.
Sentí un frío glacial.
—Es una misión terrible.
¿Cómo haría —pensaba con angustia— para matar al sátrapa de Bactria en su propia capital?
—Todavía no te ha sido encomendada. Pero recuerda que un día puedes verte obligado a demostrar tu amor a tu cuñado.
Lo miré sin comprender del todo, a través de la bruma generada por el vino. Entonces Jerjes me abrazó, jubiloso.
—He tenido una disputa con los jueces. Pero he vencido. El día de año nuevo te casarás con mi hermana.
—No soy digno.
Era la respuesta convencional. Pero, por una vez, me parecía acertada. ¿Quién era yo para casarme con la hija del Gran Rey? Se lo dije, así como también otras cosas por el estilo. Pero Jerjes ignoró mis reparos.
—Es necesario que formes parte de la familia. Al menos, yo lo necesito. Y Atosa está de acuerdo.
—¿Y el Gran Rey?
—Al principio no le gustó. Pero luego empezó a hablar de Zoroastro; dijo que había decepcionado a los seguidores de tu abuelo, a quienes valoraba por encima de todos los Magos. Tú conoces sus arengas cuando quiere obtener algo por nada. De todos modos, cuando terminó, ya estaba convencido de que siempre se había propuesto casarte con una de sus hijas para mezclar la sangre de Ciro el Grande con la del santo Zoroastro. Mezclar mi sangre, porque él no tiene más relación con Ciro que tú.
El resto de aquel día que pasamos en el burdel es nebuloso para mí.
Recuerdo que vomité. Recuerdo que compartí con Jerjes las gemelas indias. Recuerdo que la propietaria del lugar me dio una poderosa poción que aclaró mi mente y me produjo dolor de cabeza.
Al ocaso, Jerjes y yo retornamos con paso incierto al nuevo palacio, a través de la compacta muchedumbre. Al pie del zigurat pregunte:
—¿Con cuál de tus hermanas me casaré?
—Con… Oh… —Jerjes se interrumpió, esforzándose por recordar. Luego movió la cabeza—. No lo recuerdo. Sólo conozco a dos de las cinco. De todos modos, Atosa dice que es la mejor. ¿Por qué no le preguntas a Lais, que conoce el harén?
—No nos hablamos.
—Entonces, a Atosa. O, sencillamente, espera. —Jerjes sonrió a la luz del poniente—. ¿Cuál es la diferencia? Te casarás con una aqueménida, y eso es lo único que importa en este mundo.
Por razones desconocidas, el Gran Rey volvía una vez más su mirada hacia el oeste. No habría, durante su reinado, una expedición al oriente. Me despedí con tristeza de Fan Ch'ih. Me casé, con gran satisfacción, con la hija del Gran Rey; y durante los cinco años siguientes desempeñé varios cargos importantes en la corte de Darío, y obtuve el envidiado título de amigo del rey, que aún retengo pero que no me atrevería a usar en la corte actual. Siempre he pensado que el título y la posición real de una persona deberían coincidir en la medida de lo posible.
Como ojo del rey, fui enviado a inspeccionar las ciudades de Jonia. Esa misión me agradó. Fui recibido con gran pompa, no sólo a causa de mi rango, sino por ser medio griego. Y pude, además, visitar Abdera, donde conocí a mi abuelo, quien me recibió como a un hijo único. Era un hombre rico y lleno de ingenio. Era un sofista, antes de que fuese creada la tribu. Por supuesto, Protágoras era un joven leñador de sus tierras, y es probable que haya ejercido influencia sobre mi abuelo. O mi abuelo sobre él. También conocí a mi tío, tu abuelo Demócrito, que tenía en aquel momento dieciocho años. Sólo se interesaba por el dinero. No agregaré más sobre un tema que conoces mejor que yo.
Me dispuse luego a volver al hogar. El tranquilo viaje por mar desde Abdera terminó en Halicarnaso, donde desembarcamos en una clara madrugada, cuando aún se veían estrellas en el oeste. Mientras descendía a tierra, casi esperaba ver a ese joven que había sido yo, allí mismo, asombrado no sólo ante su primera visión del mar, sino ante el maduro espectro de ese importante ojo del rey en que había de convertirse. Pero en lugar de mi joven yo de entonces vi a un Mardonio de carne y hueso, y más adulto. Estaba sentado en el extremo del muelle, entre pescadores que descargaban sus redes.
—¡Paso al ojo del rey! —aulló mi heraldo.
Mardonio se puso de pie y se inclinó.
—Bienvenido a Halicarnaso —dijo.
—¡Almirante! —exclamé. Mientras lo abrazaba, sentí su cuerpo flaco bajo el pesado manto. Habían pasado dos años desde el día en que fuera herido, y aún no se había recobrado. Pero aunque su rostro era pálido, sus vivos ojos azules reflejaban la luz del mar de la mañana con la transparencia de los ojos de un niño.
—Estoy enteramente fuera del mundo —dijo, cuando entrábamos a la calle que asciende la colina hasta el palacio de Artemisia—. Olvidado. Invisible.
—Invisible para la corte. Pero no olvidado. ¿Qué haces aquí?
Mardonio se detuvo al pie de la colina. Respiraba con fuerza y el sudor brillaba en su frente.
—Cuando me quitaron el mando, le dije al Gran Rey que deseaba retirarme de la corte.
—¿Para siempre?
—¿Quién sabe? Quiero decir, el único «siempre» verdadero es la muerte. ¿No es así, querido primo? —Me dirigió una mirada extraña—. ¿Quién hubiera pensado que te casarías con alguien de nuestra familia?
—Su familia —imité su tono—, querido primo.
—Y también mía, por sangre. Y tuya por matrimonio. Y por el infalible afecto de Jerjes. —Mientras iniciábamos el ascenso hacia el palacio del mar, Mardonio cogió mi brazo. No cojeaba en realidad, sino que se tambaleaba. Su cuerpo se desplazaba de lado a lado; se esforzaba por no apoyarse demasiado en la pierna herida. A mitad de camino se desprendió de mi brazo—. Lo peor es subir —suspiró, y se dejó caer sobre una saliente de roca.
Me senté a su lado. Abajo, las casas de la ciudad parecían dados arrojados contra el áspero borde del canal púrpura que separaba el continente de las montañas verde oscuro de la isla de Cos. El hogar del dios Pan, pensé. Y me contuve. Recordé a los piratas que residían en esas hermosas montañas, la negligente administración civil de la isla, los impuestos atrasados. Yo estaba totalmente posesionado de mi papel: el inspector estricto, el absolutamente incorruptible ojo del rey.
Mardonio dijo entonces:
—Apenas el joven Artafrenes y Datis se marcharon a Grecia, yo vine a Halicarnaso. Y aquí he estado desde entonces.
—¿Recuperando fuerzas?
—Sí. —Mardonio me dirigió una mirada casi desafiante—. Espero recobrar también el mando el año próximo.
—¿Pero habrá campaña el año próximo? ¿Con qué motivo, después de que Atenas sea destruida? —Arranqué un pequeño pez petrificado incrustado en la piedra caliza, una reliquia de los tiempos de la inundación de Babilonia.
—El motivo es la Magna Grecia. Sicilia. Italia. —Mardonio sonrió—. Nunca te he mostrado mi mapa, ¿verdad?
—No. Pero tampoco te he mostrado yo mi mapa de los reinos de la India.
—Nunca estaremos de acuerdo.
—No. Pero ¿por qué te preocupas? —dije con cierta amargura—. Siempre ganas. Tienes hechizado al Gran Rey. Cuando dices que ataque a los griegos, él ataca.
—Hipias es el hechicero —respondió Mardonio, seriamente—. Y ruego que sus conjuros sean todavía efectivos. Está con la flota, a pesar de su edad. Todos nuestros griegos están allí, excepto Demarato, que se ha quedado en Susa con el Gran Rey para él solo.
—¿Qué crees que desea Demarato?
—El mundo. ¿Qué otra cosa merece la pena? —gritó Mardonio junto a mi oído. Su cara pálida enrojeció bruscamente durante un instante. En aquel momento comprendí que no sólo se recuperaría, sino que además volvería a tener, si no el mundo, el mando de las fuerzas del Gran Rey.
Un pastor se acercó con su rebaño. Se inclinó: dijo algo en su dialecto y se alejó. Era evidente que no sabía quiénes éramos. Apenas unos extranjeros en camino al palacio del mar.
Mardonio reaccionó como yo.
—Gobernamos a millones de personas —dijo, con cierto asombro—, y ni siquiera conocen nuestros nombres.
—Quizá los nuestros no. Pero sí el de Darío, el Gran Rey.
Mardonio movió la cabeza.
—Ese pastor no sabe quién es Darío.
Yo no lo creía, de modo que hicimos una apuesta. Mientras Mardonio descansaba, atravesé el rebaño de cabras para aproximarme al pastor, que parecía alarmado. Le dije algo; él respondió. Yo encontré tan difícil de comprender su primitivo dialecto dorio como él mi griego de Jonia. Finalmente, logramos coincidir en un lenguaje sencillo y adecuado a mi finalidad, que consistía en preguntarle:
—¿Quién es tu soberano?
—Demetrio, joven señor. Es el dueño de toda esta parte de la colina, y del rebaño.
—¿Y quién es el amo de Demetrio?
El hombre frunció el ceño y reflexionó. Mientras se debatía contra ese nuevo concepto, un piojo aprovechó el momento de calma para descender velozmente desde el pelo, sobre la oreja izquierda, hasta la poblada barba que brotaba en las mejillas. El piojo halló refugio seguro y yo me sentí complacido: los que no son por naturaleza cazadores, toman partido por las presas.
—No lo sé —respondió por fin.
Señalé el palacio gris, en lo alto.
—¿Y la reina?
—¿Reina? —Articuló la palabra como si no la hubiese oído nunca.
—La señora que vive allí.
—¡Ah, la señora! Sí, la he visto. Monta a caballo como un hombre. Es muy rica.
—Es la reina de Halicarnaso.
El hombre asintió. La frase no era familiar para él.
—Sí, sí —dijo—. Las cabras se extravían, joven señor.
—¿Pero quién es el amo de ella?
—Su marido, supongo.
—Es viuda. Pero hay una persona por encima de ella: es su soberano.
Nuevamente yo había pronunciado una palabra poco familiar.
—¿Soberano? —repitió—. Pues… yo no vengo mucho a este lado de la colina. Por aquí hay mucha gente que yo no conozco.
—Pero sin duda habrás oído el nombre del Gran Rey. Es tu soberano y también mi soberano; y todo el mundo conoce su nombre.
—¿Cuál es, joven señor?