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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (48 page)

BOOK: Creación
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—¿De qué sirve ser amo del universo —solía decir— si no se puede salir a cazar por la tormenta?

Yo trataba de inspirarle serenidad, sin mucho éxito. En una ocasión llegué a hablarle del Buda. Jerjes se echó a reír al oír las cuatro nobles verdades.

Me irrité. No sé por qué. El Buda me había parecido una figura escalofriante y hasta peligrosa. Pero realmente no podía haber nada de malo en las obvias y nobles cuatro verdades.

—¿Tanta gracia te hacen?

—Tu Buda me hace gracia. ¿Ignora acaso que no querer es también querer? Sus verdades no son nobles. Y ni siquiera son verdades. No tiene respuesta para nada. No hay manera de dejar de ser, salvo por medio de la muerte.

Jerjes pertenecía por entero a este mundo.

Al sudoeste de una hilera irregular de colinas de arenisca roja que señalaba el limite natural del campo de Susa, la temperatura era suave y cálida, y el ánimo de Jerjes mejoró rápidamente. Cuando llegamos a Babilonia, ni siquiera él podía acusar de nada a las veleidades del clima.

Poco antes de medianoche estábamos ante las puertas de la ciudad. Con tacto, pero sin exactitud, los guardias aclamaron a Jerjes como rey de Babel. Con un rugido, las grandes puertas de cedro se abrieron y penetramos en la ciudad dormida. A ambos lados de la amplia avenida que lleva al palacio nuevo, las pequeñas fogatas de los pobres brillaban como estrellas caídas. Allí están siempre, en cualquier punto de la tierra en que uno se encuentre.

2

Como había explorado un mundo del que nadie en la corte había oído hablar ni, mucho menos, había visto, pensé que mi retorno causaría bastante revuelo e imaginé que me convertiría en centro de atracción. Había algo que yo debía haber sabido. A la corte, lo único que le interesa es la corte. Mi ausencia no había sido advertida, y mi regreso fue ignorado.

En cuanto a Fan Ch'ih, su aspecto físico hacía reír a la gente. Afortunadamente, él no se preocupaba.

—También a mí ellos me parecen raros —observó con serenidad—. Y huelen muy mal, como a ghee rancio. Supongo que eso se debe a que son muy velludos. —Como los cuerpos de los amarillos de Catay prácticamente carecen de vello, tienen un olor muy curioso, como a naranjas hervidas.

Me presenté en la primera sala de la cancillería. Nada había cambiado allí. Fui enviado a la segunda, donde los mismos eunucos, ante las mismas mesas, hacían cuentas o escribían cartas en nombre del Gran Rey, dirigiendo los tediosos asuntos del imperio. El hecho de que yo hubiese estado en la India no les interesó en absoluto. Un vicechambelán me dijo que posiblemente el Gran Rey me recibiera muy pronto, en audiencia privada. Pero… La corte persa era eternamente igual a sí misma.

Tampoco Lais había cambiado.

—Se te ve mucho mayor —dijo. Luego nos abrazamos. Como de costumbre, no me preguntó nada acerca de mí mismo. Tampoco le interesaba la India.

—Debes ir a ver a tu viejo amigo Mardonio. Inmediatamente. Es el hombre más poderoso de la corte.

Lais sentía el poder exactamente como una vara de rabdomante que se inclina al detectar la más mínima humedad bajo la tierra.

—Darío lo adora. Atosa está furiosa. ¿Pero qué puede hacer?

—¿Quizás envenenarlo? —sugerí.

—Lo haría si lo creyera posible. Pero yo le repito que Mardonio no constituye ninguna amenaza. ¿A quién puede amenazar? Él no es el hijo del rey. «A veces un sobrino hereda. Ya ha ocurrido», dice ella. Este año ha perdido cuatro dientes. Se le cayeron. Pero si no le entiendes lo que dice, no se lo hagas saber. Finge haber comprendido cada palabra. Es muy vanidosa, y odia tener que repetir. ¿Te gusta el palacio de Jerjes?

Estábamos en el terrado de las habitaciones de Lais en el palacio nuevo. Hacia el norte, más allá del zigurat, se alzaba, espléndida y dorada, la construcción de Jerjes.

—Sí; lo poco que he visto. Sólo he estado en la cancillería.

—El interior es hermoso. Y cómodo. A Darío le gusta tanto que el pobre Jerjes tiene que venir aquí cuando la corte se establece en Babilonia, lo cual es cada vez más frecuente —Lais bajó la voz—. Darío está viejo. —Me miró con su mirada secreta de bruja. En su mundo, nada es natural. Si Darío había envejecido, no era por la tarea natural del tiempo, sino a causa de algún hechizo o poción mágica.

El antiguo eunuco de Lais apareció en la puerta, con un ruido de vestiduras que se rozan. La miró. Me miró. Volvió a mirarla. Se marchó. Se conocían tan bien que podían comunicarse sin palabras ni señales.

—Tengo un nuevo amigo —dijo Lais, con cierta inquietud—. Espero que te guste tanto como a mí.

—Siempre me han gustado tus griegos. ¿De dónde es éste? ¿De Esparta?

A Lais nunca le ha gustado un hecho: yo puedo ver en ella tan claramente como ella afirma que puede ver en los demás. Después de todo, soy nieto del hombre más santo que ha existido nunca y, además, hijo de una hechicera. Tengo poderes negados al común de las personas.

Demócrito me pide una demostración de esos poderes. Ya te estoy dando una. Mi memoria.

El griego no era mucho mayor que yo. Tampoco mi madre era mucho mayor que yo. Era alto. Tenía rostro pálido y ojos azules, de dorio. Llevaba sandalias y no zapatos; aparte de esto, vestía como un persa, y por cierto que parecía sumamente incómodo. Yo había acertado en mi suposición. Era espartano. ¿Cómo lo sabia? El cabello rojizo oscuro que caía hasta sus hombros no había sido lavado por otras aguas que la lluvia.

—Demarato, hijo de Aristón —dijo Lais, con voz profundamente respetuosa—. Rey de Esparta.

—Ya no más rey. Ni hijo de Aristón. Gracias a Delfos.

—La sibila ha sido expulsada. —Lais hablaba como si fuera personalmente responsable de este hecho.

—Demasiado tarde para mí.

En aquel momento, yo no tenía la menor idea de lo que querían decir. Más tarde llegué a saber demasiado acerca del llamado Escándalo Espartano, un titulo bastante impreciso, dada la cantidad de escándalos que había cada año en Esparta, ocasionados en general por funcionarios sobornados. De todos los griegos, los espartanos son los más ávidos de «arqueros».

La constitución espartana requiere no un rey, sino dos, lo cual es una estupidez. Demarato tuvo una disputa con Cleomenes, el otro rey: éste, mediante el soborno, hizo decir a la sibila de Delfos que Demarato no era el hijo de Aristón. Cuando quedó así probada la ilegitimidad de Demarato, éste dejó de ser rey. Hipias nos había dicho, aquel día, en el pabellón de caza de Darío, que eso iba a ocurrir. Pero nadie le había creído. El Gran Rey pensaba que ni siquiera el oráculo de Delfos podía demostrar quién había engendrado a quién, tantos años después. Sin embargo, el oráculo prevaleció; y, como todos los demás reyes, tiranos o generales griegos desacreditados, Demarato vino inmediatamente a Susa, y Darío lo recibió. Le concedió tierras en la Tróade, y lo designó general.

Intercambiamos las cortesías de rigor. Luego, con la sensación de haber vivido lo mismo antes, con Histieo, dije:

—Intentas convencer al Gran Rey de la conveniencia de atacar Atenas en la primavera. Cuando Atenas caiga, ¿querrás también que el Gran Rey conquiste Esparta?

—Sólo Atenas —respondió Demarato. Observé que sus fríos ojos azules tenían la misma tonalidad que la cerámica que revestía la puerta de Ishtar, que teníamos ante nosotros—. El ejército espartano es más poderoso que el persa.

—Ningún ejército es más poderoso que el del Gran Rey —dijo, inquieta, Lais.

—Excepto el del Gran Rey —respondió Demarato—. Eso es un hecho.

Admiré la frialdad del ex rey. Pero no sus pies: usaba sandalias abiertas que revelaban unos dedos tan sucios como los de un campesino babilonio. Tratando de evitar sus pies y su pelo, terminé por clavar la vista en la barba de Demarato. Contenía tal cantidad de polvo antiguo que parecía hecha de arcilla cocida.

—Sin aliados, Esparta es vulnerable —observé—. Esparta depende de la flota ateniense. Y si Atenas cae… —No agregué lo que era obvio. Demarato me dirigió una mirada asesina. Luego, irritado, se remangó las largas mangas persas.

—Eretria, Eubea, y Atenas. Esos son los objetivos del Gran Rey el año próximo. El asunto de Esparta es otra cosa, y quedará a cargo de espartanos. Mientras tanto, Mardonio volverá a conducir el ejército.

Lais me miró como si yo debiera sentirme encantado. Yo la miré con el deseo de recordarle que nuestro partido no era precisamente el de los griegos, sino el de Jerjes y Atosa.

—¿Estás seguro? —La pregunta que yo dirigía a Demarato fue contestada por Lais.

—No —dijo—. Los médicos dicen que no volverá a caminar.

—Mardonio es el mejor general del Gran Rey —agregó Demarato—. Si es preciso, puede conducir la expedición desde una litera. Pero no habrá necesidad. He visto su pierna. Curará.

—Y si no es así —Lais se tornó bruscamente grave y sibilina—, no hay ninguna razón para que un rey espartano no pueda conducir el ejército.

Los negros dedos de los pies de Demarato se cerraron como dos puños. Miré en otra dirección.

—Hay una buena razón. —La voz de Demarato era curiosamente amable—. No soy persa… todavía.

Aquel mismo día, más tarde, Lais y yo tuvimos una furiosa pelea.

—Lo último que tú y yo podemos desear es otra expedición a Grecia —le dije.

—Nuestro futuro está en el oeste —proclamó Lais—. Deja que Mardonio brille más que Jerjes durante uno o dos años más. ¿Qué diferencia puede haber? Jerjes será el Gran Rey de todos modos; y gracias a Mardonio o a Demarato, será el señor de todos los griegos, desde Sigeo hasta Sicilia, y, además, el señor del mar.

Lais y yo estuvimos, a partir de aquello, en posiciones diferentes. En verdad, no volvimos a hablarnos durante varios años. Como yo apoyaba a Jerjes, hacía lo posible por inclinar la política persa hacia el este, mientras Lais continuaba recibiendo a todos los griegos de la corte y defendiendo sus numerosas causas. Sin embargo, conservaba su afectuosa amistad con Atosa. Cuando, años más tarde, Lais y yo nos encontramos en mejores términos, me explicó de qué modo había logrado mantenerse a la vez en ambos partidos.

—Convencí a Atosa de que yo estaba envenenando a Mardonio. Muy lentamente, por supuesto, para que, si moría, todo el mundo atribuyera la muerte a la herida de la pierna.

—¿Y qué pensó Atosa al ver que Mardonio no moría?

—Cuando fue reemplazado en su cargo de general, le dije «¿Para qué matarlo?» y ella estuvo de acuerdo. Así que interrumpí el supuesto envenenamiento.

Poco después de mi encuentro con Demarato fui recibido por Atosa, quien deploró mi disputa con Lais.

—Después de todo, ella te salvó la vida.

—Tú, Gran Reina, salvaste mi vida.

—Es verdad. Pero lo hice por Lais. Cómo odio esta ciudad. —Aun cuando la tercera casa del harén del palacio de Jerjes era más suntuosa que la equivalente de Susa, Atosa se quejaba constantemente del calor, el ruido y los babilonios. Aunque no veía jamás a ningún babilonio que no hubiese estado siempre en la corte.

—Naturalmente, estoy muy satisfecha de ti.

La reciente pérdida de varios dientes importantes dificultaba mucho la dicción de Atosa. Ella compensaba su incapacidad comprimiendo y amohinando los labios de tal modo que me distraía constantemente.

—Sé que es por Jerjes que obras como obras. Sé que has discutido con tu madre acerca de Mardonio y los griegos. Mardonio…

Se controló. Sospecho ahora que tuvo la tentación de contarme que su brillante sobrino Mardonio moriría pronto, con la ayuda de Lais. Pero si esa fue su tentación, no cedió a ella. En cambio, Atosa pisó con fuerza la vieja y deshilachada alfombra con un brillante zapato plateado.

Fuera a donde fuera, llevaba consigo la alfombra. Creo que su relación con ella tenía algo de supersticioso. En todo caso, sé que la mía lo tenía.

Atosa se dirigió a la alfombra.

—Dicen que Mardonio no podrá salir a combatir esta primavera. —Me miró directamente—. Cuéntame de la India.

Lo hice.

Los viejos ojos brillaron de codicia.

—Cuánta, cuánta riqueza —repetía.

—Y fácil de obtener —respondí—. Será de Jerjes.

—No debe correr riesgos —dijo Atosa, firmemente.

—Debe demostrar que es capaz de conducir los ejércitos antes de que muera el Gran Rey.

—Es demasiado peligroso. Especialmente ahora. En estos tiempos. Somos todos tan viejos, Oh, la tumba. —A causa de sus dificultades vocales, era particularmente difícil seguir las palabras de la reina cuando cambiaba bruscamente de tema.

La miré sin comprender.

—La tumba. La tumba de Darío. —Disponía cuidadosamente los labios para pronunciar cada sílaba—. Es indignante.

—¿Por qué? ¿Por el símbolo de la luna? —Ese símbolo diabólico decora la fachada de la tumba de Darío, equilibrando el sol del Sabio Señor. Hystaspes había muerto allí mismo, furioso por la blasfemia. Ahora, Hystaspes está en el interior de la tumba, y el símbolo de la luna sigue en la fachada.

—Eso está bien. —Atosa desprendió una flor de la guirnalda que llevaba en el cuello y la arrojó hacia la imagen de Anahita, en el rincón—. La luna es el símbolo de ella, y yo no quería descansar bajo ningún otro. No; ha ocurrido otra cosa. Sólo hay lugar, en la tumba, para doce de nosotros. El viejo Hystaspes y dos hermanos de Darío están ya en uno de los nichos. Luego, Darío, yo y mi hermana Artystone ocuparemos otro nicho, y los seis sobrinos los tres restantes. Habíamos arreglado todo con Darío. Y esta mañana, Darío ha asignado a Parmys el lugar previsto para el joven Artafrenes. ¡Precisamente a Parmys! A propósito: murió la semana pasada. Me han dicho que fue muy doloroso.

Atosa colocó su fina mano amarilla en el lugar donde había estado su pecho.

—Sí, la misma enfermedad. Pero yo tenía a Demócedes, y sobreviví. A ella la atendieron solamente los egipcios. Y murió, muy dolorosamente. Dicen que al final pesaba menos que un niño de un año. —Esa agradable fantasía fue disipada por otra idea—: Parmys, con nosotros, en esa cámara de piedra, por toda la eternidad, Oh, es intolerable. Y misterioso. Por supuesto, se dice que… Pero la cuestión es, ¿por qué ha hecho lo impensable? Sólo para fastidiarme, y el caso es que lo ha conseguido. No puedo soportar la idea de tener que yacer durante toda la eternidad junto a la hija de un asesino, un traidor y un impostor.

Debo reconocer que había olvidado completamente a Parmys, hija del usurpador Mago Gaumata. Lais me había contado la sorpresa de la corte cuando Darío anunció que pensaba casarse con ella. Y aún se asombraron más ante su explicación:

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