Tracé cuidadosamente mis planes. Ordené que Caraka retornara a Rajagriha, donde se desempeñaría como agente comercial del Gran Rey. Prepararía una segunda caravana cargada de hierro, pagando un precio más razonable. Ambalika y nuestro hijo permanecerían en Shravasti hasta que yo retornara, o los hiciera llamar.
Para agradable sorpresa de todo el mundo, no estalló la guerra entre Magadha y Koshala. Ajatashatru había enviado tropas a Varanasi, pero no intentó sitiar la ciudad. Mientras tanto, Virudhaka llevó el ejército de Koshala, no a la amenazada Varanasi, en el sur, sino hacia la república de Sakya, en el este. En cuestión de días la república se desmoronó y su territorio fue absorbido por Koshala. La federación de repúblicas se puso en pie de guerra.
En suma, me hacía feliz retornar a Persia, donde las guerras se desarrollaban a considerable distancia de Susa; y el supremo crimen del parricidio era virtualmente desconocido entre nuestros arios. Aunque yo encontraba curiosamente abominable que los reyes arios más poderosos de la India hubiesen sido asesinados por sus hijos, el príncipe Jeta no parecía afectado.
—Tenemos un antiguo proverbio: «Los príncipes, como los cangrejos, devoran a sus padres».
Después de todo, mi embajada a los reinos de la India se había cumplido bajo la cruenta influencia del signo astrológico del cangrejo.
En términos prácticos, hallé mucho más fácil el trato con Virudhaka que con su padre. Era un magnífico administrador; y en muy breve plazo Koshala volvió a ser como había sido en aquellos grandes días de los que todo el mundo hablaba jubilosamente. Pero en todas las ciudades que he visitado me han dicho siempre que había perdido, por poco tiempo, la edad de oro. Aparentemente, jamás he llegado a tiempo.
Fui uno de los invitados de honor a la coronación de Virudhaka, un antiguo ritual que se cumplió en un parque en las afueras de la ciudad. No recuerdo gran cosa de la compleja ceremonia, aunque me pareció algo acelerada.
Hubo un momento mágico en que el nuevo rey dio tres pasos sobre una piel de tigre, imitando los que había dado el dios Vishnú a través de la creación antes de llenar el universo de luz. Ananda dice que el Buda hizo lo mismo poco después de haber recibido la luz. Pero, por lo que sé, el Buda mismo sólo mencionó ese notable paseo por el universo al mismo Ananda. Tengo la impresión, quizás errónea, de que el Buda no es demasiado proclive a acciones tan exageradas.
Aunque Virudhaka había pedido al Buda que asistiera a su investidura, el perfecto había considerado conveniente partir la noche anterior. Había sido visto por última vez en el camino hacia la tierra de los sakyas. Se dijo después que el Buda, sabiendo que el rey pensaba atacar su país natal, deseaba estar con su pueblo cuando comenzara la guerra. Pero cuando, años más tarde, pregunté al príncipe Jeta si esa teoría era acertada, movió la cabeza.
—Al Buda eso no le importaba. Todas las tentativas de comprometerlo en política fracasaron. Al final, se reía del teatrillo de títeres. Es verdad que en Sakya pensaban que él podía salvarlos porque parecía aprobar el sangha. Tal vez fuera así. Pero, en todo caso, el sangha que le interesaba no era el de la república Sakya, sino el budista.
Esa conversación se desarrolló durante mi última visita a la India.
Si eres lo bastante afortunado, Demócrito, vivirás lo suficiente para decir de algo que es lo último, y saber que has dicho la verdad. Nunca más volveré a ver loros rojos, tigres de ojos amarillos, locos vestidos de cielo. Nunca más andaré por esa tierra llana y caliente donde unos ríos claros y rápidos se desbordan y vuelven a su cauce, y donde siempre hay algún río que cruzar.
—¿Por qué atacó Virudhaka a los sakyas?
Al principio, el príncipe Jeta me dio la razón oficial:
—Deseaba vengar la afrenta a su padre. Como arhat, Pasenadi debía perdonarlos porque le habían enviado como esposa una prostituta. Virudhaka, como guerrero, no podía olvidar el insulto.
—Pero debe de haber alguna otra razón.
Yo no aceptaba jamás la razón oficial de ningún hecho. Yo mismo he inventado, en la segunda sala de la cancillería de Susa, demasiados nobles pretextos para justificar acciones horribles, aunque necesarias.
—Virudhaka temía a las repúblicas tanto como Ajatashatru. Pensaba, supongo, que, si era el primero en fracturar la federación, sería más poderoso que su primo. ¿Quién sabe? Virudhaka nunca tuvo suerte.
Pero el día de su coronación parecía bendecido por el cielo. Cuando dio el último de los tres pasos sobre la piel del tigre, todos los dioses descendieron del cielo o subieron desde el infierno para saludarlo, mientras la muchedumbre aplaudía el fascinante espectáculo.
—Aquí llega Vishnú —dijo el príncipe Jeta—. Siempre es el primero.
El dios Vishnú, dos veces más grande que un ser humano, se alzaba sobre las cabezas de la excitada multitud. El hermoso rostro del dios era negro azulado, y usaba un alto y primoroso turbante. En una mano sostenía un loto, como el Gran Rey; en la otra, una caracola. Fue un alivio que decidiera, ese día, no usar sus otros dos brazos. Mientras Vishnú avanzaba lentamente hacia la piel de tigre en que se hallaba Virudhaka, la gente se prosternó. Muchos se arrastraban hacia él para tocar el borde de sus vestiduras. En un instante, el lugar parecía cubierto de serpientes con cabeza humana.
Inmediatamente detrás de Vishnú venía su esposa Lakshmi. La diosa tenía los pezones pintados de rojo, y su piel dorada brillaba por el ghee, como sus propias estatuas de la puerta de la ciudad. Mientras los dos dioses adornaban a Virudhaka con guirnaldas, la muchedumbre, en éxtasis, empezó a aullar y a bailar como los Magos ebrios de haoma.
—¿Qué son? —pregunté al príncipe Jeta.
—Los dioses de los arios, tanto en la tierra como en el cielo —respondió, divertido ante mi asombro.
También Caraka rió.
—Vuestro Vishnú ha estado demasiado tiempo en la India —le dijo al príncipe—. Tiene el mismo color de nuestros antiguos dioses.
—No dudo que todos están relacionados. —El príncipe Jeta cambió de tema, como convenía—. Naturalmente, es una ocasión muy especial. Sólo una o dos veces en una generación ocurre que un rey llame a su lado a todos los dioses.
Mientras el príncipe hablaba, el maléfico Indra se materializaba en el extremo más alejado del campo. En una mano tenía un rayo, en la otra un enorme jarro de soma, del que bebía. Cerca, vestido de negro, estaba Agni, en un carro tirado por caballos rojos como el fuego.
Los dioses védicos convergían desde todas las direcciones hacia el rey Virudhaka, brillantes, solemnes, fantasmagóricos.
El príncipe Jeta no estaba totalmente seguro de mi reacción. Tampoco yo, y sigo sin estarlo. ¿Creí realmente, por un instante, que los dioses estaban realmente presentes? Es posible. Ciertamente, la representación era sorprendente. Pero, como explicó claramente el príncipe, era sólo una representación.
—Los dioses —dijo— son encarnados por actores.
—¡Pero son gigantes!
—Cada dios es personificado en realidad por dos actores. Uno se sienta sobre los hombros del otro, y las vestiduras cubren ambos cuerpos. El efecto es convincente, ¿verdad?
—Y alarmante. —Yo tenía la sensación de padecer un ensueño de haoma—. ¿La gente cree que verdaderamente son sus dioses?
El príncipe Jeta se encogió de hombros.
—Algunos sí. Otros no.
—La mayoría lo cree —dijo Caraka. Se volvió hacia el príncipe—. Los arios recibieron la idea de nosotros. El día de Año Nuevo, cuando nuestra gente va a los templos a hacer sacrificios, todos los dioses aparecen. Amenazan al pueblo con hambres y plagas. Entonces, los sacerdotes piden una contribución para el templo, con el objeto de evitar el desastre. Si nuestros dioses-actores ofrecen una buena representación, las ganancias del templo se duplican.
—Si es así, ¿quién visitó al Buda en el parque de los ciervos? ¿Brahma o una pareja de actores? —agregué, para fastidiar al príncipe.
—No lo sé. No estaba allí —dijo el príncipe, imperturbable—. Pero en todo caso, tampoco el Buda se encontraba, porque ya había logrado extinguirse. De modo que Brahma, o quien hubiera ocupado su lugar, estaba perdiendo el tiempo.
Debo confesar que esas inmensas deidades que se movían por entre la muchedumbre del parque me causaban bastante desazón. Eran la representación de los demonios de mi abuelo, la visión del infierno zoroastriano.
Pero Ambalika se divertía enormemente.
—¡Parecen tan reales! Es como si lo fueran, ¿verdad? —Había asistido a la coronación con el cortejo de la vieja reina. Sus formas eran algo más redondeadas que antes del nacimiento de mi hijo—. ¿No estoy demasiado gorda para ti?
Ése había sido su saludo cuando la recibí en la puerta de la ciudad. En un momento de torpeza, me había quejado una vez de que todo el mundo era demasiado grueso en la corte de Magadha, incluido yo mismo. En tres años, había casi duplicado mi peso.
—No —respondí—. Estás muy bien.
—Si no es así, ¿me lo dirás? —Nos hallábamos en el jardín principal de la casa del príncipe Jeta.
—Te lo diré. —Ambalika me hacía perfectamente dichoso—. Se lo dije.
—Entonces, ¿me dejarás ir a Susa?
—Si puedo.
—Porque estoy segura de que nunca volverás aquí. —Ambalika parecía triste, pero su voz sonaba alegre.
Respondí que no dudaba de volver, por una razón prosaica:
—El comercio de Persia con Magadha aumentará inevitablemente. Y con Koshala también.
Esto se demostró cierto. En verdad, antes de partir de Shravasti fui abordado por todos los comerciantes de importancia de la ciudad. Deseaban concesiones especiales. Aunque deseché intentos de soborno por valor de varias fortunas, acepté un adelanto de la corporación de alfareros sobre un préstamo sin interés. El préstamo mismo sería pagado por la corporación si yo lograba que las importaciones persas de cerámica india no fueran gravadas por impuestos. Hice esto para que Ambalika y mis hijos (ella estaba nuevamente embarazada) no quedasen sin recursos si el príncipe Jeta moría o caía en desgracia. Suponía, naturalmente, que cuando volviera a ver a mi familia, lo haría junto al señor de toda la India, Darío, el Gran Rey.
En el otoño de aquel año, me uní a una caravana que partía hacia el oeste. Además de mis guardias personales, me acompañaba Fan Ch'ih. Los demás miembros de la expedición original que no habían perecido por las fiebres o por las armas, habían retornado a Persia.
—A la gente de Catay no le gusta viajar. —Fan Ch'ih ostentaba su sonrisa constante pero nunca desagradable—. Si Catay es todo el mundo, ¿para qué ir a otro lugar?
—Los persas piensan lo mismo.
Como el tiempo era seco y fresco, montábamos a caballo. En verdad, el clima era tan espléndido que uno se sentía absolutamente gozoso de ser joven y estar vivo. Una extraña sensación, en suma.
Durante nuestro viaje al oeste aprendí mucho acerca de Catay; volveré sobre esto en el momento oportuno. Yo había esperado sorprender a Fan Ch'ih con el esplendor del imperio persa. En cambio, me sorprendió él con la magnificencia —a juzgar por sus palabras solamente, desde luego— de Catay. En cierta oportunidad había existido allí un imperio único llamado el Reino Medio. Pero, como ocurre con los imperios, se había disgregado y ahora Catay era, como la India, un grupo de estados beligerantes.
También como en la India, esos estados no estaban constantemente en guerra entre sí; pero no había uno solo de sus señores que no soñara, en su fortaleza, con llegar a ser un día el amo único de un nuevo Reino Medio.
—Pero eso únicamente es posible si el gobernante, sea quien sea, recibe el mandato del cielo.
Oí esa frase por vez primera en el mismo momento en que veía las maravillosas torres de Taxila, en la brumosa lejanía violeta. Normalmente, el viajero huele una ciudad antes de verla. Pero percibimos primero las torres, y luego el humo de las cocinas.
—Nosotros damos un nombre a ese mandato del cielo: la divina gloria real —dije—. Sólo podía ser otorgada por uno de nuestros antiguos dioses-demonios; él y sólo él la entregaba a un gobernante, o se la quitaba. Pero ahora sabemos que no es un dios-demonio sino el Sabio Señor quien concede o retira la divina gloria real.
—El maestro K'ung diría que el dador es el cielo, lo cual es la misma cosa, ¿no es verdad?
Algunos años más tarde, había de conocer al maestro K'ung; de todos los hombres que he conocido, era el más sabio. Acepta mi palabra, Demócrito. Aunque no tienes muchas opciones: probablemente yo sea el único hombre del mundo occidental que ha conocido a ese notable maestro.
No: el maestro K'ung —o Confucio, como también es llamado—, no se parecía a Protágoras. No era ingenioso. Era sabio. Trataré, en su oportunidad, de explicar la diferencia. Pero quizás, aunque haga todo lo posible, esto no sea suficiente. No olvidemos que el griego es la lengua del sofista y del ganador de debates; la lengua de los dioses, y no la de Dios.
La decadencia
de la Divina
Gloria Real
Llegué a Susa cuatro años menos tres días después del comienzo de mi embajada a los dieciséis reinos de la India, nombre totalmente inadecuado, aun en el momento mismo de mi partida. En la llanura del Ganges no había dieciséis reinos, y nadie se ha molestado jamás en contar las naciones que hay hacia el sur. La cancillería, de acuerdo conmigo, decidió que los futuros embajadores serían enviados solamente a los reinos de Magadha y Koshala.