—La cadena se rompe cuando el Sabio Señor triunfa y todo es luz.
—Reconozco que eso se parece mucho a las palabras de Brahma. Pero como él mismo admite, es decir, cuando no dice mentiras, él mismo no tiene idea de cómo terminarán las cosas, ni sabe cómo él mismo ha comenzado. Está, como todos nosotros, en medio del río. Naturalmente, su río es más ancho; pero el principio de todos los ríos es el mismo. Como tú has cantado tan bien… No, no, hermosamente, de veras, «el tiempo es más poderoso que ambas creaciones, la creación del Sabio Señor y la del espíritu destructivo». Para nosotros, hijo, el tiempo es sólo parte de un sueño del que es preciso despertar para ser iluminado.
—¿Y extinguido?
—¡Has aprendido la lección, Ciro Espitama! —Aquella malvada criatura me aplaudió.
Aunque no hubiese sido posible defender inteligentemente uno sólo de los argumentos de Sariputra, recordé la orden de Darío. Yo debía aprender tanto como enseñar; o, para ponerlo de otra manera, no se puede enseñar sin saber primero qué creen en verdad los demás. En aquella época yo no dudaba de mi misión, que consistía en conducir a todos los hombres hacia la Verdad. Pero al mismo tiempo, sentía profunda curiosidad acerca del origen, si lo hay, de la creación. Y para mi embarazo, Sariputra había señalado un curioso fallo en la percepción zoroastriana de la divinidad. Sí, Demócrito: también tú has advertido esa omisión. Pero eso es porque sólo te interesa lo material. A nosotros nos interesa lo sagrado.
Acepto que nunca ha estado claro cómo, cuándo ni por qué el Sabio Señor nació del tiempo infinito, que no puede ser comprendido en sí mismo, puesto que lo infinito es, por definición, no sólo aquello que no es todavía, sino lo que no será nunca todavía. Pero hasta que conocí a los budistas, no creía posible que pudiera existir una religión, una filosofía, o una visión del mundo de cierta complejidad, sin alguna teoría de la creación, por imprecisa que fuera. Por ahí teníamos una secta, una orden, una religión que había cautivado la imaginación de dos poderosos reyes y de muchos hombres sabios, sin ocuparse nunca seriamente de la única pregunta esencial: ¿cómo empezó el cosmos?
Y lo que era peor: los budistas consideraban a todos los dioses con el mismo amable desdén de los atenienses educados. Pero los atenienses temen ser perseguidos por la opinión pública, en tanto que los budistas son indiferentes a las supersticiones de los brahmanes. Ni siquiera se preocupan por convertir a los dioses en demonios, como hacia Zoroastro. Los budistas aceptan el mundo tal como es, y tratan de eliminarlo.
Y mientras tanto, en el ahora y aquí, sugieren que probablemente lo mejor para el budista laico y corriente sea ser amistoso, alegre, compasivo y sereno. En cambio, los miembros de la orden no sólo deben abandonar las penas de este mundo, sino también sus alegrías.
—Después de estudiar los cadáveres en descomposición, recuerdo a los novicios hasta qué punto es desagradable el cuerpo viviente. Como muchos de ellos son jóvenes, se sienten atraídos por las mujeres, lo cual, naturalmente, los apega a la cadena del ser. Entonces les explico que el cuerpo de la mujer más hermosa es como una herida, con nueve aberturas repulsivas, y que está cubierto en toda su superficie por una piel viscosa que…
—Aunque mi cerebro es lento, he comprendido el concepto —dije, igualando un poco nuestra puntuación.
—Querido, si es así, estás haciendo girar por tu propio esfuerzo la rueda de la doctrina. ¡Qué inteligente es este hijo! —Sariputra miró al príncipe Jeta. Aunque la cara del monje sonreía, sus ojos eran duros y fijos como los de un loro. Era un personaje desconcertante.
—Creo —dijo el príncipe Jeta— que ha llegado el momento de que nuestro amigo conozca al Buda.
—¿Por qué no?
Demócrito quiere saber exactamente quién era el Buda y de dónde venia. Probablemente sea imposible responder a la primera pregunta. Muchas veces traté de averiguarlo cuando estaba en la India, y recibí una increíble variedad de respuestas. Los indios no tienen nuestro interés por los hechos; su sentido del tiempo es diferente, y su idea de la realidad se basa en el profundo sentimiento de que el mundo no importa porque consiste únicamente en materia cambiante. Creen que están soñando.
Esto es lo que pienso acerca del Buda. Cuando lo conocí, hace más de medio siglo, tenía setenta y dos o setenta y tres años. Había nacido en la república Sakya, situada el pie de la cordillera del Himalaya. Provenía de una familia de guerreros, los Gautama. Recibió, al nacer, el nombre de Sidarta. Se educó en la ciudad de Kapilavastu, la capital. En cierta oportunidad, el padre de Sidarta desempeñó un alto cargo en la república, si bien no fue un rey, como pretenden todavía algunos esnobs de Shravasti y de Rajagriha.
Sidarta se casó. Tuvo un hijo, Rahula —nombre que significa nexo o unión—. Sospecho que ese hijo debe haber vivido bajo otro nombre, pero nunca pude saber cuál. Ciertamente, debe de haber sido un nexo con ese mundo que el Buda eliminó para sí.
A los veintinueve años, Sidarta se embarcó en lo que él mismo dio en llamar la noble búsqueda. Como era agudamente consciente de que «era posible que volviera a nacer, por causa del yo, y conocía el peligro que corre todo lo que nace, buscó la máxima protección contra las ataduras de este mundo: el nirvana».
La búsqueda de Sidarta duró siete años. Vivía en el bosque. Mortificaba su carne. Meditaba. A su tiempo, por sus propias fuerzas, o simplemente porque había evolucionado durante sus encarnaciones anteriores, descubrió no sólo la causa del dolor, sino la forma de curarlo. Vio todo lo que había sido y todo lo que será. En un combate mágico derrotó al dios maligno Mara, señor de este mundo.
Sidarta se convirtió en el iluminado, en el Buda. Como no sólo había eliminado su propio yo, sino también el mundo tangible, era superior a los dioses. Ellos continuaban su evolución, y él no. Ellos continuaban existiendo dentro de un mundo que él había disuelto por completo. Como la iluminación es un fin en sí misma, el fin esencial, ese mundo retornó a él, por así decirlo, cuando el gran dios Brahma descendió del cielo y le pidió que mostrara a otros el camino. Al Buda no le interesaba. ¿Para qué hablar —dijo— de lo que no se podía describir? Pero Brahma se mostró tan insistente que el Buda aceptó ir a Varanasi y poner en marcha la rueda de la doctrina. Explicó las cuatro verdades y reveló el óctuple camino. Y al mismo tiempo, paradójicamente, todo esto carecía —carece— de sentido, porque había abolido este mundo, y también todos los demás mundos.
«Todo lo que está sujeto a causas —ha dicho el Buda— es como un espejismo.» Para él, la personalidad humana es como una pesadilla, algo de que es preciso liberarse, preferiblemente andando hacia… ¿la nada? No puedo seguir al Buda más allá de cierto punto. Es natural: él es un iluminado y yo no lo soy.
En todos los sentidos, la enseñanza del Buda se opone a la del Sabio Señor. Para los budistas y los jain, el mundo desgasta. Por lo tanto, la meta de los sabios es la extinción. Para Zoroastro, cada hombre debe trazar su camino hacia la Verdad o la Mentira, y en la eternidad será juzgado por lo que hizo o no hizo en el curso de una sola vida. Finalmente, después de un tiempo en el cielo o en el infierno, todas las almas humanas compartirán la victoria del Sabio Señor sobre Arimán, y todos alcanzaremos un estado perfecto que no se diferencia mucho del sunyata, o vacío brillante, de los budistas, si se puede traducir así una palabra que explica con tanta precisión lo inexplicable.
Para los indios, todas las criaturas están sometidas a constantes reencarnaciones. El premio y el castigo en cualquier vida son resultado de las acciones previas anteriores. Uno está totalmente sujeto al propio karma, o destino. Para nosotros, hay sufrimiento o alegría en el tiempo del largo dominio y, finalmente, se producirá la unión con Ahura Mazda en el tiempo eterno. Para ellos, hay infinitas muertes y renacimientos, solamente interrumpidos por unos pocos, mediante el nirvana, que no es nada, y el sunyata, que es lo que es si es.
Demócrito piensa que estas dos actitudes no están tan alejadas entre sí. Yo sé que son totalmente diferentes. Desde luego, hay algo luminoso, aunque huidizo, en la concepción budista del sunyata; y sé que cuanto más pienso en sus verdades, más me veo tratando de coger con las manos torpes una de esas veloces anguilas que ondulan por la noche en los cálidos mares del sur, irradiando una luz fría. En el corazón del sistema budista hay un espacio vacío que no es solamente el ansiado nirvana. Es el perfecto ateísmo.
Por lo que sé, el Buda jamás habló de ningún dios sino de modo informal. No negaba su existencia, simplemente la ignoraba. Pero, a pesar de su formidable soberbia, nunca se instaló en el lugar de los dioses, porque, cuando puso en marcha la rueda de su doctrina, él mismo había dejado de ser, lo cual constituye la última etapa de la evolución. Y mientras aún habitaba la carne de Gautama, permitía que otros crearan el sangha y aliviaran a los pocos elegidos, en parte, el dolor de la vida.
Al comienzo, únicamente se admitían hombres en la orden. Luego Ananda indujo al Buda a recibir también mujeres: vivirían en sus propias comunidades, y seguirían el óctuple camino. Aunque el Buda no se opuso, hizo una broma muy citada por los misóginos: «Si la orden sólo tuviera hombres, Ananda, duraría mil años. Ahora que hay también mujeres, no pasará de quinientos años». Sospecho que era demasiado optimista en ambos casos.
Hacia el fin de la estación lluviosa acompañé al príncipe Jeta al parque, el mismo que él podía o no haber hecho comprar por el mercader Anatapindika para uso del Buda. Vivían allí un millar de monjes, discípulos, admiradores. Muchos ascetas dormían al aire libre; los peregrinos estaban instalados en casas de huéspedes, y los miembros de la orden en un gran edificio con techado de paja.
No muy lejos de este monasterio; se había construido una cabaña de madera sobre una plataforma baja. Allí se encontraba el Buda, sentado sobre una estera. Como la cabaña no tenía paredes, estaba a la vista de todo el mundo.
Sariputra nos dio la bienvenida al monasterio. Se movía como un muchacho, con paso leve y saltarín. No tenía sombrilla: aparentemente la cálida lluvia jamás le molestaba.
—Tienes suerte. Tathagata siente deseos de hablar. Nos alegramos mucho por ti. Desde la luna llena ha guardado silencio, hasta hoy. —Sariputra me dio una palmada en el brazo—. Le he dicho quien eres.
Si esperaba que le preguntara si el Buda había dicho algo acerca del embajador de Persia, habrá sufrido una decepción. Dije, ceremoniosamente:
—Espero con ansiedad nuestro encuentro. —Utilicé la palabra «upanishad», que no sólo significa encuentro, sino también discusión seria sobre temas espirituales.
Sariputra nos escoltó, al príncipe Jeta y a mí, hasta el pabellón, construido sobre una plataforma a la que se subía por ocho bajos escalones. ¿Uno por cada parte del óctuple camino? En el primer escalón, un amarillo alto y fornido recibió a Sariputra, que nos presento.
—Éste es Fan Ch'ih —dijo Sariputra—. Ha venido desde Catay para aprender del Buda.
—Es imposible no aprender del Buda. —Fan Ch'ih hablaba el dialecto de Koshala aun mejor que yo, aunque con peor acento.
Como Fan Ch'ih y yo terminaríamos por ser íntimos amigos, sólo diré aquí que no había ido a la India para recibir las enseñanzas del Buda; una pequeña nación del sudeste de Catay lo había enviado en misión comercial. Me dijo luego que había acudido al parque aquel día para conocer al embajador persa. Estaba tan fascinado por Persia como yo por Catay.
Seguimos a Sariputra hasta el pabellón, donde todos los que estaban sentados se pusieron de pie para saludarnos, excepto el Buda, que continuó en su esterilla. Pude ver por qué lo llamaban el hombre de oro: era tan amarillo como los nativos de Catay. No era ario, ni tampoco dravidiano. Evidentemente, alguna tribu de Catay había atravesado el Himalaya, generando el clan de los Gautama.
El Buda era pequeño, delgado, flexible. Estaba muy erguido, con las piernas cruzadas bajo el tronco. Los ojos oblicuos eran tan estrechos que nadie hubiera podido decir si estaban abiertos o cerrados. Alguien ha dicho que los ojos del Buda son tan luminosos como el cielo nocturno en verano. No lo sé. Jamás los he visto. Las cejas, claras y arqueadas, se unían de tal modo que un mechón de pelo brotaba en la juntura. En la India, esto se considera una señal de divinidad.
El anciano tenía piel arrugada, pero resplandeciente de salud, y su cráneo afeitado brillaba como alabastro amarillo. El aroma de sándalo que exhalaba me parecía bastante poco ascético. Durante el tiempo que estuve con él, apenas movió la cabeza o el cuerpo. De vez en cuando hacía un gesto con la mano derecha. Su voz era grave y de timbre agradable y parecía no exigirle aliento. En realidad, por alguna razón misteriosa, no parecía respirar en absoluto.
Me incliné profundamente. Me indicó que me sentara. Pronuncié un discurso preparado de antemano. Cuando terminé, el Buda sonrió. Eso fue todo. No se molestó en responder. Fue un momento de incomodidad.
Entonces, un hombre joven preguntó de pronto:
—Oh, Tathagata, ¿crees que el mundo es eterno y que toda otra idea es falsa?
—No, hijo, no creo que el mundo sea eterno y toda otra idea sea falsa.
—Entonces, ¿crees que el mundo no es eterno y que toda otra idea es falsa?
—No, hijo; no creo que el mundo no es eterno y que toda otra idea es falsa.
Luego el joven preguntó a Buda si el cosmos era finito o infinito; si el cuerpo era o no similar al alma; si un santo existía o no después de la muerte, y otras cosas por el estilo. A cada pregunta; Buda oponía la misma respuesta o no respuesta que había dado a la pregunta sobre la eternidad del mundo. Finalmente el joven pregunto:
—Entonces, ¿qué objeción halla Tathagata a cada una de estas teorías para no aceptar ninguna de ellas?
—La teoría de que el mundo es eterno, hijo, es una jungla, un desierto, una comedia de títeres, una angustia, y una cadena atada para siempre a la miseria, el dolor, la desesperación y la agonía: esa idea no contribuye al retiro, la ausencia del deseo, el abandono, la quietud, el conocimiento, la suprema sabiduría y el nirvana.
—¿Ésa es la respuesta de Tathagata a todas las preguntas?
El Buda asintió.
—Esa es la objeción que hallo a esas teorías aparentemente contradictorias, y es por eso que no he adoptado ninguna de ellas.