Para mi asombro, dos ancianas nos condujeron a las habitaciones de Artemisia. En aquellos tiempos, en las cortes dorias no se conocían los eunucos. Cuando entramos al pequeño aposento, Artemisia se levantó para saludarnos. Vista de cerca, no me pareció una persona totalmente natural. Indicó a las mujeres que se retiraran.
—Sentaos —dijo Artemisia—. Os transmito los saludos de bienvenida de mi marido. Quería recibiros, pero no se encuentra bien. Está en la habitación vecina.
Artemisia señaló una puerta de madera labrada, burdamente implantada en un muro de piedra desnuda. Las únicas artes que conocen los dorios son la guerra y el robo.
Luego Artemisia procedió a formular algunas desganadas preguntas acerca del Sabio Señor. Sólo después de mi duodécima desganada respuesta comprendí que Mardonio se había acostado con Artemisia la noche anterior. Y que ahora me utilizaba para poder hacer una respetable visita diurna, con el plausible motivo de que la hija del rey discutiera temas religiosos con el nieto del profeta.
Irritado, dejé de responder a las preguntas de la muchacha, que apenas lo advirtió. Miraba fijamente a Mardonio, como si quisiera devorarlo en ese instante, así como había devorado diestramente una serie de espinosos erizos de mar la noche precedente.
Cuando Mardonio advirtió que yo no me mostraba cooperativo, habló él de religión, mientras ella escuchaba solemnemente. Por fin, a Mardonio se le empezaron a agotar los textos religiosos. Sabía tan poco del Sabio Señor como yo de su amado Mitra.
Finalmente, los tres guardamos silencio. Mientras los enamorados se contemplaban, yo pretendía estar extraviado en la visión del mundo al final del tiempo del largo dominio. Sé hacerlo muy bien. Aun mejor que mi primo, el actual sucesor de Zoroastro, quien siempre parece a punto de venderle a uno la carga de alfombras de un camello.
El rey Lydagmis entró sin fanfarrias; es un modo de decirlo: en realidad, se deslizó en la habitación de un modo totalmente furtivo. Sorprendidos, nos pusimos en pie de un salto. Si sabía que Artemisia y Mardonio habían hecho el amor en el suelo de ese mismo aposento la noche anterior, no lo demostraba. Nos trató con la solemnidad de quien sabe cómo se recibe a los compañeros de la mesa de Darío. O al compañero. Mardonio había cenado con Darío. Yo no. Posteriormente, por supuesto, había de ser el compañero de mesa de Jerjes hasta el fin de su vida. Y esto fue un gran honor, porque yo no formaba parte de la familia real, ni era uno de Los Seis.
—Ciro Espitama es el nieto de Zoroastro —explicó Artemisia. No estaba en modo alguno embarazada por la situación. Era obvio que Mardonio no había sido el primero en gozar de sus favores.
—Lo sé. Lo sé. —El rey Lydagmis hablaba bondadosamente—. Me han dicho que recibías a estos dos jóvenes príncipes. Y su encanto te ha hecho olvidar que debías salir a cabalgar por el parque conmigo.
Artemisia se mostró bruscamente culpable.
—¡Lo había olvidado! Lo siento. ¿Pueden venir ellos también?
—Naturalmente. Si así lo desean.
—¿Adónde? —preguntó Mardonio.
—A cazar ciervos —respondió Artemisia—. Venid.
De manera que aquel extraño día Mardonio y yo terminamos cazando ciervos invisibles con Lydagmis y Artemisia. La muchacha, más bien ostentosamente, cabalgaba al frente, con su manto flameando al viento y la jabalina en la mano derecha.
—Es como la diosa Artemisa, ¿verdad? —Lydagmis estaba orgulloso de su amazónica hija.
—Más hermosa y más rápida —respondió Mardonio, sin mirarme.
Como Artemisa es un peligroso demonio, hice un gesto para prevenir el mal; con demasiado éxito. Artemisia fue inmediatamente desmontada por una rama baja. Como era yo quien estaba más cerca, la oí jurar como un soldado de la caballería doria. Pero cuando se aproximó Mardonio empezó a llorar suavemente. Con gran ternura, Mardonio la ayudó a subir nuevamente al caballo.
En el camino de Halicarnaso a Sardis sostuvimos una conversación bastante profunda acerca de Artemisia. Mardonio admitió que la había seducido.
—O lo contrario —añadió—. Es muy voluntariosa. ¿Son así todas las mujeres dorias?
—No conozco a ninguna. Lais es jonia.
Avanzábamos juntos por una hondonada boscosa. Durante la noche había helado en la montaña, y los cascos de nuestros caballos hacían crujir las plantas, hojas y ramillas escarchadas bajo su peso. La caballería nos precedía y nos seguía, en doble fila, a través de la fría floresta.
Mardonio y yo íbamos siempre en el centro, justamente detrás de nuestro comandante Artanes. En caso de combate, Artanes dirigiría el ataque desde el centro, puesto que la columna frontal se convierte siempre en el ala izquierda y la posterior en la derecha. Me refiero, naturalmente, a un combate en campo abierto, porque cualquiera que nos hubiese emboscado en esa alta quebrada montañesa nos habría matado a todos. Pero nuestras mentes no se ocupaban del peligro militar.
Bruscamente, Mardonio dijo:
—Quiero casarme con ella.
—La señora es casada. —Me pareció que valía la pena decirlo.
—Morirá pronto, el marido. Ella cree que es cuestión de semanas, o meses.
—¿Se propone… apresurar la cosa?
Mardonio asintió. Estaba totalmente serio.
—Apenas le diga que puedo casarme con ella, será viuda. Me lo ha prometido. En el suelo.
—Una esposa así me pondría nervioso.
Mardonio rió.
—Apenas se case conmigo entrará en el harén y no volverá a salir. Ninguna de mis esposas recibirá a un hombre como ella me ha recibido. Ni cazará ciervos.
—¿Por qué la quieres?
Mardonio se volvió y me mostró de frente su bella cara sonriente, de mandíbula cuadrada.
—Porque quiero Halicarnaso, Cos, Nisyros y Calymna. Cuando el padre muera, Artemisia será la reina de esos lugares, de acuerdo con la ley doria. Su madre también era doria, de Creta. Y me ha dicho que también puede aspirar a Creta. Y lo hará, si su marido tiene suficiente valor.
—Eso te convertiría en señor del mar.
—Eso me convertiría en señor del mar. —Mardonio se apartó. Su sonrisa había desaparecido.
—El Gran Rey no permitiría nunca ese matrimonio. —Fui al grano—. Piensa en Histieo. Apenas recibió esas minas de plata en Tracia fue llamado a Susa.
—Pero él es griego. Yo soy persa. Soy el sobrino de Darío. El hijo de Gobryas.
—Sí. Y por ser quien eres, ese casamiento es imposible.
Mardonio no dijo nada. Sabía, por supuesto, que yo tenía razón, y jamás osó mencionar el tema ante Darío. Pero algunos años más tarde, cuando Artemisia era reina, pidió permiso a Jerjes para desposarla. Jerjes se divirtió mucho, y hasta se burló un poco de Mardonio.
—Los montañeses —dijo desde el trono— nunca deben mezclar su sangre con la de una raza inferior.
Por irreverente que pudiera ser Mardonio en ocasiones, Jerjes sabía que no le recordaría la sangre aqueménida que él mismo había mezclado tan voluble —y a veces ilegalmente— con mujeres extranjeras. Es curioso que los descendientes de las esposas extranjeras de Jerjes terminaran tan mal. Pero, para ser justos, no se les dio gran oportunidad de demostrar sus méritos. Casi todos fueron ejecutados durante el siguiente reinado.
Llegamos a Sardis a comienzos del otoño. Toda la vida había oído hablar de esa fabulosa ciudad, creada o recreada por Creso, el hombre más rico del mundo, cuya derrota a manos de Ciro es el tema de mil baladas, dramas y leyendas, y aun de obscenos y excesivos cuentos milesios.
No recuerdo ahora qué esperaba ver. Edificios de oro macizo, supongo. En cambio, encontré una ciudad totalmente corriente, de unos quizá cincuenta mil habitantes hacinados en casas de barro y paja. Como las calles eran simples senderos al azar, era aún más fácil extraviarse en Sardis que en las igualmente desangeladas Susa y Atenas.
Una vez que Mardonio y yo ayudamos a nuestras tropas a instalarse en un campamento al sur de la ciudad, cabalgamos juntos hasta Sardis, donde a poco de llegar, nos perdimos. Para hacer peor aún la cosa, la gente no hablaba persa ni griego, y en toda la tierra sólo los lidios hablan lidio.
Anduvimos de un lado a otro durante lo que parecían horas. Los balcones y los pisos superiores eran un peligro constante, sobre todo cuando estaban encubiertos por la ropa lavada. Ambos encontramos a los pobladores insólitamente bellos. Los hombres usan largas trenzas y se enorgullecen de la blancura de su piel. Ningún hombre de alcurnia se aventura a exponerse al sol. Y, sin embargo, la caballería lidia es la mejor del mundo, y un baluarte del ejército persa.
Finalmente desmontamos y llevamos nuestros caballos a lo largo del río que atraviesa el centro de la ciudad y también el de la gran plaza del mercado. En la duda, sigue un río, como ha dicho, según se cuenta, Ciro el Grande.
La plaza del mercado de Sardis era aún mayor que la de Susa. Diez mil tiendas y bazares, rodeados por un muro de ladrillo, ofrecen en venta todo lo que existe en la tierra. Mientras vagábamos, boquiabiertos como dos campesinos de Caria, nadie nos prestó la más mínima atención. Los oficiales persas no son, sin duda, una noticia en Sardis.
Mercaderes de todas las regiones del mundo ofrecían sus mercancías. Ánforas y crateras de Atenas. Rubíes y telas de algodón de la satrapía de la India. Alfombras de las montañas de Persia. Junto al fangoso río había una fila de palmeras, a las cuales estaban atados cien camellos de mal genio. Algunos eran aliviados de sus exóticos cargamentos; otros eran cargados con los productos de Lidia: higos rojos, arpas de doce cuerdas, oro… Sí, Sardis es una verdadera ciudad de oro, porque ese río fangoso está lleno de oro en polvo, y fue el padre de Creso quien primero fundió el oro en lingotes, lo convirtió en joyas, y acuñó las monedas iniciales.
Detrás de Sardis, en las montañas, hay minas de plata, el metal más raro del mundo. Yo tenía una moneda lidia de plata que, según se creía, superaba los cien años. Si era cierto, había sido acuñada por el abuelo de Creso. En ese caso, la acuñación de moneda proviene de Lidia, como sostienen los lidios. Mi moneda lidia tenía grabado un león, desgastado y bruñido. Me la robaron en Catay.
—¡Qué ricos son! —exclamó Mardonio.
Parecía capaz de saquear el mercado con sus solas manos.
—Es porque gastan poco en sus casas. —Yo todavía estaba disgustado por la fealdad de la fantaseada ciudad.
—Supongo que el placer es lo primero.
Mardonio llamó a un mercader de Media, que aceptó ser nuestro guía. Mientras atravesábamos lentamente el mercado, me sentía bastante mareado por los brillantes colores, las acres fragancias, la tediosa cháchara en cien lenguas.
Inmediatamente al otro lado de la muralla del mercado hay un pequeño parque sombreado por los árboles. En el extremo opuesto del parque está el viejo palacio de Creso, una construcción de madera y ladrillos de barro, de dos pisos. Allí vivía el sátrapa persa de Lidia.
Mientras seguíamos a un chambelán por un polvoriento pasillo hacia la sala del trono de Creso, Mardonio movió la cabeza.
—Si hubiese sido el hombre más rico del mundo, ciertamente se me habría ocurrido algo mejor que esto.
Artafrenes estaba sentado en una silla al lado del trono, siempre vacío cuando el Gran Rey no está presente. Me sorprendió ver que el trono era una réplica exacta —en feo metal plateado— del trono del león del Gran Rey.
Aunque Artafrenes estaba en plena audiencia con un grupo de lidios, se puso de pie al ver a Mardonio y lo besó en la boca. Yo besé al sátrapa en la mejilla.
—Bienvenidos a Sardis. —Artafrenes me recordó más que nunca a su padre, Hystaspes—. Os alojaréis aquí, con nosotros. —Luego Artafrenes nos presentó a los lidios. Un hombre muy anciano resultó ser Ardes, hijo de Creso. A su debido tiempo, llegué a conocer bien a este fascinante nexo con el pasado.
En los días siguientes vimos con frecuencia a Artafrenes y a los griegos. Al parecer, todos los aventureros griegos del mundo se dieron cita en Sardis. Es innecesario decir que todos estaban en alquiler. Artafrenes los alquilaba porque no sólo eran excelentes soldados y marinos, sino exactamente tan inteligentes como traicioneros.
Demócrito es demasiado cortés para disentir. Pero he visto un aspecto de los griegos que normalmente ellos no se muestran entre sí. Los he visto en la corte de Persia. Los he oído pedir al Gran Rey que atacase sus ciudades natales porque ningún griego puede sufrir el éxito de otro griego. Si no hubiera sido por los griegos de Persia, las guerras griegas no habrían ocurrido, y Jerjes habría llevado nuestro imperio hasta el final de la India, hasta el Himalaya, y quizá más allá. Pero la categoría de lo que podría haber sido está ya demasiado repleta.
Hipias estaba en el primer consejo a que asistí en Sardis. Le acompañaban Tesalo y mi antiguo compañero de escuela, Milo.
Hipias recordó nuestro encuentro en el pabellón de caza, el invierno anterior.
—Desde entonces, he leído profundamente las obras de tu abuelo.
—Me alegro de que sigas a la Verdad, tirano. —Fui cortés. No dije que en aquellos días se había escrito muy poco de las enseñanzas de mi abuelo. Ahora, por supuesto, hay mil pieles de buey cubiertas de himnos, diálogos y plegarias, todos atribuidos a Zoroastro.
En el primer consejo a que asistí en Sardis, Hipias propuso un inmediato ataque persa a Mileto. El viejo tirano habló con su habitual gravedad.
—Sabemos que Aristágoras está todavía en Chipre con su flota. Sabemos que los demagogos de Atenas le han enviado veinte barcos. En este momento, esos barcos no deben estar demasiado lejos de Chipre. Antes de que las dos flotas se reúnan, debemos recuperar Mileto.
—La ciudad está bien defendida. —Artafrenes jamás se apresuraba a comprometerse a ninguna estrategia. Indudablemente, se fundaba en la idea de que saber cuándo no hacer nada es la esencia del arte de gobernar.
—Mileto —dijo Hipias— comenzó su historia como una colonia de Atenas, y hasta el día de hoy hay muchos milesios que ven con afecto a mi familia.
Eso no tenía sentido. Si alguna vez Mileto fue colonia de Atenas, lo fue mucho antes de los pisistrátidas. De todos modos, había pocos amantes de los tiranos en Mileto, como descubrió Aristágoras cuando apostó por la independencia. Las clases superiores de la ciudad se negaron a rebelarse contra Persia, a menos que Aristágoras les permitiera darse una democracia al estilo ateniense. Y el aventurero se vio obligado a conceder lo que deseaban. Como pronto descubriríamos, la época de los tiranos había sido prolongada artificialmente debido a la política del Gran Rey en sus ciudades griegas. En apariencia, las clases gobernantes no podían soportar a los tiranos ni a la aliada de estos, la gente común. Por eso, todas las ciudades griegas son ahora democracias de nombre, pero oligarquías de hecho. Demócrito piensa que el actual gobierno de Atenas es más complejo que esto. Yo no lo creo.