El grave rostro de Histieo se abrió en una ancha sonrisa.
—… nuestro primo Megabetes. —Darío no pudo evitar mirar cómo se cerraban los labios de Histieo.
—El segundo será Aristágoras. —Cuando Darío se puso de pie, todos nos inclinamos—. Tal es el deseo del Gran Rey —concluyó Darío y, de acuerdo con la costumbre, repetimos al unísono:
—Tal es el deseo del Gran Rey.
Las guerras griegas habían comenzado.
Hystaspes y yo permanecimos dos días en el pabellón de caza. Cada uno de ellos Darío nos agasajó con un formidable festín. Aunque el Gran Rey comía solo o con Jerjes, se reunía con nosotros para beber. Como todos los montañeses se jactan de la cantidad de vino que pueden consumir, no me sorprendía ver que a medida que el festejo avanzaba, era menor la cantidad de agua del río Choaspes que se mezclaba con el vino de Helbon del Gran Rey. Pero, al igual que todo su clan, Darío tenía la cabeza fuerte. Por más que bebiera jamás decía tonterías. Tendía, en cambio, a quedarse dormido de improviso. En el momento en que esto ocurría, su copero y el conductor de su carro lo llevaban a su cama. Los montañeses bebían más que los griegos de tierras bajas, con excepción de Hipias, que simplemente se mostraba cada vez más triste, a medida que iba comprendiendo que, por el momento, su misión había fracasado.
Recuerdo muy poco más acerca de ese famoso consejo. Eso sí: Jerjes deseaba tomar parte en la campaña contra Naxos, pero había algunas dudas acerca de si se le permitiría ir o no.
—Soy el heredero —me dijo mientras cabalgábamos una fría y clara mañana de invierno—. Está decidido. Pero nadie debe saberlo. Todavía, por lo menos.
—Todo el mundo lo sabe en el harén —respondí—. No hablan de otra cosa. —Era verdad.
—Aun así, sólo será un rumor hasta que el Gran Rey hable, y no hablará hasta el momento en que marche a la guerra.
Según la ley persa, el Gran Rey debe nombrar a su heredero antes de marchar a la guerra. De otro modo, si muriera, podría sobrevenir el caos, como ocurrió tras la inesperada muerte de Cambises.
Mientras corríamos con nuestros caballos y el aire frío despejaba nuestro cerebro del vino de la víspera, yo no podía saber que estábamos en el cenit del imperio persa. Irónicamente, en el punto culminante de la edad de oro de Persia, y en el vigor de mi juventud, sufría constantes dolores de cabeza y malestares de estómago, a causa de los banquetes interminables y de la bebida. Pocos años más tarde habría de anunciar que, por ser el nieto del profeta, sólo podía beber en ocasiones rituales. Esta sabia decisión me permitió vivir la larga vida que he vivido. Como una larga vida es una maldición, comprendo ahora que debí haber bebido más vino de Helbon.
En el verano del año siguiente, Mardonio y yo salimos de Babilonia con rumbo a Sardis. Viajábamos con cuatro compañías de caballería y ocho de infantería. Mientras salíamos por la puerta de Ishtar, las damas del harén nos saludaban desde el terrado del palacio nuevo. Y también los eunucos, es verdad.
Los oficiales jóvenes teníamos gran respeto a la docena de hombres —para nosotros terriblemente viejos— que habían combatido junto a Darío, de un extremo del mundo al otro. Se encontraba entre ellos un anciano oficial que había conocido a mi padre; lamentablemente, no recordaba nada interesante para contarme. Artanes, hermano de Darío, comandaba nuestro pequeño ejército. Era una figura sin relieve. Más tarde enfermó de lepra y se vio forzado a vivir aislado en el desierto. Se dice que los leprosos poseen grandes poderes espirituales. Afortunadamente, jamás he estado lo bastante cerca de uno como para saberlo.
Nunca me he divertido más que en las semanas que nos ocupó nuestro viaje de Babilonia a Sardis. Mardonio era un compañero excelente. Como ambos extrañábamos la compañía de Jerjes, gran parte del afecto que sentíamos hacia el amigo ausente se transfería al otro.
Todas las noches disponíamos nuestras tiendas junto a una de las postas establecidas a intervalos de trece millas a lo largo de la carretera de mil quinientas millas que une las dos ciudades. Y luego salíamos a beber, y yo desarrollé cierta afición al vino de palma, una bebida fuerte muy apreciada en Babilonia.
Recuerdo una noche en que Mardonio, yo y varias muchachas que se ocupaban de los equipajes decidimos averiguar cuánto vino de palma podíamos beber. Estábamos sentados en el parapeto de la llamada muralla de Media, una vieja estructura que se disgregaba y retornaba al polvo con que se habían hecho sus ladrillos. Todavía puedo ver la dorada luna llena que rodaba sobre el parapeto. Y también el sol, igualmente dorado, ardiendo en mis ojos a la mañana siguiente, cuando me encontré tendido en una duna al pie de la muralla. La noche anterior me había caído, y la arena blanca me salvó la vida. Mardonio se divirtió mucho; yo estuve enfermo durante varios días a causa del vino de palma.
Teníamos el Éufrates a la derecha mientras avanzábamos hacia el mar. Me impresionó como nunca la extensión y diversidad de nuestro imperio. Pasamos de los cálidos y bien regados campos de Babilonia, a través del desierto de la Mesopotamia, a las sierras boscosas de Frigia y Caria. Cada pocas millas el paisaje cambiaba. Y también las personas. La gente de las tierras bajas es pequeña, oscura e inteligente. Tienen grandes cabezas. En las montañas los hombres son altos, pálidos, de cabeza pequeña, y se mueven con lentitud. En las ciudades costeras griegas se ven curiosas mezclas raciales. Aunque predominan los jonios y los dorios, se han combinado con rubios tracios, oscuros fenicios, egipcios blancos como el papiro. La variedad física de los seres humanos es tan asombrosa como la igualdad de su carácter.
Por razones obvias, no salimos de la carretera real en Mileto. Lo hicimos en Halicarnaso, la más meridional de las ciudades griegas del Gran Rey. Los habitantes de Halicarnaso son dorios, y tradicionalmente leales a Persia.
El rey Lydagmis nos recibió cordialmente y nos alojó en su palacio sobre el mar, una especie de cuartel de húmeda piedra gris que domina la costa. Mardonio y yo compartíamos una habitación desde donde se veía en la distancia la verde isla de Cos. Yo estaba siempre en la ventana. Por primera vez en la vida contemplaba el mar. Debo tener sangre de marinos en las venas (¿por los antepasados jonios de Lais?) porque no podía dejar de mirar esas turbulentas aguas moradas. Impulsadas por los vientos otoñales, grandes olas rompían contra la base del palacio con tal estrépito que no podía dormir por las noches; en los, intervalos entre una ola y otra escuchaba, si ponía atención como solía, el susurro de la espuma debajo de la ventana.
Mardonio encontraba absurda mi fascinación por el mar.
—Espera hasta que nos hagamos a la vela. Te marearás, como todos los Magos. —Desde la infancia, a Mardonio le gustaba llamarme el Mago. Como era un joven de buen natural, nunca me molestó demasiado el epíteto.
En aquellos días conocía tan bien a Mardonio que, en cierto sentido, no lo conocía en absoluto. Jamás me detuve a observar su carácter, como se hace con un nuevo amigo o con los personajes importantes que uno tiene el privilegio de ver desde cierta distancia.
Como Mardonio había de ser mundialmente célebre, supongo que debería tratar de recordar cómo era en nuestra juventud y —lo que es más importante— cómo era cuando empecé a comprender, en Halicarnaso, que no era simplemente otro joven noble, distinguido tan sólo por la posición de su familia y por su amistad con Jerjes.
Siempre había sabido que Mardonio era capaz de aprovechar hábilmente cualquier situación en que se encontrara. Era también profundamente reservado acerca de sus acciones, y aún más de sus motivos.
Pocas veces tenía uno la menor idea de lo que se proponía. Jamás revelaba nada voluntariamente. Pero en Halicarnaso descubrí en buena medida qué clase de hombre era. Si yo hubiese sido más atento, habría podido empezar a comprenderlo. Y si lo hubiese comprendido… Pero no tiene sentido especular sobre lo que podría haber ocurrido.
Los hechos fueron los siguientes:
Veinte de nosotros fuimos invitados aquella noche por el rey Lydagmis. El hombre, de unos cincuenta años y aspecto insignificante, estaba echado sobre un diván en el extremo opuesto del salón. A su derecha se encontraba Artanes, hermano del Gran Rey, y a su izquierda Mardonio, segundo en rango entre todos los persas presentes. Los demás estábamos dispuestos en semicírculo entre los tres personajes principales. Los esclavos colocaron ante cada uno de nosotros una mesilla de tres patas con toda clase de pescados. Esa noche comí por vez primera una ostra, y vi, aunque no me atreví a probar, un calamar cocido en su propia tinta.
La sala del banquete era alargada y de estilo dórico, algo despojado y —a mis ojos— siempre inconcluso. El suelo estaba cubierto de juncos enmohecidos, de los que rezumaba continuamente agua de mar. No es extraño que los gobernantes de Halicarnaso sufran con frecuencia esas enfermedades que endurecen las articulaciones.
Justamente detrás de Lydagmis había una silla donde estaba sentada su hija Artemisia. Era una muchacha delgada, de pelo rubio. Como su marido estaba constantemente enfermo, cenaba con el padre como si fuera su hijo o su yerno. Se decía que tenía un hermano, loco. Y en consecuencia, según las leyes dorias, era heredera natural del reino. No pude apartar los ojos de ella; lo mismo les ocurrió a los demás. Era la primera vez que cenaba en presencia de una mujer que no fuera Lais. Mis compañeros persas estaban igualmente intrigados.
Aunque Artemisia no hablaba, a menos que su padre le dirigiese primero la palabra, escuchaba atentamente lo que se decía y se comportaba modestamente. Yo estaba demasiado lejos para oír sus palabras. Pero aprendí a comer erizos de mar observando la delicadeza con que desprendía con sus dedos la carne del centro de la espinosa concha. Aún hoy, no podría comer un erizo de mar sin recordar a Artemisia. Aunque, para ser preciso, ya no pruebo erizos: son demasiado peligrosos para un ciego. Quizá se explique así que no haya pensado en Artemisia durante tantos años.
Se bebía bastante vino, a la manera doria, que es como la tracia. Un cuerno pasa de mano en mano. Se bebe y se le alcanza al vecino. Las últimas gotas que quedan se derraman siempre sobre la persona más próxima al último bebedor. Se considera que esa sucia costumbre atrae la buena fortuna.
Cuando me fui a dormir, Mardonio no estaba en la habitación. Cuando me desperté, de madrugada, estaba en la cama, a mi lado, roncando. Lo desperté y le propuse que visitáramos el puerto.
No creo que haya una parte del mundo más hermosa que la costa de Asia Menor. El terreno es escabroso y abundan las caletas. Las sierras están cubiertas de vegetación, y las llanuras costeras son fértiles y bien irrigadas. A la distancia, las agudas montañas azules parecen erigidas como templos del fuego para el culto del Sabio Señor. Sin embargo, en aquellos días el Sabio Señor era desconocido en esa región del mundo, tan bella y tan escasa en bienes espirituales.
El puerto estaba atestado de barcos de todas clases, y el aire olía a la brea que usan los marinos para calafatear los cascos y las cubiertas. Las barcas de pesca amarraban, los hombres arrojaban sobre la costa redes llenas de peces brillantes que se retorcían, y los mercaderes del muelle se disponían a regatear. El ruido era ensordecedor, pero alegre. Me gustan los puertos de mar.
Justamente antes del mediodía, a la hora del mercado lleno (una expresión griega que oí por vez primera en Halicarnaso), un marino de alta estatura se aproximó a nosotros desde el muelle. Saludó gravemente a Mardonio, que me presentó a él. Su nombre era Escílax. Mardonio daba por sentado que yo sabia quién era, pero me avergüenza reconocer que no había oído hablar de ese hombre, el más grande navegante del mundo. Escílax, un griego de la vecina Caria, había sido enviado varias veces por Darío a realizar expediciones. Él había trazado las cartas del océano al sur de la India, y de las zonas occidentales del Mediterráneo. Él había inducido a Darío a construir un canal entre el Mediterráneo y el Mar Arábigo. Cuando Jerjes llegó a ser Gran Rey, quiso que Escílax diese la vuelta al África. Infortunadamente, el navegante de Caria era ya demasiado anciano para realizar tal viaje.
—¿Habrá una guerra? —preguntó Mardonio.
—Tú debes saberlo, señor. —Escílax lo miró de soslayo. Como tantos marinos, tenía los ojos siempre entrecerrados, como si hubiese mirado el sol demasiado tiempo. Aunque la piel de su rostro estaba oscurecida por la intemperie, el cuello era blanco como la espuma.
—Pero tú eres griego. —Las maneras de Mardonio eran siempre sinuosas con aquellos a quienes consideraba iguales, por temporalmente que fuera—. ¿Qué hace Aristágoras?
—No ha estado aquí. Dicen que se encuentra en el norte. Dudo que venga hasta tan al sur. Somos dorios, recuerda. Tenemos nuestro propio rey. Aquí no hay tiranos.
—¿Es muy grande su flota?
Escílax sonrió.
—No importa cuántos barcos tenga Aristágoras, se las arreglará para hundirlos a todos.
—¿No es el señor del mar?
—No, no lo es. Pero —Escílax frunció el ceño— si Histieo estuviera en Mileto, él si lo sería.
—¿Te parece verdaderamente capaz?
Como el resto de los jóvenes cortesanos de nuestra generación, Mardonio no dudaba que los hombres mayores que nosotros eran necesariamente inferiores en todos los aspectos.
—Lo conozco bien. Y también el Gran Rey. Darío hace bien en mantenerlo a su lado. Histieo podría ser un hombre peligroso.
—No lo olvidaré.
Escílax se despidió; Mardonio y yo subimos por las estrechas y empinadas callejuelas que llevan desde el puerto con olor a pescado hasta el palacio de Lydagmis.
Hablamos de la guerra inminente. No teníamos ninguna clase de información, y no éramos muy distintos de los escolares que habíamos sido hasta poco antes; por lo tanto, nos vanagloriamos de las grandes hazañas que haríamos algún día, cuando fuéramos adultos. Por fortuna, el futuro era —siempre lo es— un perfecto misterio.
En el palacio construido a la orilla del mar, Mardonio me dijo:
—Una persona quiere hablar contigo. Es alguien que está muy inquieto por lo que respecta al Sabio Señor. —Aunque Mardonio jamás se atrevió a burlarse abiertamente de la religión de los aqueménidas, poseía, como Atosa, el don de ser delicadamente ofensivo cuando se mencionaba el tema.
—Soy un seguidor de la Verdad —respondí con severidad, como siempre que alguien espera de mí el reflejo de la sabiduría del Sabio Señor.