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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (8 page)

BOOK: Creación
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Sí, Demócrito, sé que te he prometido explicar la creación. Y lo haré, en la medida en que eso se pueda saber. En cuanto a la existencia del mal, la respuesta es más fácil. Me sorprende, en verdad, que no imagines el origen de la Mentira, que define —eso es lo que supongo— a la Verdad.

3

Poco después de la aparición de Artystone, las gallinas del patio fueron masacradas. Yo extrañaba su compañía. Mi madre no.

A principios del otoño recibimos la visita de un funcionario menor de la cancillería. Venía del despacho del chambelán, donde se había decidido que yo asistiera a la escuela del palacio. Al parecer, en la primavera anterior, con la corte en Susa, no había habido lugar para mí. Pero ahora él mismo me escoltaría a la escuela.

Lais trató de aumentar nuestro misterioso privilegio. Pidió nuevas habitaciones. Eso no era posible, respondió el funcionario. No había instrucciones. Lais pidió una audiencia con la reina Atosa. El eunuco trató de no reír ante la inoportunidad de esa demanda.

De modo que, mientras la pobre Lais seguía viviendo como una prisionera, yo, por lo menos, iba a la escuela. Estaba encantado.

La escuela de palacio se divide en dos partes. En la primera están los miembros de la familia imperial —en aquel momento unos treinta príncipes, de siete a veinte años de edad— y también los hijos de Los Seis.

La segunda sección reúne a los hijos de la nobleza menor y a los jóvenes huéspedes del Gran Rey, como se llama a los rehenes. Cuando Lais supo que no estaba en la primera sección, se enfureció. Pero no sabia, en realidad, cuán afortunados éramos al no estar muertos.

Me agradó la escuela, establecida en una enorme sala que daba a un parque rodeado de muros donde todos los días se nos instruía en arquería y equitación.

Nuestros maestros eran todos Magos a la antigua usanza; odiaban a Zoroastro y temían su influencia. Como consecuencia de ello, yo era ignorado tanto por los maestros como por los estudiantes persas. Mis únicos compañeros eran los huéspedes del Gran Rey porque, en cierto sentido, también yo era un huésped. Yo era, además, medio griego.

Pronto me hice amigo de un niño de mi edad llamado Milo, cuyo padre, Tesalo, era medio hermano de Hipias, el tirano reinante de Atenas. Aunque Hipias había continuado la época dorada de su padre, el gran Pisístrato, los atenienses se habían cansado de él y de su familia. Debemos recordar que cuando los atenienses gozan demasiado de una cosa buena, rápidamente buscan algo malo. Esa búsqueda no suele ser ardua ni mal recompensada.

En mi clase estaban también los hijos de Histieo, el tirano de Mileto. Histieo mismo había sido retenido como huésped sólo por ser demasiado rico y poderoso. Sin embargo, Histieo había demostrado su lealtad —y su sentido práctico— durante la invasión de Escitia por Darío.

Para transportar el ejército persa a Escitia, Darío construyó un puente de barcas sobre el Helesponto. Cuando Darío fue rechazado en el Danubio —donde mi padre recibió su herida—, muchos de los jonios pensaron en quemar el puente y dejar que Darío fuera despedazado por los escitas. Una vez muerto o capturado Darío, las ciudades jonias de Grecia se declararían independientes de Persia.

Pero Histieo se opuso al plan.

—Darío es nuestro Gran Rey —dijo a los demás tiranos—. Le hemos jurado lealtad.

En privado les advirtió que, sin el apoyo de Darío, la nobleza jonia se uniría a la muchedumbre y derribaría a los tiranos, así como una alianza similar en Atenas estaba a punto de expulsar al último pisistrátida. Los tiranos siguieron el consejo de Histieo y el puente quedó intacto.

Darío regresó a su hogar sano y salvo. Agradecido, dio a Histieo algunas minas de plata en Tracia. Y de pronto, Histieo se vio señor de la ciudad de Mileto y de las ricas minas tracias; ya no era el mero tirano de una ciudad: era un rey poderoso. Siempre cauteloso, Darío invitó a Histieo y a dos de sus hijos a Susa, donde se convirtieron en huéspedes. Histieo era un hombre inquieto y sutil, y no estaba hecho para ser un huésped… He mencionado todo esto para explicar esas guerras que Herodoto llama persas.

En la escuela pasaba la mayor parte del tiempo con los rehenes griegos. Aunque los Magos nos prohibían hablar en griego, no hacíamos otra cosa cuando estábamos fuera del alcance de sus oídos.

Un frío día de invierno, Milo y yo, sentados en el suelo helado, mirábamos a nuestros compañeros mientras arrojaban la jabalina. Vestidos al modo persa, con gruesos pantalones y tres pares de calzoncillos, no sentíamos el frío. Aún hoy me visto apropiadamente, y suelo aconsejar a los griegos que hagan lo mismo. Pero no es posible convencer a un griego de que varias capas de tela liviana calientan en invierno y también refrescan en verano. Cuando los griegos no están desnudos, se envuelven en lana sudada.

Milo había heredado de su padre la predilección —cosa opuesta al talento— por la intriga. Le gustaba explicarme las divisiones de la corte.

—Todo el mundo quiere que Artobazanes suceda a Darío, porque es el hijo mayor. Artobazanes es también nieto de Gobryas, quien todavía cree que le corresponde a él, y no a Darío, ser Gran Rey. Pero los otros cinco nobles eligieron a Darío.

—Tenían que hacerlo. Darío es el Aqueménida. Es el sobrino de Ciro el Grande.

Milo me miró compasivamente. Sí, en Susa hasta los muchachos miran así. En una corte, también los niños desean aparentar que conocen secretos ignorados por otros.

—Darío —dijo Milo— no está más emparentado con Ciro que tú o yo. Por supuesto, todos los nobles persas están emparentados. Así que es probable que tenga alguna gota de sangre aqueménida, como yo la tengo por mi madre persa y tú por tu padre. Sólo que no la tienes, porque los Espitama no son verdaderamente nobles. Y en verdad, ni siquiera persas, ¿no es así?

—Nuestra familia es más grande que cualquier familia noble. Somos sagrados. —Me convertí en el nieto del profeta—. Hemos sido elegidos por el Sabio Señor, que me habló…

—¿Puedes realmente comer fuego?

—Sí —dije—. Y también respiro fuego cuando estoy inspirado o muy furioso. De todos modos, si Darío no es pariente de Ciro, ¿cómo llegó a ser Gran Rey?

—Porque mató personalmente al canciller Mago que pretendía ser hijo de Ciro y tenía engañado a todo el mundo.

—Quizás el Mago fuera realmente hijo de Ciro.

Aun a tan temprana edad presentía cómo se maneja el mundo.

Bruscamente el rostro de Milo pareció muy griego. Dorio. Los ojos azules se redondearon y los labios rosados se abrieron.

—¿Cómo puede nadie decir una mentira como ésa?

—La gente lo hace. —Había llegado mi turno de ser mundano—. Yo no puedo mentir, porque soy el nieto de Zoroastro. —Ahora era maravillosamente superior y fastidioso—. Pero otros pueden y lo hacen.

—¿Llamas mentiroso al Gran Rey?

Vi el peligro y pasé cuidadosamente a su lado.

—No. Por eso me sorprendió tanto que precisamente tú le llamaras mentiroso. Después de todo, él dice que es Aqueménida y pariente de Ciro, y el único que dice que no lo es eres tú.

Milo estaba profundamente confundido y alarmado.

—No es posible decir mentiras para un noble persa, como el padre de mi madre. Ni para un tirano ateniense como mí…

—Quieres decir un tirano como era en realidad tu tío.

—Todavía lo es. Atenas es nuestra ciudad. Porque Atenas no era nada antes de que mi abuelo Pisístrato se convirtiera en tirano y todos lo saben, aunque los demagogos de la asamblea digan lo que quieran. Y por supuesto el Gran Rey es Aqueménida, si así lo dice. No puede mentir. Yo decía solamente que todos éramos Aqueménidas. Es decir, que estábamos emparentados con ellos. En particular, Gobryas y su familia, y Otanes y su familia, y…

—Creo que no te había entendido bien.

Lo dejé escapar. En Susa es necesario ser un hábil cortesano antes de que crezca el bozo. El mundillo de una corte es un lugar eminentemente peligroso: un mal paso representa la muerte o algo peor.

Yo había oído ya bastante acerca de la forma en que Darío había derrocado al falso hijo de Ciro. Pero como nadie había osado decir en mi presencia que Darío no era pariente de Ciro, el obtuso Milo me había enseñado una cosa importante.

El hecho de que Darío fuera tan usurpador como el Mago a quien reemplazó explicaba en gran medida las facciones de la corte. Podía ver ahora por qué Gobryas, el suegro de Darío, había querido ser Gran Rey. Era mayor que Darío. Era uno de Los Seis, y tan noble como Darío. Pero éste había sido más inteligente. Gobryas aceptó a Darío como Gran Rey a condición de que la sucesión pasara a su nieto Artobazanes. Pero Darío tomó rápidamente como segunda esposa a Atosa, la hija de Ciro. Y dos años más tarde, el mismo día del mismo año que yo, nació su hijo Jerjes. Por tenue que fuera la relación de Darío con los Aqueménidas, no podía haber dudas sobre los antepasados de su hijo Jerjes. Jerjes era nieto de Ciro el Grande, y un Aqueménida.

Al nacer Jerjes, la corte se dividió en dos facciones: una respaldaba a la reina Atosa, y otra a la hija de Gobryas. Los Seis tendían a apoyar a Gobryas, mientras los demás nobles apoyaban a Atosa, así como también los Magos. Mi madre sostiene que Darío alentaba a todos a unirse contra todos los demás por el sensato motivo de que así estarían demasiado ocupados para conspirar contra él. Esto es un poco simple, y Darío, fuera como fuese, no era nada simple. Sin embargo, es un hecho que Darío parecía alentar primero a una facción y luego a la otra.

Susa era también escenario de otra disputa significativa. Como los Magos que adoraban a los devas estaban en mayoría, hacían todo lo posible para perjudicar al puñado de Magos que seguían a Zoroastro. Los seguidores de la Mentira tenían la ayuda de la reina Atosa. Los que seguían a la Verdad deberían haber sido respaldados por el Gran Rey. Pero Darío era evasivo. Hablaba amorosamente de mi abuelo; luego daba dinero a los judíos para reconstruir su templo de Jerusalén, a los babilonios para reparar el templo de Bel-Marduk, y así sucesivamente.

Aunque yo era demasiado joven para desempeñar un papel activo en esta guerra religiosa, mi presencia en la corte era una profunda ofensa para los adoradores de los devas. Como la reina Atosa los favorecía, Lais y yo habíamos sido confinados en una triste habitación situada junto al gallinero del harén, de donde salimos gracias a Hystaspes. Al parecer, escribió a su hijo interesándose por mis progresos en la escuela de palacio. Como resultado de esta carta yo fui destinado a la segunda sección de la escuela. Y como resultado de esa carta, Lais y yo nos salvamos de lo que se llama la fiebre, una misteriosa enfermedad que mata invariablemente a las personas que tienen poderosos enemigos en la corte.

Una hermosa mañana de primavera, mi vida volvió a cambiar, de modo puramente accidental si se excluye el destino, la única deidad que vosotros, los griegos, parecéis tomar con seriedad.

Yo estaba en clase, sentado con las piernas cruzadas en la parte posterior del salón. Trataba siempre de parecer invisible; y habitualmente lo conseguía. Un maestro Mago nos aburría con un texto religioso. No recuerdo cuál era. Probablemente uno de esos himnos interminables a la fertilidad de Anahita, a quien los griegos llaman Afrodita. Era bien sabido en la corte que la reina Atosa era devota de Anahita, y los Magos siempre complacen a los grandes.

A una señal del maestro, la clase empezó a cantar las alabanzas de Anahita. Todos menos yo. Siempre que debía cantar en homenaje a uno u otro deva, guardaba silencio y los maestros Magos simulaban no advertirlo. Pero esta mañana era diferente de todas las demás mañanas.

El Mago, bruscamente, dejó de gemir y lamentarse. Todos callaron. El anciano me miró fijamente. ¿Fue un accidente o el destino? Jamás lo sabré. Sé que interpreté su mirada como un desafío. Me puse de pie. Estaba preparado para… no sé. Para la batalla, supongo.

—No has cantado el himno con nosotros, Ciro Espitama.

—No, Mago. No lo he hecho.

Cabezas sorprendidas se dieron vuelta. La boca de Milo se abrió y permaneció abierta. Mi actitud era absolutamente desdeñosa.

—¿Por qué no?

Adopté una posición que mil veces había visto en mi abuelo ante el altar del fuego, en Bactra. Una pierna cuidadosamente adelantada con respecto a la otra, y los brazos extendidos hacia adelante, con las palmas de las manos hacia arriba.

—¡Mago! —Imité lo mejor que podía la voz de Zoroastro—. Yo sólo ofrezco sacrificio al sol inmortal, resplandeciente, de veloces caballos. Porque cuando el sol se eleva, la tierra creada por el Sabio Señor se limpia. Las aguas corrientes se limpian. Las aguas de los pozos se limpian. Las aguas del mar se limpian. Las aguas estancadas se limpian. Y todas las criaturas sagradas quedan limpias.

El Mago hizo un gesto para rechazar el mal mientras mis compañeros me miraban sorprendidos y aterrorizados. Hasta el más necio podía comprender que yo había llamado al sol del cielo para que fuera mi testigo.

—Si el sol no se elevara —comencé la parte final de la invocación—, los devas destruirían todas las cosas del mundo material. Pero aquel que ofrece sacrificio al sol inmortal, resplandeciente, de veloces caballos, rechazará la oscuridad, y a los devas, y a la muerte que se agazapa en invisibles…

El Mago murmuraba conjuros para defenderse de mí.

Pero yo no habría podido detenerme aunque hubiera querido. Con voz potente, lancé la Verdad contra la Mentira:

—Como representas a Arimán y éste es el mal, llamo al sol para que seas destruido, primero, en el tiempo del largo dominio…

Nunca llegué al final de mi anatema.

Con un chillido, el Mago huyó, y los demás le siguieron.

Recuerdo que permanecí largo tiempo solo en la clase, temblando como una hoja nueva al viento de los equinoccios.

No recuerdo cómo regresé al patio lleno de fantasmas de gallinas.

Sé que cada palabra que había dicho resonó de un extremo al otro del palacio de Susa y, poco antes de caer la noche, fui llamado a la presencia de la reina Atosa.

4

Se dice que nadie sabe a dónde llevan todos los corredores del palacio de Susa. Lo creo. Se dice también que hay exactamente diez mil habitaciones, lo cual dudo mucho. Supongo que si a Herodoto le contaran esta historia, diría luego que hay veinte mil.

Recuerdo que me condujeron por no menos de una milla de angostos, mohosos, mal iluminados corredores cuyos pisos tenían manchas de abominable rojo oscuro. Sin embargo, en ningún momento salimos de las habitaciones de las mujeres, en las que pronto dejaría de vivir: aproximadamente a los siete años, los niños persas salen del harén y quedan a cargo de los varones de la familia. Como Lais era toda mi familia en Susa, me permitieron vivir en el harén hasta la avanzada edad de nueve años. Aunque no se puede decir que Lais y yo viviéramos verdaderamente en el harén. En nuestro sórdido habitáculo, no vimos otras damas de la corte que las criadas.

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