Hystaspes me miraba con gravedad. Yo luchaba contra el sueño; hacía lo posible para mostrarme alerta.
—Debes complacer a Atosa —dijo Hystaspes, inmediatamente después de advertirme que evitara a absolutamente todas las esposas y facciones—. Pero no te hagas enemigos entre las otras esposas ni sus eunucos. Debes ser astuto como una serpiente. Debes sobrevivir, por el Sabio Señor. No será fácil. El harén es un lugar infame. Brujos, astrólogos, adoradores del diablo, todo ser malvado es popular entre las mujeres. Y la peor es Atosa. Cree que debía haber nacido hombre para ser Gran Rey como su padre Ciro. Pero como no lo es, trata de remediarlo con la magia. Tiene un altar privado donde adora a la diosa-diablesa Anahita. Tu vida no será fácil entre Atosa, de un lado, y los Magos, del otro. Los Magos tratarán de convertirte a la Mentira. Pero no cedas. No olvides que eres el representante del Sabio Señor en la tierra y que has sido enviado por él para proseguir en Susa el camino de la Verdad y para continuar la tarea de Zoroastro, el hombre más santo que jamás ha existido.
Todo esto era algo abrumador para un muchacho soñoliento que deseaba ser soldado, porque los soldados no tenían que pasar tanto tiempo en la escuela como los Magos, los sacerdotes… o los sofistas.
Viajábamos a Susa con un tiempo glacial. Envuelto en lana, iba, junto a mi madre, montado en camello, la única forma de transporte que nunca aprendí a amar. El camello es una criatura lamentable cuya marcha puede marear a una persona en la misma forma que las sacudidas de un barco. Mientras nos acercábamos a la ciudad mi madre murmuraba conjuros en griego.
Dicho sea de paso, Lais es bruja. Me lo dijo unos años después de nuestra llegada a la corte.
—Una bruja tracia. Somos las más poderosas del mundo.
Al principio pensé que bromeaba. Pero no era así—. Después de todo —solía decir—, si no fuese una bruja, jamás habríamos podido sobrevivir en Susa, quizá tuviese razón. Pero mientras se entregaba secretamente a los misterios tracios, ayudaba piadosamente a su hijo a convertirse en el heredero legítimo del único profeta del Sabio Señor, que había sido, por supuesto, el enemigo declarado de todos esos demonios que ella adoraba en secreto. Lais es una mujer inteligente.
Amanecía cuando llegamos al río Karum. En lenta fila india la caravana atravesó un puente de madera, cuyas tablas se combaban y gemían. El agua, abajo, estaba totalmente congelada y frente a nosotros Susa resplandecía bajo el sol. Yo no tenía idea de que una ciudad pudiera ser tan grande. Toda Bactra habría cabido en una sola de sus plazas. Es verdad que en su mayoría las casas de Susa son una especie de establos de ladrillos de barro o, con menor frecuencia, están construidas bajo el nivel del suelo, como estrechas trincheras cubiertas con varias capas de hojas de palmera para defenderse del ardiente calor del verano y el terrible frío del invierno. Pero también es verdad que el palacio recientemente terminado por Darío era el edificio más espléndido del mundo. El palacio, situado sobre una elevada plataforma, dominaba la ciudad, así como los picos nevados de las montañas de Zagros se erguían sobre Susa.
La ciudad se encuentra entre dos ríos, en una fértil llanura circundada por las montañas. Desde que se tiene memoria, Susa ha sido la capital de Anshan, un territorio perteneciente primero a los elamitas y luego a los medos. Al sudoeste de Anshan se encuentran las sierras de Persia, cuyo líder era Ciro el Aqueménida, señor hereditario de Anshan. Ciro salió de Anshan y conquistó Media, Lidia y Babilonia. Su hijo Cambises conquistó Egipto. En consecuencia, todo el mundo, desde el Nilo hasta el río Indo, es ahora persa, gracias a Ciro y a Cambises, y también a Darío y a su hijo Jerjes, y al hijo de éste, mi señor actual, Artajerjes. A propósito, desde que Ciro llegó al trono hasta el día de hoy, sólo han pasado ciento siete años; y durante la mayor parte de este siglo maravilloso he estado vivo, y en la corte de Persia.
En el verano, hace tanto calor en Susa que se han encontrado lagartos y serpientes calcinados en la calle a mediodía. La corte se traslada entonces a Ecbatana, doscientas millas al norte, donde los reyes medos habían construido el mayor y tal vez el más cómodo palacio del mundo. Totalmente hecho de madera, este edificio, situado en un valle alto y fresco, ocupa más de una milla cuadrada. Durante los meses más fríos, el Gran Rey prefería trasladar la corte a doscientas veinticinco millas al este, a Babilonia, la más antigua y voluptuosa de las ciudades. Pero, más tarde, Jerjes cambió Babilonia por Persépolis, y ahora la corte pasa el invierno en la morada original de los persas. Los viejos cortesanos, como yo, echan de menos la lánguida Babilonia.
En la puerta de Susa nos aguardaba un ojo del rey. En todo momento hay allí veinte ojos del rey, uno por cada una de las veinte provincias o satrapías. Este funcionario es una especie de inspector general que reemplaza al Gran Rey. La tarea del ojo del rey que nos esperaba consistía en recibir a los miembros de la familia real. Saludó con reverencia a Hystaspes. Luego nos dio una escolta militar, indispensable en Susa, porque las calles son tan tortuosas y complicadas que el extranjero se pierde pronto, y a veces para siempre, si los guardias no lo rescatan.
Me encantó la vasta y polvorienta plaza del mercado. Hasta donde alcanza la vista había tiendas y pabellones, y brillantes banderas que señalaban el fin o el principio de esta o aquella caravana. Había mercaderes de todos los puntos de la tierra. Había también juglares, acróbatas, videntes. Las serpientes se retorcían ante la música de la flauta. Mujeres veladas y sin velos danzaban. Los Magos hacían conjuros, arrancaban dientes, restauraban la virilidad. Sorprendentes colores, sonidos, olores…
Se llega al nuevo palacio de Darío por una avenida ancha y recta, entre dos hileras de inmensos toros alados. El frente del palacio está cubierto de cerámica vidriada, con bajorrelieves que representan las victorias de Darío, de un extremo del mundo al otro. Estas ilustraciones, de tamaño natural, delicadamente coloreadas, están modeladas en la cerámica misma, y aún no he visto nada tan espléndido en una ciudad griega. Aunque las figuras se asemejan bastante entre sí —están de perfil, según el viejo estilo asirio—, es posible identificar los rasgos de los distintos Grandes Reyes y también los de algunos de sus compañeros más notables.
En la pared oeste del palacio, cerca de la esquina, frente a un monumento en homenaje a algún rey medo muerto hace mucho, hay un retrato de mi padre en la corte de Polícrates de Samos. Mi padre aparece con un mensaje cilíndrico, marcado con el sello de Darío. Está frente a Polícrates. Justamente detrás de la silla del tirano está el famoso médico Demócedes. Lais piensa que la figura no se asemeja demasiado a mi padre. Pero es que no le agradan las estrictas convenciones de nuestro arte tradicional. De niña, solía ver trabajar a Polignoto en su estudio de Abdera. Le gusta el estilo realista griego. A mí, no.
El palacio de Susa está construido sobre un eje este-oeste, en torno de tres patios. Ante la puerta principal, el ojo del rey nos dejó en manos del comandante de la guardia de palacio, quien nos escoltó hasta el primer patio. A nuestra derecha había un pórtico de altas columnas de madera sobre bases de piedra. Los guardias reales —conocidos como los inmortales—, formados en hilera bajo el pórtico, nos saludaron.
A través de altos corredores llegamos al segundo patio. Era aún más imponente que el primero. A pesar de mi juventud, me alivió ver el símbolo solar del Sabio Señor protegido por las esfinges.
Finalmente penetramos en la llamada corte privada, donde Hystaspes fue recibido por el chambelán de palacio y por los principales funcionarios de la cancillería, que se ocupan de las verdaderas tareas del gobierno del imperio. Todos los chambelanes y la mayoría de los funcionarios son eunucos. Mientras el anciano chambelán —creo que se trataba de Bagopates— saludaba a Hystaspes, una cantidad de viejos Magos nos tendieron cuencos de humeante incienso. Mientras canturreaban sus incomprensibles plegarias, me miraban fijamente. Sabían quién era yo. No eran amistosos.
Cuando la ceremonia terminó, Hystaspes me besó en los labios.
—Mientras yo viva, Ciro, hijo de Pohuraspes, hijo de Zoroastro, seré tu protector. —Hystaspes se volvió entonces al chambelán, que se cuadró como debía—. Te encomiendo a este joven. —Traté de no llorar mientras Hystaspes se marchaba.
Un funcionario menor nos escoltó hasta el harén, que es una pequeña ciudad dentro de la gran ciudad del palacio. Luego nos indicó una pequeña habitación vacía que daba a un gallinero.
—Sus habitaciones, señora. —El eunuco sonrió.
—Esperaba una casa. —Lais estaba furiosa.
—A su debido tiempo, señora. Mientras tanto, la reina Atosa espera que estéis aquí. Ordenad, y tendréis lo que queráis.
Este fue mi primer contacto con el estilo de una corte. A uno le prometen todo; luego no le dan nada. Por más que Lais ordenó, pidió, suplicó, nos mantuvieron confinados en esa habitación, que daba a un patio polvoriento donde había una fuente seca y una docena de gallinas pertenecientes a una dama de compañía de la reina Atosa. Aunque el escándalo de las gallinas molestaba a mi madre, a mí me agradaba. Un motivo era que no tenía otra compañía. Demócrito me dice que Atenas ha empezado a importar gallinas. Y se llaman —¿de qué otra forma podría ser?— ¡aves persas!
A pesar de la protección oficial de Hystaspes, Lais y yo estuvimos prisioneros durante casi un año. No fuimos recibidos por el Gran Rey, cada una de cuyas entradas y salidas era acompañada por un tumulto de tambores y tamborines que hacía correr cómicamente a las gallinas por el patio y ponía en la cara de mi madre un gesto trágico. Y lo peor fue que en el verano no acompañamos a la corte a Ecbatana. Jamás he tenido tanto calor.
No vimos a ninguna de las esposas, con excepción de Artystone, hermana de la reina Atosa y por lo tanto hija de Ciro el Grande. Sentía, en apariencia, curiosidad por nosotros. Una tarde apareció en nuestro patio. Debo decir que era todo lo hermosa que la gente decía que era. Fue una sorpresa para Lais, siempre convencida de que aquella condición que hace notable a un personaje famoso suele ser la única de que notoriamente carece. Para una bruja, todo es ilusión. Quizá sea cierto. Creo que había algo de ilusorio en la idea de que Artystone fuera la única mujer a quien Darío había amado. En realidad, no amaba nada en la tierra excepto la tierra misma, es decir, su dominio sobre la tierra. Jerjes fue lo contrario. Amó a demasiadas personas; y así perdió el dominio sobre todas las tierras.
Artystone iba acompañada por dos bellos eunucos griegos apenas mayores que yo. Habían sido vendidos al harén por un infame mercader de Samos que traficaba con niños griegos robados. Como los griegos son los más renuentes a la castración, son los eunucos más buscados. El mercader de Samos se hizo muy rico.
En verdad, los eunucos más agradables —y útiles— son los babilonios. Cada año quinientos jóvenes babilonios se someten alegremente a la castración para servir en los harenes del Gran Rey y de sus nobles. Estos muchachos son extraordinariamente inteligentes; son también extraordinariamente ambiciosos. Después de todo, si una persona no nace noble, sólo en carácter de eunuco puede ascender en la corte. No es un secreto que hasta hoy la verdadera fuente del poder en la corte de Persia no ha estado en el trono sino en el harén, donde conspiran las mujeres ambiciosas y los astutos eunucos. Hoy los eunucos no son sólo guardianes y servidores de las esposas y concubinas, sino también consejeros del Gran Rey, ministros de estado y aun, a veces, generales y sátrapas.
Artystone vestía un manto de hilos de oro; llevaba una vara de marfil. Su color natural era más bien oscuro y parecía siempre contrariada.
Como Lais era griega y yo medio griego, Artystone ordenó a los jóvenes que nos hablaran en griego.
Lais se opuso vivamente.
—No necesitamos intérpretes, señora. Mi hijo es el nieto del verdadero profeta.
—Sí, lo sé. —Artystone me señaló con su vara de marfil—. ¿Puedes comer fuego?
La sorpresa me impidió contestar.
Lais tiene mal genio.
—El fuego es el hijo del Sabio Señor, señora. Es peligroso hacer bromas acerca de los dioses.
—¿Sí? —Los ojos gris claro se abrieron mucho. Se parecía a su padre, Ciro el Grande, que era un hombre notablemente atractivo. Lo sé. He visto su cuerpo cubierto de cera en la sagrada ciudad de Pasargada—. De todos modos, Bactria está muy lejos.
—Bactria es el hogar del padre del Gran Rey, señora.
—No es su hogar. Simplemente es el sátrapa. Es un Aqueménida de la santa Pasargada.
Con su vestido de lana descolorida, rodeada de gallinas, Lais no sólo hacia frente a la hija de Ciro, sino también a la esposa favorita de Darío. Lais jamás ha tenido miedo. ¿Brujería?
—Darío vino de Bactria a recuperar el imperio de su padre —dijo Lais—. Y fue en Bactria donde Zoroastro habló por vez primera con la voz del Sabio Señor, en cuyo nombre tu marido, el Gran Rey, gobierna todas las tierras. Ten cuidado de no atraer sobre ti la cólera del Único Dios.
En respuesta, Artystone alzó el brazo derecho; su manga dorada ocultó su rostro. Era un extraño gesto de protección. Luego se marchó.
Lais se volvió hacia mí, con los ojos brillantes de furia.
—No olvides nunca quién eres. No renuncies nunca a la Verdad ni sigas a la Mentira. Recuerda siempre que somos más fuertes que todos los adoradores del demonio.
Esto me impresionó profundamente. Sobre todo, porque yo sabía, ya entonces, que Lais no tenía el menor interés en ninguna religión. No considero una religión la brujería de Tesalia. Pero Lais es una mujer muy aguda y muy práctica. En Bactra se había obligado a aprender mil himnos y rituales para convencer a Zoroastro de que era una seguidora de la Verdad. Luego me infundió la conciencia de que yo no era como los demás, de que había sido especialmente elegido por el Sabio Señor para dar constante testimonio de la Verdad.
En mi juventud, jamás dudé de Lais. Pero ahora que mi vida se acerca a su fin, no sé si he cumplido o no la misión que me impuso el Sabio Señor, suponiendo que la hubiera. También debo confesar que en estos setenta años, desde la muerte de Zoroastro, he visto tantos rostros de dios en tantas partes de este mundo inmenso que no sé con seguridad nada.