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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (9 page)

BOOK: Creación
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Dos eunucos babilonios, muy altos y delgados, me recibieron ante la puerta de los apartamentos privados de la reina Atosa. Uno de ellos me indicó que, antes de la entrada de la reina, debía extenderme boca abajo sobre una primorosa alfombra de la India. Cuando la reina entrara, debía reptar hasta ella y besar su pie derecho. Si no me ordenara ponerme de pie, permanecería boca abajo hasta que me despidiera. Entonces reptaría hacia atrás, sobre la alfombra, hasta la puerta. En ningún momento podía mirarla directamente. Así debe acercarse al Gran Rey, o a su representante, un suplicante. Los miembros de las familias nobles o reales deben inclinarse profundamente ante el soberano mientras besan su mano derecha en señal de sumisión. Si el Gran Rey lo desea, puede permitir que un personaje favorecido bese su mejilla.

El protocolo era particularmente estricto en la corte de Darío, como siempre tiende a ser cuando el monarca no ha nacido para el trono. Aunque la corte del hijo de Darío, Jerjes, fue mucho más brillante que la de su padre, el protocolo era mucho menos riguroso. Como hijo y nieto de Grandes Reyes, Jerjes no tenía necesidad de recordar al mundo su grandeza. Sin embargo, he pensado muchas veces que, de haber tenido tan incómoda relación con el poder como su padre, quizás hubiese sobrevivido tanto como él. Pero cuando se trata del destino, como les agrada recordar a los atenienses en esas tragedias que con tan alto costo montan en el teatro, no se puede vencer. En el punto más alto de la celebridad de un hombre calvo, un águila dejará caer necesariamente una tortuga sobre su cabeza.

Lais dice que a los ocho años yo era un ser único y el verdadero heredero de Zoroastro, y esas cosas. Aunque ella tiene un prejuicio natural, otros concordaban en que yo era insólitamente directo y seguro de mí. Si daba esa impresión, debo de haber sido un hábil actor, porque me sentía asustado casi todo el tiempo, y nunca más que aquella noche helada en que me tendí boca abajo en la alfombra roja y negra del apartamento de la reina, mientras esperaba su entrada con el corazón latiendo a la carrera.

La habitación era pequeña. Los únicos muebles eran una silla de marfil con un apoyapiés de plata, y una estatuilla de la diosa Anahita. Frente a la estatua ardía incienso en un brasero. Mientras aspiraba el aire densamente perfumado, temblaba sin control. Sabía dónde estaba: en manos de una adoradora de los devas.

Silenciosamente, se abrió una puerta de cedro labrada. La reina Atosa entró en la habitación con un ruido de roce de ropas y se sentó en la silla de marfil. Avancé hacia ella, con la nariz torcida hacia uno y otro lado por los ásperos pliegues de la alfombra. Finalmente, vi dos sandalias doradas, juntas, sobre el apoyapiés. En mi pánico, besé la izquierda. Pero la reina no pareció advertir mi error.

—Ponte de pie.

La voz de Atosa era casi tan grave como la de un hombre. Hablaba el persa elegante y antiguo de la primitiva corte de Anshan, un acento pocas veces oído en esos tiempos en Susa, ni en ningún otro lugar. Al escuchar a Atosa, así decían los viejos cortesanos, se volvía a oír la voz del difunto Ciro.

Aunque tuve cuidado de no mirar directamente a la reina, espié por el rabillo del ojo. Era una visión asombrosa. No más alta que yo, parecía una muñeca frágil en cuyo cuello hubiesen puesto, incongruentemente, la gran cabeza de Ciro. La curva de la nariz aqueménida era tan parecida a la de un gallo de nuestro patio que casi esperaba ver unos ollares como hendeduras a los lados del puente.

El pelo (o la peluca) de Atosa estaba teñido de rojo; y sus grandes ojos gris claro no estaban rodeados del blanco normal sino de un tono rojo tan vivo como el del pelo. Aunque padecía de una enfermedad incurable de los ojos, esa mujer afortunada no quedó nunca ciega. Una densa materia blanca cubría su rostro para ocultar (como todos decían) una barba hombruna. Tenía manos pequeñas y los dedos cubiertos de anillos.

—Has recibido tu nombre de mi padre, el Gran Rey.

El estilo de la antigua corte hacía imposible que un miembro de la familia imperial formulara nunca una pregunta. Para una persona desacostumbrada a la vida cortesana, la conversación era muy desconcertante: las preguntas directas parecían afirmaciones, y las respuestas tendían a sonar como preguntas.

—He recibido mi nombre del Gran Rey. —A continuación, recité todos los títulos de Atosa, tanto los obligatorios como los optativos. Lais me había instruido con gran cuidado.

—Conocí a tu padre —dijo la reina cuando terminé—. No he conocido a tu abuelo.

—Era profeta del Sabio Señor, el único creador.

Dos pares de ojos se desviaron fugazmente hacia la estatua sonriente de Anahita. El incienso se elevaba girando como una serpiente azul entre la reina y yo. Mis ojos se llenaron de lágrimas.

—Eso has dicho en la clase, asustando a tu maestro. Ahora dime la verdad. ¿Has lanzado una maldición contra él? —Ésta era una verdadera pregunta, muy al estilo de la corte moderna.

—No, Gran Reina. No sé si tengo ese poder. —Yo no quería desprenderme de ninguna arma posible—. Simplemente sirvo al Sabio Señor y a su hijo el fuego.

¿Era yo realmente tan sabio y prodigioso a los ocho años? No. Pero había sido bien aleccionado por Lais, quien estaba resuelta no sólo a sobrevivir, sino a dominar en la corte de Susa.

—Mi padre, el Gran Rey Ciro, adoraba al sol. Por lo tanto adoraba al fuego. Pero también a los otros grandes dioses. Restauró el templo de Bel-Marduk en Babilonia. Construyó templos para Indra y para Mitra. Y era muy amado por la diosa Anahita. —Atosa inclinó la cabeza ante la estatua de bronce. El cuello del ídolo estaba adornado por frescas flores del verano. Pensé que era una especie de siniestro milagro. No sabia entonces que en Susa se cultivan flores en interiores durante todo el invierno, una lujosa invención de los medos.

Atosa me interrogó acerca de mi abuelo. Le dije todo lo que podía acerca de sus revelaciones. Describí también su muerte. Le impresionó saber que yo mismo había oído la voz del Sabio Señor.

Aunque Atosa y sus Magos eran seguidores de la Mentira, estaban obligados a reconocer que el Sabio Señor era un dios singularmente y poderoso, aunque sólo fuera porque el Gran Rey en persona había proclamado de un extremo al otro del mundo que su corona y sus victorias eran un don del Sabio Señor. Como Atosa mal podía oponerse a su marido Darío, enfocaba todo el asunto con cautela comprensible.

—Zoroastro es venerado aquí. —Atosa hablaba sin mucha convicción—. Y, por supuesto, tú y tu madre sois… —Mientras buscaba la frase correcta, frunció el ceño. Luego pronunció una elegante expresión persa, muy antigua, que no se puede traducir al griego pero que significa aproximadamente «muy queridos para nosotros, al modo de los primos».

Me incliné mucho, preguntándome qué debería decir después. Lais no me había preparado para tanta urbanidad.

Pero Atosa no esperaba respuesta. Durante un largo momento la reina me miró con esos extraños ojos grises y rojos.

—He decidido trasladaros a mejores habitaciones. Debes decir a tu madre que me asombré al saber que estabais viviendo en el viejo palacio. Eso ha sido un error. Quienes lo cometieron han sido castigados. Debes decirle también que la recibiré antes de que la corte se traslade a Ecbatana. También se ha decidido que asistas a la primera sección de la escuela. Te educarás con los príncipes reales.

Debo haber demostrado mi alegría, porque la reina me pareció menos feliz.

Años más tarde, cuando Atosa y yo fuimos amigos, me dijo que la decisión no había sido de ella sino de Darío. Aparentemente, un mensaje de Lais había llegado a Hystaspes. Éste, enfurecido, se quejó a su hijo, quien entonces ordenó a Atosa que nos tratara con los honores debidos.

—Pero yo —me dijo Atosa veinte años más tarde, concediéndome la más encantadora de sus falsas sonrisas— no tenía intención de obedecer al Gran Rey. Todo lo contrario. Pensaba mataros a ti y a tu madre. Ya ves, estaba totalmente sometida a la influencia de los malvados Magos. Es difícil de creer, ¿verdad? ¡Hasta qué punto envenenaron nuestras mentes contra el Sabio Señor, Zoroastro y la Verdad! ¡Yo era verdaderamente una seguidora de la Mentira!

—Y aún lo eres. —En privado, yo siempre era osado con Atosa, lo cual le divertía.

—¡Nunca! —Atosa casi sonreía—. Lo que realmente os salvó fue esa escena que hiciste en la clase. Hasta entonces, casi nadie sabía de ti ni de tu madre. Pero apenas corrió la voz de que el nieto de Zoroastro estaba en el palacio, maldiciendo a los Magos… ya no hubo forma de ignoraros ni de mataros.

Quiero decir, si tu madre y tú hubierais sido descubiertos estrangulados en el fondo de un pozo —era lo que me proponía, la fiebre tarda demasiado—, las otras esposas me habrían acusado y él se habría irritado. Me vi obligada a cambiar de idea. Así como Lais trataba de salvar su propia vida y la tuya, yo intentaba hacer de mi hijo mayor el heredero de Darío. Si yo caía en desgracia, el imperio persa no habría quedado en manos de mi hijo sino de Artobazanes, que no tenía una gota de sangre real, como tampoco Darío.

—Ni Ciro el Grande —añadí. La vieja Atosa admitía las bromas hasta cierto punto.

—Ciro era el líder hereditario de todos los clanes montañeses. —Atosa hablaba con serenidad—. Nació aqueménida. Nació señor de Anshan. En cuanto al resto del mundo… pues bien, lo conquistó de la manera corriente, y si su hijo Cambises no hubiese… muerto, no habríamos tenido a Darío. Pero todo eso ha pasado. Hoy Jerjes es el Gran Rey, y todo ha cambiado para bien.

Atosa se apresuraba, desde luego. Todas las cosas cambian para mal, finalmente. Y es precisamente eso, el tener final, lo que constituye la mala naturaleza de las cosas.

Lais y yo nos trasladamos al nuevo palacio. Sin saberlo, habíamos estado originariamente alojados en una parte de la cocina del viejo palacio. Aunque ahora asistía a la primera sección de la escuela, no conocí a mi contemporáneo Jerjes hasta ese verano, cuando la corte se trasladó a Ecbatana.

La primera sección de la escuela de palacio no era distinta de la segunda, salvo porque no había muchachos griegos con quienes hablar. Los extrañé. Los jóvenes nobles persas no me trataron mal, pero tampoco me hicieron sentir en mi hogar. Por supuesto, yo no estaba en mi hogar. Y además no era noble. Y mi situación peculiar como nieto de Zoroastro ponía incómodos a los maestros y a los alumnos.

A causa del anatema que había lanzado contra el viejo Mago, se pensaba que yo poseía poderes sobrenaturales y aunque, por un tiempo, negué ser distinto de los demás, comprendí pronto que el secreto del poder —o, en este caso, de la magia— no reside en su ejercicio, sino en su aura. Si mis compañeros querían creer que yo tenía poderes mágicos, pues no me oponía. También encontré útil ver, súbitamente, al Sabio Señor. Cada vez que lo hacia, los maestros Magos temblaban y no me llamaban a recitar lo que yo no quería recitar. En general, estos pequeños ejercicios teatrales no me perjudicaron. Si uno no está sostenido en la corte por una familia poderosa, lo mejor es ser un protegido del Sabio Señor.

La reina Atosa cumplió su promesa. Antes de que la corte partiera hacia Ecbatana, recibió a Lais. El hecho de que Lais no la molestara con disquisiciones acerca de la Verdad en oposición a la Mentira le agradó infinitamente. Lais ha tenido siempre el don de saber qué es lo que la gente más desea oír. Puede encantar a todo el mundo. Aunque ella diría que la causa es la brujería, sospecho que Lais es, sencillamente, más inteligente que la mayoría de las personas: la magia definitiva.

Como la reina era devota de la brujería, Lais la sedujo con toda clase de encantos y pociones y fantasías tracias, para no hablar de filtros y venenos. Sin embargo, a pesar del favor de la reina, la posición de Lais en la corte se fundaba en que era la madre del nieto de Zoroastro, el azote de todos los devas y, por supuesto, de la magia. Esto significaba que cuando yo encontraba a Lais y a la reina mirando un caldero humeante y murmurando conjuros, tenía que aceptar la explicación de mi madre de que ambas, simplemente, experimentaban alguna medicina exótica. Muy pronto comprendí que aquello que no se dice en la corte jamás puede convertirse —sí, mágicamente— en un agudo cuchillo en la oscuridad o en un sorbo de algún lento veneno.

5

La corte salía de Susa en cuatro contingentes. Como el avance del harén era siempre el más lento, las mujeres y los eunucos partían primero. Es innecesario decir que Lais viajaba en una litera, con el séquito de la reina Atosa. Ahora, Lais era una importante dama de la corte. Inmediatamente después del harén venían el tesoro y los efectos del Gran Rey. Luego, los funcionarios de la cancillería con sus infinitos archivos. Y finalmente los magistrados, los nobles y el Gran Rey, a caballo o en carros de guerra. Gracias a Milo, yo iba con los nobles, en un carro tirado por cuatro caballos.

Poco después de que yo fuera destinado a la primera sección de la escuela, Tesalo insistió en que su hijo Milo pasara a la misma clase, puesto que el sobrino del tirano de Atenas era el igual de cualquier noble o sacerdote persa. Por lo tanto, Milo se unió a nuestra clase y yo tuve a alguien con quien hablar en griego. A la hora de partir hacia Ecbatana, Tesalo insistió en que yo viajara con él y con Milo.

Dejamos Susa al amanecer. Los dos ríos estaban muy crecidos a causa de las nieves que empezaban a fundirse en las montañas de Zagros. Un mes más tarde, sin embargo, esos rápidos ríos serían sólo unos arroyos fangosos. No he conocido un lugar en el mundo tan cálido como Susa en verano, y he vivido en la India; ni tan frío como Susa en invierno, y he atravesado el Himalaya.

Tesalo en persona conducía el carro de cuatro caballos. Había ganado la carrera de carros en los juegos olímpicos, y era tan insoportable al respecto como Calias. En esos juegos que se celebran cada cuatro años en Olimpia hay algo que enloquece aún a los griegos más inteligentes. Creo que si Tesalo hubiese debido elegir entre ser tirano de Atenas y conquistar la corona de vencedor en la trigésimo novena olimpiada, habría preferido las ramitas de olivo.

Para los lentos carros y literas del harén, el viaje de Susa a Ecbatana llevaba por lo menos doce días. Para dos muchachos y un campeón de carros de guerra, cuatro días. Dicho sea de paso, ése fue mi primer encuentro con el magnífico sistema de carreteras que Darío estaba construyendo. Las carreteras de Darío partían de Susa hacia el norte, el este y el sudoeste. Cada diez o quince millas había una posta, así como establos y una posada. En torno de las postas se formaban a veces pequeños pueblos.

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