En la mano derecha, Darío llevaba una delgada vara de oro, emblema de su poder para conducir el estado. En la mano izquierda traía dos capullos de loto dorado, el símbolo universal de la inmortalidad.
La barba del Gran Rey, no teñida, era larga y naturalmente rizada, y brillaba como el suave pelaje del zorro rojo, en tanto que el rostro estaba hermosamente adornado. Las líneas oscuras pintadas en torno de los párpados daban brillo a los ojos celestes. Decíase que el legendario Ciro había sido el hombre más hermoso de Persia. Si Darío no lo era, su imagen, mientras avanzaba por entre las veintidós columnas del apadana como un león tras una presa, era ciertamente asombrosa.
Seguían a Darío su copero, con turbante, y el chambelán de la corte, que traía la servilleta personal del Gran Rey y su palmeta para las moscas. Le acompañaban también Hystaspes, el padre de la niña a quien acababa de desposar, y su hijo mayor, Artobazanes, un joven macizo de veinte años, cuya barba era casi tan roja, naturalmente, como la desastrosamente teñida de su abuelo Gobryas. Artobazanes era ya uno de los comandantes de la frontera norte.
Al acercarse al trono, Darío rozó suavemente a Gobryas con el cetro de oro: luego indicó al hombre mayor con un gesto que lo abrazara. Éste era un signo especial de favor. Con los ojos bajos, y los brazos cruzados de modo que cada mano quedaba escondida por la manga opuesta, Gobryas besó a Darío. Apuntemos, de paso, que nadie puede mostrar sus manos ante el Gran Rey, si no es durante la reverencia o cuando se trata de algún asunto corriente que nada tiene que ver con la corte. El motivo es evidente. Como nadie puede presentarse con armas ante el Gran Rey, los cortesanos y los suplicantes son registrados previamente. Y, para mayor seguridad, se les obliga a tener las manos ocultas. Esta antigua costumbre media, como tantas otras, fue adoptada por Ciro.
Al pie del trono del león, Darío dio una palmada. Todos se pusieron de pie, aguardando la enumeración de los títulos del soberano. He asistido muchas veces a esta antigua ceremonia, que probablemente no volveré a presenciar, y siempre me ha emocionado.
Como primero de Los Seis, Gobryas comenzó.
—¡El Aqueménida! —la ruda voz de Gobryas parecía casi hostil; sin duda, era un reflejo inadvertido de sus verdaderos sentimientos.
El siguiente fue Hystaspes:
—¡Gran Rey, por la gracia del Sabio Señor! —gritó. Era un desafío a los Magos que seguían a la Mentira, la mayoría de los que ese día estaban en el salón. Aunque yo no podía verlos desde donde estaba, me dijeron luego que cambiaron señales secretas entre sí al escuchar el nombre del Sabio Señor.
Uno por uno, desde distintos puntos del salón, los hermanos de Darío proclamaron sus títulos. Hystaspes había tenido, de sus cuatro esposas, veinte hijos. Todos ellos vivían en ese momento y estaban, presumiblemente, presentes en Ecbatana. Por fortuna, Darío tenía una buena cantidad de títulos. Después de cada uno, se oía el son de los tambores y los címbalos.
El hermano mayor de Darío exclamó:
—¡Rey de Persia! —Y el hermano menor:
—¡Rey de Media! —Y el siguiente:
—¡Rey de Babel! —Este título fue desechado por Jerjes cuando se vio obligado a disolver para siempre ese antiguo reino. Y luego, desde el otro extremo del salón:
—¡Faraón del Egipto! —Y luego el nombre egipcio de Darío. Como su antecesor, Cambises, Darío pretendía ser la encarnación terrena del dios egipcio Ra, y por lo tanto el legítimo rey-dios de Egipto. Temo que Darío era tan oportunista en materias religiosas como Ciro. Pero Ciro nunca reconoció haber recibido el mundo como un don del Sabio Señor; y Darío había declarado públicamente que, de no haber sido por el Sabio Señor, no habría sido jamás Gran Rey. Luego Darío dijo a los egipcios que Ra era un dios mayor que el Sabio Señor. Me alegra decir que logré convencer a Jerjes de que omitiese el titulo de faraón. Por consiguiente, Egipto es hoy una satrapía como cualquier otra, y esos diabólicos dioses-reyes del valle del Nilo han desaparecido para siempre.
Uno por uno fueron proclamados los títulos de Darío. Triunfalmente. ¿Por qué no? Entre Ciro y Darío habían logrado que la mayor parte del mundo fuera persa, y no hay quien no sepa que el Gran Rey no sólo es rey de muchos, sino de todo el mundo a lo ancho y a lo largo.
Para sorpresa general, fue el hijo mayor de Darío, Artobazanes, quien dio un paso adelante y pronunció en voz baja el titulo más singular:
—Rey de reyes.
El hecho de que Artobazanes hubiese sido elegido para recitar, aunque fuera en voz baja, el título principal, fue interpretado como un signo de favor peculiar, y la causa de la reina Atosa sufrió inmediatamente una postergación.
Miré a Gobryas. Sombríamente, entre sus patillas rojo fuego, sonreía.
Luego el Gran Rey se sentó en el trono del león.
Lais inició su relación con Histieo poco después de que nos estableciéramos en el palacio de Ecbatana. Histieo era un hombre moreno, de ceño siempre fruncido. No puedo decir que me haya gustado nunca. Era un ser muy infortunado que difundía a su alrededor la tristeza de manera agresiva. Naturalmente, no le faltaba ninguna razón para ser infortunado. En la cumbre de su gloria como tirano de Mileto, se le ordenó retornar a Susa como huésped del Gran Rey. Es decir que se le hizo prisionero. Mientras tanto, la opulenta ciudad de Mileto era gobernada por su yerno Aristágoras.
Cuando Lais recibía a un hombre, lo hacia siempre acompañada por dos eunucos. Como los dos eunucos de Lais no sólo eran muy ancianos, sino también extraordinariamente feos, ella confiaba en que ese acto de discreción evidente tornara su viudez totalmente respetable a los ojos de las mujeres del harén. En verdad, Lais no necesitaba preocuparse por su reputación. Desde el comienzo, la corte la consideró siempre una extraña, y jamás se le aplicaron las leyes corrientes del harén. Era, después de Atosa, la mujer más libre de la corte. A nadie le importaba lo que hiciera, puesto que no tenía ninguna relación con el Gran Rey. Lais, por otra parte, tuvo cuidado de no oponerse a ninguna de las esposas. Y, como madre del nieto de Zoroastro, ocupaba en la corte una especie de puesto religioso, que a veces sentía la tentación de explotar. Le encantaba usar ropas misteriosas, que no eran griegas ni persas. En público afectaba un aire extraterreno; en privado hacía saber que estaba dispuesta, por dinero, a trazar horóscopos, o combinar filtros amorosos o venenos de acción lenta. Era muy popular.
En Ecbatana, Histieo tenía la cabeza afeitada en señal de duelo por Síbaris, una ciudad estrechamente asociada con Mileto. Aquel mismo año Síbaris había sido totalmente destruida por el ejército de Crotona.
Enfurruñado, se sentaba en una silla de madera frente al taburete plegable al que se encaramaba Lais en su pequeño patio, mientras los decrépitos eunucos dormitaban al sol. Ocasionalmente se me permitía permanecer con ellos. Se suponía que mi presencia podía prestar un aire de respetabilidad a sus encuentros. Yo no veía frecuentemente a Lais. Pasé la mayor parte de aquel primer verano en Ecbatana con los príncipes reales, mientras me instruían como soldado.
—Es una suerte que asistas a la escuela aquí. —Histieo siempre hacia el esfuerzo de hablarme—. Luego no habrá tarea que no seas capaz de cumplir.
—El ya tiene una tarea encomendada. Debe ser la cabeza de la orden de Zoroastro, y el sumo sacerdote de toda Persia.
En aquellos días, Lais se dedicaba a asegurar para mí ese alto, indeseado y, desde luego, totalmente imaginario título. No hay ningún sumo sacerdote de Zoroastro. No somos una casta sacerdotal, sino una orden.
—Pero si él no lo quiere, podrá ser sátrapa, consejero de estado, o cualquier otra cosa. —Histieo sentía el típico desdén de los jonios por todas las religiones—. Pero, hagas lo que hagas en la vida —continuó gravemente—, no olvides nunca la lengua de tu madre.
Como siempre hablábamos en griego con Histieo, éste parecía un consejo innecesario.
—Hablo en griego con Milo —dije, para ayudarle—. No deberíamos hacerlo, pero lo hacemos.
—¿Milo, el hijo de Tesalo?
Asentí.
—Es mi mejor amigo.
—Yo he hecho todo lo que estuvo a mi alcance por esa familia. —Histieo parecía más sombrío que nunca—. Le he dicho al Gran Rey que debería enviar una flota a Atenas antes de que los viejos terratenientes llamen al ejército espartano, como harán. Ciertamente, vale más ayudar a Hipias ahora, mientras aún es el tirano, que esperar hasta que sea demasiado tarde. Persia debe actuar ya, pero infortunadamente… —Histieo se interrumpió. No podía criticar directamente al Gran Rey—. Me he ofrecido a ir personalmente, como almirante. Pero… —hubo una larga pausa. Escuchamos el suave ronquido de los eunucos. Lais y yo sabíamos, como todos, que Darío no confiaba en Histieo ni quería que se apartara de su vista.
Llegó entonces Demócedes. Siempre decía que le estaba enseñando medicina a Lais. Sospecho ahora que ella le estaba enseñando magia, si es que las dos cosas no son la misma. Cuando el tirano de Samos fue condenado a muerte por el sátrapa persa de Sardis, su médico Demócedes fue reducido a la esclavitud. Más tarde, cuando Darío visitó Sardis, cayó de su caballo y se desgarró los músculos del pie derecho. A pesar de haber pasado su vida en los campos, el Gran Rey no era un buen jinete.
Llamaron a los médicos egipcios. A consecuencia de sus elaborados remedios y sus melodiosos cantos, el pie derecho de Darío quedó totalmente tullido. El Gran Rey estaba furioso.
Alguien recordó entonces que el famoso médico Demócedes trabajaba en un depósito de Sardis, como esclavo. Ahora bien, Demócedes era un hombre astuto y, además, valiente. Si Darío descubría que era un gran médico, jamás podría comprar su libertad y retornar a Crotona, en Sicilia. Cuando lo encontraron, expresó su total ignorancia de la medicina.
—No soy yo —declaró—. Es otro Demócedes.
Darío ordenó que trajeran pinzas y hierros candentes. El atrevimiento inicial cedió su lugar a la astucia, y Demócedes aceptó al paciente. Hizo dormir a Darío durante dos días, mientras él masajeaba el pie y ejercía su arte. Al tercer día, Darío estaba curado y empezaban a cumplirse los temores de Demócedes. Fue designado médico de toda la familia imperial.
Se le concedió incluso el privilegio de visitar a las mujeres en el harén a cualquier hora del día o de la noche, sin la presencia de eunucos.
Demócedes salvó la vida de la reina Atosa. Cuando empezó a difundirse un tumor grande y doloroso en uno de sus pechos, Demócedes lo extirpó limpiamente. Para sorpresa de todo el mundo, Atosa se recobró. El resentimiento de los médicos egipcios sólo era igualado por el de las demás esposas del Gran Rey.
Aunque no le placía la pérdida de un pecho, Atosa comprendió que si hubiera seguido la cura habitual de los egipcios (un ungüento de leche de yegua, veneno de serpiente y polvo de marfil, que mata al paciente con más rapidez que una espada), habría muerto. El hecho de que pudiera vivir hasta la ancianidad cambió no solamente mi vida —poca cosa—, sino también la del mundo, un asunto muy importante. Si Atosa hubiese muerto, su hijo Jerjes no habría sucedido a su padre. No es ningún secreto que Jerjes llegó al trono únicamente por obra de su madre.
Un hecho curioso. Cuando a Atosa le quitaron el pecho, le crecieron pelos en la cara. Aunque se los quitaba todos los días con depilatorios egipcios, los pelos volvían a crecer. Finalmente, empezó a cubrirse el rostro con un esmalte de plomo blanco para ocultar el rojo crudo que dejaban los depilatorios. El resultado era sumamente extraño. Mi madre decía siempre que, después de la mutilación, Atosa era más hombre que mujer.
Poco después de salvar la vida de Atosa, Demócedes logró ser enviado a Italia al servicio del Gran Rey. En Tarento cambió de barco, se dirigió rápidamente a Crotona, su ciudad natal, donde desposó a la hija de Milo, el luchador griego más famoso del mundo y… ganador también de los Juegos Olímpicos. Este mismo Milo fue el general que mandaba el ejército que destruyó Síbaris.
La vida en su Crotona natal aburrió pronto a Demócedes. Después de todo, había pasado la mayor parte del tiempo en brillantes cortes. Había servido a Pisistrato en Atenas, a Polícrates en Samos y al Gran Rey en Susa. Estaba acostumbrado a la vida palaciega. No podía soportar la existencia provinciana. Mansamente, Demócedes preguntó a Darío si podía regresar a Susa con su esposa. El Gran Rey lo perdonó, satisfecho, y Demócedes retornó a Persia, donde fue honrado por todo el mundo, excepto por su antigua amiga Atosa. Esta no soportaba a la esposa de Demócedes, lo cual era extraño. Como la joven nunca logró hablar más que unas pocas palabras en persa, no era posible que hubiese molestado verbalmente a la reina. Lais piensa que Atosa sentía celos. Si éste era el caso, entonces el rumor de que había tenido una relación con el médico que le había extirpado el pecho debía de ser cierta.
Demócedes se inclinó ante el antiguo tirano de Mileto, y ambos hombres se besaron en los labios, como hacen los persas cuando saludan a un amigo que es también un igual. A un amigo de rango inferior solamente se le ofrece la mejilla. En términos estrictos, Histieo debía haberse limitado a ofrecer la mejilla, porque, como tirano de Mileto, superaba en rango a Demócedes. Pero los huéspedes griegos del Gran Rey tienden a ignorar diferencias de rango. Demócedes era también un entusiasta partidario de Hipias.
—Conozco a Hipias desde que era un muchacho. Siempre fue una persona muy especial. Es a la vez justo y profundo. Una combinación rara en un tirano. —Demócedes mostró una sonrisa sin dientes—. En nuestros tiempos, sólo Atenas y Mileto son felices con sus tiranos.
—Eran felices. —Histieo era como una oscura nube de tormenta—. ¿Has hablado de Hipias con el Gran Rey?
—He tratado. Pero Grecia no le interesa. No habla de otra cosa que de la India y de los países situados al oriente del oriente.
—La India está a un mundo de distancia de Persia. —Histieo añadió agua al vino que Lais le había servido—. Pero basta con cruzar el mar para ir de Mileto a Atenas.
Demócedes asintió.
—Y basta con cruzar el mar para ir de Grecia a Italia. Como todos saben, fui enviado a Crotona a preparar el camino del Gran Rey. Pero él no vino y yo regresé. —Era un disparate. Pero Demócedes no podía, realmente, admitir que había huido del servicio del Gran Rey. Oficialmente, su deserción había sido descrita siempre como una misión diplomática altamente secreta para la segunda sala de la cancillería.