Conocí en Babilonia la historia de Gilgamés. En una época, Gilgamés era una figura de culto mundial. Hoy ha caído en un considerable olvido, salvo en Babilonia. El tiempo del largo dominio es verdaderamente muy largo. El problema de los griegos es que no tienen idea de lo antigua que es la tierra. No comprenden, según parece, que todo cuanto ocurrirá ya ha ocurrido, excepto el fin. En la India piensan que el fin también ha acaecido, y que llega una y otra vez a medida que se apagan (y vuelven a encenderse) los ciclos de la creación.
Demócrito juzga conveniente instruirme acerca del orfismo. Aparentemente, también ellos creen en la transmigración de las almas, un proceso que sólo concluye cuando, mediante los rituales y cosas similares, el espíritu se purifica. Te lo concedo, Demócrito; después de todo, has nacido en Tracia. También me has convencido de que Lais, a pesar de su familiaridad con las artes ocultas, jamás ha comprendido el culto de Orfeo.
—No sé con seguridad si Pitágoras manifiesta haber visitado el Hades, pero me contó una extraña historia. —Demócedes parecía levemente turbado, como si no le agradara mucho lo que iba a contarnos—. Poco después de su regreso de Babilonia, caminábamos por el nuevo muelle que acaba de construir Polícrates. De repente, Pitágoras se detuvo y bajó la cabeza hacia mí. Es mucho más alto que yo. «Puedo recordar», dijo. «Puedo recordarlo todo». Yo no sabia de qué hablaba. «Todo, ¿acerca de qué?», pregunté. «De mis vidas anteriores», respondió. Y agregó, en tono persuasivo, que en una encarnación anterior había sido el hijo del dios Hermes y de una mujer mortal. Hermes amaba tanto a ese hijo que le ofreció darle cualquier cosa que deseara, excepto la inmortalidad. Sólo los dioses son inmortales. Y el muchacho pidió lo mejor que había después de la inmortalidad: «El recuerdo de qué y quién he sido en mis vidas anteriores, en cada nueva encarnación». Hermes aceptó.
—Y ahora —continuó Pitágoras—, puedo recordar cómo era ser un ave, un guerrero, un zorro, un argivo en Troya. He sido, soy y seré todas esas cosas hasta que vuelva a unirme con el todo.
Me impresionó profundamente lo que dijo Demócedes, y muchas veces lamenté no haber conocido a Pitágoras. Cuando fue expulsado de Crotona por un grupo rival, se refugió en un templo de Metaponto donde se dejó morir de hambre lentamente. Como yo tenía entonces veinte anos, podría haber ido a verlo. Dicen que recibió visitantes hasta el fin. Suponiendo que fuera el fin. En caso contrario, quizás esté andando hoy por las calles de Atenas, con la mente llena de recuerdos de mil vidas anteriores.
Demócrito me dice que hay una escuela pitagórica en Tebas, hasta hace poco presidida por un crotoniense llamado Lysis. Demócrito está muy conmovido por algo que, según se cree, ha dicho Lysis: «Los hombres deben morir porque no pueden unir el principio con el fin».
Sí, eso es verdaderamente sagaz. La vida del hombre se puede dibujar como una línea recta descendente. Pero cuando el alma, o el fragmento del fuego divino que hay en cada uno de nosotros, se reúne con la fuente original de la vida, entonces se logra la forma perfecta; lo que era una línea recta es ahora un círculo, y el principio se une con el fin.
Debo decir aquí que, en mi infancia, no era en modo alguno un prodigio. Ciertamente no querría dar la impresión de que era un profeta, o un hacedor de maravillas, o un filósofo, a edad temprana, ni tampoco a ninguna edad. Mi destino es haber nacido Espitama y, en suma, no puedo pretender que mi lugar en el mundo no haya sido siempre placentero, a pesar de la constante hostilidad de los Magos que siguen a la Mentira, una hostilidad sobradamente compensada por la amabilidad demostrada por los tres Grandes Reyes: Darío, Jerjes, Artajerjes.
Aunque mi mente nunca se ha inclinado mucho a la religión o la magia, poseo una naturaleza especulativa. También me siento obligado a examinar otras religiones o sistemas de pensamiento, para saber en qué medida se alejan del camino de la Verdad, que me ordenaron seguir desde el nacimiento.
En el curso de una larga vida me ha sorprendido hallar, en otras religiones, elementos que solía considerar revelaciones especiales del Sabio Señor a Zoroastro. Comprendo ahora que el Sabio Señor puede hablar en todos los lenguajes del mundo; y en todos ellos sus palabras rara vez son comprendidas o confirmadas con acciones. Pero no varían. Porque son verdaderas.
Durante la infancia viví dos vidas: una religiosa, en mi hogar, con Lais y los Magos que seguían a Zoroastro, y otra en la escuela. Era más feliz en la escuela, en compañía de mis exactos contemporáneos, Jerjes y su primo Mardonio, el hijo de Gobryas. Con la excepción de Milo, todos mis compañeros de clase eran persas. Por alguna razón, los hijos de Histieo no fueron jamás admitidos en la primera sección. No creo que esa exclusión agradara a un hombre tan ambicioso.
Nuestro entrenamiento militar era duro, pero me gustaba, aunque sólo fuera porque allí no había Magos. Nuestros maestros eran los mejores de los inmortales. Es decir, los mejores soldados del mundo.
Esa mañana, en que por vez primera tuve conciencia de Jerjes, es para mí más vívida que esta mañana de hoy. Pero entonces era joven. Podía ver. ¿Ver qué? El sol como una fuente de oro contra el cielo azul y blanco. Los bosques de cedros verde oscuro. Las altas montañas nevadas. Los campos amarillos donde pastan venados de color castaño. La infancia es toda color. ¿La vejez? La ausencia de color. De toda visión, para mí.
Iniciamos la marcha del día antes de la salida del sol. Marchábamos de a dos; todos llevábamos una lanza. Por alguna razón, yo iba con Jerjes. Él no me prestaba atención. No es necesario decir que yo lo examinaba atentamente. Como hijo del harén que era, yo sabia que si el partido de Atosa prevalecía sobre el de Gobryas, algún día seria Gran Rey.
Jerjes era un muchacho alto, de ojos gris claro bajo unas oscuras cejas que se unían en una línea recta. En sus mejillas rojizas crecía, a pesar de su juventud, una barba rizada. Era sexualmente precoz.
Si Jerjes tenía alguna conciencia de su destino, no lo demostraba. Sus maneras eran, ni más ni menos, las de uno de los muchos hijos del Gran Rey. Tenía una sonrisa encantadora. A diferencia de la mayoría de los hombres, conservó todos sus dientes hasta el fin.
No le hablé, ni él a mí.
A mediodía nos ordenaron descansar junto a un arroyo del bosque. Se nos permitía beber agua, pero no comer. Por alguna razón, en lugar de echarme en la hierba con los demás, avancé hacia el bosque. Las hojas de laurel se apartan bruscamente. Veo el hocico y los amarillentos colmillos curvados. Me quedo congelado, lanza en mano, incapaz de moverme mientras el enorme cuerpo cerdoso se abre paso a través del follaje.
El jabalí me huele y retrocede. Sin duda, está tan alarmado como yo. Pero de repente, con un extraño movimiento circular, la bestia gira y carga.
Me veo lanzado al aire. Antes de regresar al suelo, comprendo que todo el aire ha escapado de mi pecho.
Creí que estaba muerto, pero luego advertí que, si bien no podía respirar, podía oír: oí un grito casi humano del jabalí mientras Jerjes le clavaba profundamente la lanza en el cuello. Logré aspirar las primeras irregulares bocanadas de aire cuando el jabalí ensangrentado regresaba al laurel, donde trastabillaba, caía, mona.
Todos corrían a felicitar a Jerjes. Nadie me prestaba la menor atención. Afortunadamente, no estaba herido. En verdad, sólo Jerjes pensó en mi.
—Espero que estés bien. —Me miró y sonrió.
Yo alcé la vista y dije:
—Me has salvado la vida.
—Lo sé —respondió concretamente.
Como hubiésemos podido decir tantas cosas al respecto, ninguno de nosotros habló más y ni siquiera volvió a mencionar el episodio.
A lo largo de los años he tenido ocasión de observar que, cuando un hombre salva la vida de otro, suele abrigar ciertos sentimientos de propiedad hacia él. No puedo explicar de ninguna otra manera por qué Jerjes me eligió como su amigo particular. Poco después de nuestra aventura del bosque me trasladé, ante su insistencia, a las habitaciones de los príncipes.
Visitaba con frecuencia a Lais, pero ya no vivía con ella. Estaba encantada de mi amistad con Jerjes, o, por lo menos, eso decía. Años más tarde me confesó que esa amistad le había preocupado.
—En aquellos días todos pensaban que Artobazanes sería el sucesor de Darío. Y, en ese caso, Jerjes hubiera sido ejecutado con todos sus amigos.
No creo ahora haber tenido conciencia de ningún peligro. Jerjes era un compañero maravilloso. Todo le era fácil. Era un experto jinete, diestro en el uso de toda clase de armas. Aunque no le interesaban mucho las lecciones de los Magos, podía leer con cierta facilidad. No creo que supiera escribir.
Todos los años, cuando llegaba la estación, acompañábamos al Gran Rey de Susa a Ecbatana, luego a Babilonia y por fin de vuelta a Susa. Jerjes y yo preferíamos Babilonia a las demás capitales. \1\2a qué joven no le ocurría lo mismo?
Nuestras vidas de estudiante estaban totalmente sujetas al control de oficiales del ejército, Magos y eunucos. Por otra parte, la corte era la corte en todas las ciudades, y también la escuela de palacio. No teníamos más libertad que los esclavos de las minas de plata de mi abuelo. Sin embargo, teníamos conciencia de que en Babilonia había una vida verdaderamente excitante más allá de los estrictos límites de la corte de Darío. Jerjes, Mardonio y yo nos preguntábamos ansiosamente cómo sería visitar la ciudad cuando la corte no estaba en Babilonia. A los diecinueve años esa ansiedad halló respuesta.
Mardonio era un joven de rápida inteligencia que parecía agradar mucho a Darío. Digo parecía porque nadie supo nunca qué pensaba realmente Darío de otra persona. Era un consumado manipulador de hombres, con un encanto extrañamente brutal. El Gran Rey era también el más inescrutable de los hombres y casi nadie sabía con exactitud cuál era su parecer hasta que era demasiado tarde. Ciertamente, a Darío le importaba que el padre de Mardonio fuera Gobryas, un rival en potencia y, en el mejor de los casos, un hombre difícil. Por consiguiente, Darío se mostraba muy indulgente con el padre y con el hijo.
El día del aniversario del Gran Rey, éste, en presencia de los miembros y entenados de la familia real, unge su frente según el ritual y concede un deseo a quienes le agradan. Aquel año, en Susa, le tocó a Jerjes sostener el jarro de plata lleno de agua de rosas, y Mardonio secó con una toalla de seda el pelo y la barba de Darío.
—¿Qué puedo darte, Mardonio? —El Gran Rey estaba de buen animo, a pesar de su disgusto por los aniversarios y por la muerte que presagian.
—El gobierno de Babilonia durante el tercer mes del año nuevo, Gran Rey.
Aunque el protocolo impone que el Gran Rey jamás demuestre sorpresa, Jerjes me dijo que su padre estaba totalmente sorprendido.
—¿Babilonia? ¿Por qué Babilonia? ¿Y por qué el gobierno durante sólo un mes?
Pero Mardonio no respondió. Simplemente se agachó a los pies de Darío, posición ceremonial que significa: Soy tu esclavo, haz conmigo lo que quieras.
Darío miró fijamente a Mardonio. Luego contempló el salón atestado. Aunque nadie podía mirarlo directamente, Jerjes lo hizo. Y sonrió cuando su padre lo miró.
—Jamás he conocido una persona más modesta. —Darío afectaba ahora asombro—. Por supuesto, se han hecho muchas fortunas en menos de un mes. Pero no en Babilonia, sin duda. Cuando se trata de dinero, la gente de pelo negro es mucho más inteligente que nosotros, los persas.
—Iré con él, Gran Rey, si me concedes ese deseo —dijo Jerjes—. Cuidaré la virtud de Mardonio.
—¿Y quién cuidará de tu virtud? —preguntó Darío gravemente.
—Ciro Espitama, si le concedes su deseo, que él me ha encomendado formular en su nombre. —Jerjes había ensayado la escena con Mardonio—. Él se ocupará de nuestra educación religiosa.
—Ciro Espitama ha jurado convertir a la Verdad al gran sacerdote de Bel-Marduk —respondió piadosamente Mardonio.
—Soy víctima de una conspiración —dijo Darío—. Pero debo proceder como un rey. Mardonio, hijo de Gobryas: te encomiendo la administración de mi ciudad de Babilonia durante el tercer mes del año nuevo. Jerjes y Ciro Espitama te ayudarán. Pero dime por qué el tercer mes. —Darío sabía exactamente, por supuesto, qué nos proponíamos.
—Los jardines colgantes, junto al Éufrates, estarán en flor, Gran Rey —repuso Mardonio—. Es una hermosa estación.
—Y la hace más hermosa el que en el tercer mes el Gran Rey se encuentre en Susa, a muchas millas de distancia. —Darío rió, hábito plebeyo que conservó hasta el fin de sus días. Jamás lo encontré desagradable; más bien lo contrario.
Babilonia es más importante que hermosa. Está toda hecha de ladrillo opaco, lodo del Éufrates cocido. Pero los templos y los palacios tienen proporciones egipcias y, naturalmente, en aquel tiempo los muros de la ciudad eran tan anchos que, como los babilonios repetían incesantemente, un carro de cuatro caballos podía girar sobre el parapeto. Nunca vi, sin embargo, un carro de ninguna clase sobre el muro, ni nada por el estilo. No había guardias; a tal punto era completa la paz del Gran Rey en aquellos tiempos.
Hay algo misteriosamente fascinante en una ciudad que ha existido durante más de tres mil años. Aunque Babilonia ha sufrido muchas veces daños por las guerras, sus pobladores, conocidos como la gente de pelo negro, siempre la han reconstruido exactamente como era antes; o eso dicen. La ciudad se halla en el centro de un enorme cuadrado al que el rápido y oscuro curso del Éufrates divide casi exactamente por la mitad. Originariamente, Babilonia estaba protegida por un muro exterior, otro interior y un profundo foso. Pero cuando Darío se vio obligado a atacar la ciudad por segunda vez, derribó parte del muro exterior. Años más tarde, cuando Jerjes sometió una rebelión, destruyó prácticamente todos los muros y rellenó el foso. Me parece ahora poco probable que los babilonios nos vuelvan a dar trabajo. La gente de pelo negro es, por naturaleza, sensual, indolente y obediente. Durante siglos han sido gobernados por una casta sacerdotal muy corrompida y compleja. De vez en cuando, los sacerdotes de un templo levantan al pueblo contra los sacerdotes de otro templo y estalla la violencia como una tormenta de verano; y como una tormenta de verano, desaparece. Pero estas confusiones periódicas son un fastidio para los administradores.