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Authors: Gore Vidal

Tags: #Historico, relato

Creación (2 page)

BOOK: Creación
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Después de la debacle egipcia, otra embajada se dirigió a Susa. El Gran Rey estuvo magnífico. Ignoró el hecho de que los atenienses hubieran roto el tratado original al invadir su provincia egipcia. Habló en cambio cálidamente de su amistad hacia Esparta. Los atenienses estaban aterrorizados. Con toda razón, temen a Esparta. En cosa de días se convino que el tratado, que ninguna parte pudo reconocer nunca, volvía a ponerse en vigor; y como prueba de la confianza del Gran Rey en sus esclavos atenienses (así los llamó) enviaría a Atenas al más intimo amigo de su difunto padre, Jerjes, es decir a Ciro Espitama, yo mismo.

No puedo decir que esto me hiciera sentir enteramente satisfecho. Nunca se me había ocurrido la posibilidad de pasar los últimos años de mi vida en esta ciudad fría y ventosa, entre unas gentes tan frías y ventosas como el lugar mismo. Por otra parte —y esto es absolutamente confidencial, Demócrito—: en realidad, todo este comentario es, sobre todo, para tu beneficio, para que lo uses como te plazca una vez que yo haya muerto… cuestión de días, me parece, a juzgar por la fiebre que me abrasa y los accesos de tos que hacen este dictado tan fatigoso para mí como para ti… He perdido el hilo de los pensamientos.

Por otra parte… Sí. Desde el asesinato de mí querido amigo Jerjes y la llegada al trono de su hijo Artajerjes, mi posición en Susa ha sido menos que cómoda. Aunque el Gran Rey es amable conmigo, se me asocia demasiado con el reinado anterior para que los nuevos miembros de la corte confíen completamente en mí. La influencia que aún me resta deriva de un accidente natal: soy el último nieto vivo y varón de Zoroastro, el profeta del Dios Único, Ahura Mazda, llamado el Sabio Señor en griego. Desde que el Gran Rey Darío se convirtió al zoroastrismo, hace medio siglo, la familia real ha tratado siempre a nuestra familia con reverencia, lo que me hace sentir hasta cierto punto un impostor. Después de todo, nadie puede elegir a su propio abuelo.

En la puerta del Odeón me detuvo Tucídides, un hombre sombrío y de edad mediana que ha dirigido el partido conservador de Atenas desde la muerte de su famoso suegro Cimón, hace tres años. Como resultado, es el único rival serio de Pericles, el jefe del partido democrático.

Aquí las denominaciones políticas son imprecisas. Los líderes de ambas facciones son aristócratas. Pero algunos nobles —como el desaparecido Cimón— favorecen a la opulenta clase terrateniente, en tanto que otros —como Pericles— se apoyan en la muchedumbre urbana, cuya notoria asamblea él ha fortalecido, continuando la obra de su mentor político, Efialtes, un líder radical asesinado misteriosamente hace doce años. Naturalmente, se acusó del crimen a los conservadores. Si fueron ellos, habría que felicitarlos. Ninguna muchedumbre puede gobernar una ciudad; mucho menos, un imperio.

Ciertamente, si mi padre hubiese sido griego y mi madre persa, y no al contrario, yo habría sido miembro del partido conservador, aunque éste nunca se ha podido resistir a asustar al pueblo con la idea de Persia. A pesar del amor de Cimón por Esparta, y de su odio hacia nosotros, me habría gustado conocerlo. Todos aseguran aquí que su hermana Elpinice se le parece por su carácter. Es una mujer maravillosa y ha sido para mí una amiga leal.

Demócrito me recuerda cortésmente que de nuevo me alejo del tema. Yo le recuerdo a él que, después de escuchar a Herodoto durante todas esas horas ya no puedo pasar con lógica de un punto al siguiente. Herodoto escribe como salta un saltamontes. Yo lo imito.

Tucídides me habló en el vestíbulo del Odeón.

—Supongo que una copia de lo que acabamos de oír será enviada a Susa.

—¿Por qué no? —yo me mostré a la vez dulce y obtuso, el perfecto embajador—. Al Gran Rey le gustan los cuentos fantásticos. Tiene predilección por lo fabuloso.

Por lo que parece, no me mostré lo bastante obtuso. Percibí el disgusto de Tucídides y del grupo de conservadores que lo rodeaban. Los jefes de partido de Atenas raras veces salen a caminar solos, por miedo al asesinato. Demócrito me dice que cuando uno ve un gran grupo de hombres ruidosos en cuyo centro se destaca una cebolla con yelmo o una luna escarlata, necesariamente el primero es Pericles y el segundo, Tucídides. La ciudad está dividida irritablemente entre la cebolla y la luna de otoño.

Hoy fue el día de la luna escarlata. Por alguna razón la cebolla con yelmo no había asistido a la conferencia del Odeón. ¿Podría ser que Pericles estuviera avergonzado de la acústica de su edificio? Pero lo olvido: la vergüenza no es una emoción que los atenienses conozcan.

En este momento Pericles y su caterva de artistas y arquitectos le construyen un templo a Atenea en la Acrópolis, un grandioso reemplazo del miserable templo que el ejército persa quemó hasta los cimientos hace treinta y cuatro años, hecho en el cual Herodoto tiende a no reparar.

—¿Quiere decir, Embajador, que el relato que acabamos de oír es inexacto?

Tucídides era insolente. Me atrevería a afirmar que estaba borracho. Aunque a los persas se nos acusa de beber en demasía a causa de nuestro uso ritual del haoma, jamás he visto tan borracho a un persa como a ciertos atenienses; y para ser justos, ningún ateniense podrá estar nunca tan borracho como un espartano. Mi viejo amigo el rey Demarato de Esparta acostumbraba decir que los espartanos nunca bebieron vino sin agua hasta que los nómades del norte enviaron a Esparta una embajada, poco después de asolar Darío su Escitia nativa. Según Demarato, los escitas enseñaron a los espartanos a beber vino sin agua. No creo esta historia.

—Lo que hemos oído, querido joven, es solamente una versión de acontecimientos que ocurrieron antes de que nacieras y, sospecho, antes del nacimiento del historiador.

—Todavía quedamos muchos que recordamos el día en que los persas llegaron a Maratón.

Escuché, junto a mi codo, una voz antigua. Demócrito no reconocía a su dueño. Pero uno oye con bastante frecuencia viejas voces como ésa. En toda Grecia, los desconocidos de cierta edad se saludan mutuamente con esta pregunta: «¿Dónde estabas tú y qué hiciste cuando Jerjes llegó a Maratón?» Y luego se cuentan mentiras.

—Sí —dije—. Hay quienes aún recuerdan los viejos días. Yo, ay, soy uno. En verdad, el Gran Rey Jerjes y yo tenemos exactamente la misma edad. Si él viviera, tendría hoy setenta y cinco años. Cuando llegó al trono, tenía treinta y cuatro, la flor de la vida. Sin embargo, tu historiador acaba de decirnos que Jerjes era un chico atrevido cuando sucedió a Darío.

—Un detalle mínimo —empezó Tucídides.

—Pero característico de una obra que causará tanta alegría en Susa como la pieza de Esquilo llamada
Los Persas
, que yo mismo traduje para el Gran Rey, a quien le pareció un encanto el ingenio ático del autor.

Por supuesto, nada de esto era cierto. Jerjes se habría enfurecido si hubiera sabido hasta qué punto él y su madre habían sido disfrazados para la diversión del populacho ateniense.

He optado por la política de no mostrar jamás confusión cuando me insultan los bárbaros. Afortunadamente, estoy libre de sus peores insultos: se los reservan para ellos mismos. Es una suerte para el resto del mundo que los griegos sientan mucho más disgusto entre sí que por nosotros los extranjeros.

Un ejemplo perfecto: cuando el antes aplaudido dramaturgo Esquilo perdió un premio que ganó el ahora aplaudido Sófocles, se indignó tanto que dejó Atenas y se marchó a Sicilia, donde encontró una muerte muy satisfactoria. Un águila en busca de una superficie dura donde romper la tortuga que sostenía en sus garras, tomó por una roca la calva del autor de
Los Persas
y dejó caer la tortuga con fatal precisión.

Tucídides estaba a punto de continuar con lo que parecía el comienzo de una escena sumamente desagradable, cuando el joven Demócrito me impulsó bruscamente hacia adelante con un grito:

—¡Paso al embajador del Gran Rey! —y abrieron paso.

Afortunadamente, mi litera aguardaba junto al pórtico.

Había tenido la suerte de poder alquilar una casa construida antes de que incendiáramos Atenas. Aunque menos presuntuosa, es algo más cómoda que las casas actualmente construidas por los atenienses ricos. Nada inspira tanto a los arquitectos ambiciosos como el que su ciudad natal haya sido arrasada hasta los cimientos. Sardis es ahora, después del gran incendio, mucho más espléndida que en los tiempos de Creso. Aunque nunca vi la vieja Atenas —ni podré ver por supuesto la nueva Atenas— me dicen que todavía se hacen de ladrillos de barro las casas privadas, que las calles rara vez son rectas y nunca anchas, y que los nuevos edificios públicos son espléndidos aunque de oropel, como el Odeón.

En este momento casi toda la edificación se desarrolla en la Acrópolis, un pedazo de roca de color de león, según la poética frase de Demócrito, que domina no solamente la mayor parte de la ciudad sino también esta casa. El resultado es que en invierno —es decir ahora— tenemos menos de una hora de sol por día.

Pero esa roca tiene su encanto. Demócrito y yo vamos a caminar por allí, muchas veces. Yo toco las paredes arruinadas. Escucho el estrépito de los albañiles. Pienso en la espléndida familia de tiranos que vivía en la Acrópolis antes de ser expulsada de la ciudad, como toda persona verdaderamente noble es expulsada más tarde o más temprano. Conocí al último tirano, el amable Hipias. Estaba con frecuencia en la corte de Susa cuando yo era joven.

Hoy el rasgo principal de la Acrópolis son las casas o templos que contienen imágenes de dioses que la gente pretende adorar. Digo pretende porque, a mi juicio, a pesar del conservadurismo básico de los atenienses cuando se trata de mantener las formas de las cosas viejas, su espíritu esencial es ateo. O bien, como un primo mío, griego, dijo hace poco, con peligroso orgullo, el hombre es la medida de todas las cosas. Pienso que en su corazón los atenienses creen verdaderamente que esto es cierto. Y como resultado, paradójicamente, son inusitadamente supersticiosos y castigan con rigor a quienes consideran culpables de impiedad.

2

Demócrito no estaba preparado para algunas de las cosas que dije anoche, durante la cena. Y ahora no sólo me pide un informe verídico sobre las guerras griegas, sino que, lo cual es más importante, quiere que registre mis memorias de la India, de Catay, de los sabios que conocí en oriente, y al oriente del oriente. Se ha ofrecido a escribir todo lo que yo recuerde. Mis invitados a la cena se mostraron igualmente ansiosos. Pero sospecho que solamente eran corteses.

Ahora estamos sentados en el patio de la casa. Es la hora en que tenemos sol. El día es fresco, no frío, y puedo sentir la calidez del sol en la cara. Me encuentro a gusto, porque estoy vestido al modo persa: todas las partes del cuerpo cubiertas, excepto el rostro. Incluso las manos, en reposo, quedan cubiertas por las mangas. Naturalmente, llevo pantalones; un articulo indumentario que siempre turba a los griegos.

Nuestra idea del pudor divierte sobremanera a los griegos, que nunca son más felices que cuando contemplan los juegos de jóvenes desnudos. La ceguera no sólo me ahorra la visión de los jóvenes descarados de Atenas, sino también la de los hombres que los miran ávidamente. Sin embargo, los atenienses son pudorosos cuando se trata de sus mujeres. Aquí las mujeres van envueltas de la cabeza a los pies como las damas persas, aunque sin color, ornamento ni estilo.

Dicto en griego porque siempre he hablado con facilidad el griego jonio. Mi madre, Lais, es griega, de Abdera. Es hija de Megacreón, el bisabuelo de Demócrito. Como Megacreón posee ricas minas de plata y tú desciendes de él por línea masculina, eres mucho más rico que yo. Sí, escríbelo. Aunque joven e insignificante, formas parte de esta narración. Después de todo, has despertado mi memoria.

Anoche invité a cenar al sofista Anaxágoras y a Calias, el portador de la antorcha. Demócrito pasa muchas horas por día oyendo hablar a Anaxágoras. Esto se conoce como educación. En mi época y en mi país, educación significaba estudiar matemáticas, memorizar textos sagrados, practicar la música y el tiro al arco…

«Cabalgar, tensar el arco, decir la verdad.» Ésta era la educación persa, según una frase proverbial. Demócrito me recuerda que la educación griega es casi la misma, si se exceptúa decir la verdad. Él recuerda de memoria al jonio Homero, otro ciego. Tal vez sea verdad; pero en estos últimos años los métodos tradicionales de educación han sido abandonados —Demócrito dice complementados— por una nueva clase de hombres que se llaman a sí mismos sofistas. En teoría, se supone que un sofista está adiestrado en una u otra de las artes. En la práctica, muchos sofistas locales no tienen un tema único de conocimiento. Simplemente, son astutos con las palabras y es difícil determinar qué se proponen enseñar, específicamente, porque cuestionan todas las cosas, salvo el dinero. Sin duda alguna, se ocupan de ser bien pagados por los jóvenes de la ciudad.

Anaxágoras es el mejor de un mal grupo. Habla con sencillez. Escribe buen griego jonio. Demócrito me ha leído su libro
Física
. Aunque en gran parte no lo pude comprender, me asombró la audacia de ese hombre. Trata de explicar todas las cosas mediante la observación atenta del mundo visible. Puedo seguirle cuando describe lo visible pero, cuando trata lo invisible, me extravía. Cree que no existe la nada. Cree que todo el espacio está lleno de algo, aunque no lo podamos ver, como el viento, por ejemplo. Es interesantísimo (¡y ateo!) lo que dice acerca del nacimiento y de la muerte.

«Los griegos», ha escrito, «tienen una concepción errónea del nacer y el perecer. Nada perece o llega a ser; hay la mezcla y la separación de cosas que existen. Por esto deberían hablar, con propiedad, de la generación como mezcla, y de la extinción como separación.» Esto es aceptable. Pero ¿qué son esas «cosas»? ¿Qué las reúne y separa? ¿Cómo y cuándo y por qué fueron creadas? ¿Por quién? Para mí sólo hay un tema sobre el cual vale la pena meditar: la creación.

En respuesta, Anaxágoras ha acudido a la palabra mente. «En el origen, todas las cosas, desde las infinitamente pequeñas hasta las infinitamente grandes, estaban en reposo. Entonces la mente las puso en orden.» Y esas cosas (¿qué son? ¿dónde están? ¿por qué existen?)… empezaron a girar.

Una de las cosas más grandes es una piedra caliente a la que llamamos sol. Cuando Anaxágoras era muy joven, predijo que más tarde o más temprano un trozo del sol se desprendería y caería a tierra. Hace veinte años se comprobó que tenía razón. Todo el mundo vio caer un fragmento del sol en un arco fulgurante a través del cielo, que tocó tierra cerca de Egospotami, en Tracia. Cuando el fragmento se enfrió, se vio que era sólo un trozo de roca de color castaño. Anaxágoras se tornó famoso de la noche a la mañana. Hoy su libro se lee en todas partes. Cualquiera puede comprar una copia de segunda mano en el ágora por un dracma.

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