Mardonio secundó la propuesta de Hipias. Veía la posibilidad de distinguirse militarmente.
—Esta será mi obra —dijo una noche en que habíamos bebido demasiado dulce vino de Lidia—. Si me dejan dirigir el ataque a Mileto, estaremos en casa el verano siguiente.
Mardonio acertaba al decir que aquella guerra sería su obra. Pero no volvimos el verano siguiente. La guerra con los rebeldes jonios duró seis años.
Al cabo de una semana de discusiones en el consejo, Artafrenes acordó utilizar la mitad del ejército persa y la mitad de la caballería lidia para un ataque a Mileto. Mardonio fue designado segundo de Artobazanes, hijo mayor de Darío y rival de Jerjes. Yo debía quedarme en Sardis, con el estado mayor del sátrapa.
Las primeras malas noticias llegaron durante una ceremonia en el templo de Cibeles. Me pareció apropiado. Después de todo, yo no tenía por qué tomar parte de los ritos de un culto diabólico, pero Artafrenes insistió en que todo el estado mayor le acompañara en el templo.
—Debemos halagar a los lidios. Son, como nosotros, esclavos del Gran Rey. Como nosotros, son leales.
Miré bailar a las sacerdotisas y a los eunucos, con disgusto. No siempre era fácil saber cuáles eran las sacerdotisas y cuáles los eunucos, porque todos estaban vestidos de mujer. En verdad, los eunucos estaban mejor vestidos que las sacerdotisas. Jamás he comprendido la veneración que tantas razas descarriadas sienten por Anahita, Cibeles, Artemisa, o el nombre que adopte cualquier voraz diosa madre.
En Sardis, el día de la diosa, los jóvenes que deseaban honrarla se cortaban los genitales y corrían por las calles llevando en la mano el despojo. Los adoradores menos ambiciosos consideraban de buen augurio las salpicaduras de sangre de un nuevo eunuco. Esto no es difícil. Hay sangre por todas partes. Finalmente, el eunuco arroja con su propia mano sus genitales a la puerta abierta de una casa, cuyo dueño queda obligado a recibirlo y atenderlo hasta que sane.
He visto esta ceremonia muchas veces, en Babilonia y en Sardis. Los jóvenes parecen trastornados, y pienso que antes deben beber haoma o alguna sustancia que les altere la mente, como esa miel de la Cólquide que induce alucinaciones. No puedo comprender, por otra parte, que nadie en sus cabales pueda honrar de esa manera a un demonio.
Ese día, en Sardis, vi a un pobre desventurado arrojar sus genitales a una puerta abierta. Por desgracia, no dio en el blanco. Y entonces procedió a desangrarse lentamente hasta la muerte en mitad de la calle, puesto que se considera blasfemo acudir a socorrer a un aspirante a sacerdote de Cibeles que no logra hallar, por así decirlo, un hogar apropiado para su sexualidad.
La ceremonia era interminable. El vaho de incienso era tan espeso que ocultaba casi por entero la imagen de la diosa que está —estaba— en el pórtico de estilo griego, entre un león y dos serpientes entrelazadas.
El viejo Ardes se encontraba junto a la suprema sacerdotisa, cumpliendo el papel que menos se podía esperar que cumpliera el último miembro de la casa real de Lidia en tan alta ocasión. Los sardios parecían debidamente extáticos, en tanto que Hipias y Artafrenes hacían lo posible para no demostrar aburrimiento. Pero Milo bostezaba.
—Odio esto —me dijo con sus maneras sencillas y juveniles.
—Yo también —respondí con perfecta sinceridad.
—Son todavía peores que los Magos de la escuela.
—Quieres decir, que los Magos seguidores de la Mentira. —Adopté el correcto tono reverente.
Milo rió.
—Si todavía eres un adorador del fuego, ¿qué haces vestido de soldado?
Antes de que se me ocurriera una respuesta desalentadora, un jinete de la caballería apareció ruidosamente; desmontó y ató su caballo en el interior del templo, cometiendo sacrilegio. Artafrenes lo miró con furia cuando el hombre se le acercó trayendo un mensaje. La furia de Artafrenes se tomó más intensa después de leer el mensaje. La flota jonia se había reunido con la ateniense y ambas estaban ahora ancladas en Éfeso. Y lo que era peor: todas las ciudades griegas de Jonia, desde Mileto en el sur hasta Bizancio en el norte, estaban en rebelión abierta contra el Gran Rey.
Una semana más tarde, Artafrenes ofreció un banquete en el palacio de Creso. No logro recordar el motivo. Pero si que sólo a medianoche uno de los invitados advirtió que había un incendio en la ciudad. Como Sardis estaba tan mal construida, a nadie le pareció extraño. Todos los días hay casas que arden y son reconstruidas. El emblema de Sardis no debería ser el león sino el ave fénix.
Mientras Hipias nos recordaba una vez más el afecto que todos los griegos sentían por su familia, llegó una serie de mensajes. Fuerzas griegas habían desembarcado en Éfeso. Marchaban hacia Sardis. Estaban en las puertas de la ciudad. Estaban dentro de la ciudad. Habían prendido fuego a la ciudad.
Artafrenes no sólo se sorprendió sino que lo demostró, clara señal de que no era capaz de conducir lo que se estaba convirtiendo en una gran guerra. Por otra parte, ¿quién hubiese creído que una banda de insolentes jonios y atenienses tendría la temeridad de penetrar tan profundamente en territorio persa e incendiar la capital de Lidia?
Artafrenes ordenó llamar a las armas. Como las llamas hacían de la noche día, podíamos vernos claramente unos a otros mientras corríamos hacia el parque, donde se reunían las tropas. Como un solo hombre, estaban listas para el combate. \1\2dónde estaba el enemigo? Brillaban ya en el cielo llamaradas rojas y doradas, y la fresca noche se había tornado tan ardiente como el verano de Susa.
Finalmente, apareció un edecán de Artafrenes. Debíamos retirarnos, dijo, «en buen orden» hacia la Acrópolis. Lamentablemente, la orden llegó tarde. Todas las salidas de la ciudad estaban bloqueadas por las llamas. Hicimos entonces lo único que podíamos: correr a la plaza del mercado. En el peor de los casos, podríamos nadar en el río hasta que el fuego se extinguiera. No es necesario agregar que lo mismo se les había ocurrido a todos los habitantes de Sardis. Cuando llegamos al mercado, estaba repleto de gente, y también de tropas persas y lidias.
Supongo que el último día de la creación será parecido al incendio de Sardis. El ruido ensordecedor de las voces de hombres y animales, el derrumbe de unos edificios sobre otros, mientras el fuego saltaba hacia uno y otro lado obedeciendo a un voluble viento.
Pero el viento que destruyó Sardis salvó nuestras vidas. Si no hubiese soplado con cierta firmeza, las llamas nos habrían sofocado. Pero había, en realidad, suficiente aire para que pudiésemos respirar. Y la alta muralla que rodeaba el mercado sirvió para contener el fuego. En el interior, nada se incendió, aparte de la fila de palmeras situada junto al profundo río donde se reflejaban las llamas.
Dirigí una plegaria al Sabio Señor, y me estremecí al evocar los metales fundidos del fin de la creación. Nunca me he sentido más desamparado.
—Podríamos construir una almadía —sugirió Milo— y bogar río abajo.
—Es allí donde están los atenienses. Cuando pasemos a su lado, nos matarán uno por uno.
—Podríamos usar troncos. Ocultarnos debajo… como aquella gente.
Gran cantidad de sardios flotaban en el agua, cogidos a trozos de madera o a vejigas infladas.
—Deberíamos quitarnos la armadura. —Yo prefería morir ahogado y no quemado; pero en aquel preciso momento deseaba esperar todo lo posible antes de hacer una elección final.
Milo movió la cabeza.
—No puedo desarmarme. —Como soldado profesional y heredero de tiranos, debía morir en la batalla. Sólo que esa batalla era únicamente contra dos de los cuatro elementos.
De repente, la caballería lidia cargó a través de la plaza del mercado. Las crines de un caballo ardían, así como las largas trenzas del jinete. Como si estuvieran de acuerdo, tanto el caballo como el jinete se lanzaron al río.
Afortunadamente, apareció entonces en escena el jefe de estado mayor de Artafrenes. He olvidado su nombre, lo cual es una ingratitud porque salvó nuestras vidas. Recuerdo que era un hombre alto y corpulento y que llevaba un látigo corto, y lo empleaba liberalmente con cualquiera, civil o militar.
—¡Alinearse! ¡Cada uno a su puesto! La caballería a la izquierda, junto a la muralla. La infantería, por compañías, a lo largo del río. Alejados de los árboles en llamas. ¡Todos los civiles al otro lado!
Para mi sorpresa, volvíamos a ser un ejército disciplinado. Recuerdo haber pensado: Ahora nos quemaremos vivos en perfecto orden. Pero el fuego había sido contenido por las murallas. No así los griegos: con un sonoro peán penetraron a la carrera en la plaza. Y al ver al ejército persa y a la caballería lidia en orden de combate, se detuvieron instantáneamente.
Mientras los ciudadanos de Sardis se ponían a cubierto, el comandante persa dio la orden de ataque. Sin una voz, los griegos desaparecieron como habían venido. Aunque la caballería intentó seguirlos por las tortuosas callejuelas, los griegos eran más veloces y el fuego demasiado vivo.
Al día siguiente, a mediodía, dos terceras partes de Sardis estaban convertidas en cenizas, que continuaron ardiendo durante semanas. Pero la ciudad tan azarosamente construida fue reconstruida con asombrosa rapidez, y seis meses más tarde Sardis era la misma, y aun algo mejor, excepto por el templo de Cibeles, que se dejó en ruinas. Esto era conveniente para nosotros. Aunque los lidios tendían a ser pro-griegos, el sacrilegio contra Cibeles les inspiró tal furia que la caballería lidia aniquiló la mitad de las fuerzas griegas camino a Éfeso.
Pero, a pesar de todo, la estrategia general griega había tenido éxito. Habían desafiado al Gran Rey en el corazón de su imperio. Habían incendiado la capital de Lidia. Habían obligado a Artobazanes a levantar el sitio de Mileto para defender Lidia. Y mientras tanto, en el mar, las flotas combinadas de Aristágoras y los atenienses demostraban ser invulnerables y, durante cierto tiempo, invencibles.
Más entrado aquel invierno, la isla de Chipre se unió a las ciudades griegas rebeldes, y Persia entró en guerra con una nueva y formidable coalición conocida como la comunidad jonia.
Me quedé dos años en Sardis. Cumplí mis funciones de oficial de estado mayor. Fui enviado a varias expediciones en el interior. En cierto momento, intentamos recuperar la ciudad de Bizancio, situada al norte, pero fracasamos. Estaba en Sardis cuando me enteré de la muerte de Hystaspes. Había fallecido mientras supervisaba la construcción de la tumba de Darío. Lo lamenté. Era el mejor de los hombres.
En Sardis, celebré con Mardonio, primero, su victoria en Chipre, que recobró para Persia; luego, su matrimonio con Artazostra, hija del Gran Rey. Según Lais, era una bella muchacha, aunque sorda de nacimiento. Mardonio tendría de ella cuatro hijos.
Poco antes de mi regreso a Susa, Histieo se rebeló contra el Gran Rey y Lais decidió que era hora de visitar a su familia en Abdera. Siempre supo cuándo desvanecerse y cuándo reaparecer. A su debido tiempo. Histieo fue capturado y condenado a muerte por Artafrenes. Para entonces, Lais no lograba recordar su nombre con facilidad.
Cuando volví a Susa, me sorprendió —yo era aún inocente— comprobar que casi nadie quería oír hablar de la rebelión jonia. Aunque el incendio de Sardis había sido un golpe, la corte confiaba en que los griegos fueran prontamente castigados. Todo el mundo estaba infinitamente más interesado en el último pretendiente al trono de Babilonia. No he visto un momento en que no hubiera algún pretendiente a ese antiguo trono. Aun hoy, de tanto en tanto, aparece algún salvaje de los campos babilonios y anuncia que es el heredero auténtico de Nabucodonosor. Esto es siempre embarazoso para lo que queda de la familia real y molesto para el Gran Rey. A pesar de su indolencia nativa, los babilonios sufren accesos de violencia, en particular la gente del campo, cuando bebe demasiado vino de palma.
—Me envían a reprimir la rebelión —dijo Jerjes.
Estábamos en el campo de ejercicios donde habíamos pasado una parte tan grande de nuestra juventud. Allí, la siguiente generación de la nobleza persa practicaba el tiro al arco. Recuerdo haber pensado cuánto mayores éramos ambos, y qué alivio sentía yo al verme libre de aquellos maestros Magos.
—¿Tienen mucho apoyo?
—No. El ojo del rey dice que no debería llevarme más de unos pocos días. —Jerjes fruncía el ceño. Yo no le había visto nunca tan preocupado. Pronto conocí la razón—. Mardonio ha obtenido una verdadera victoria, ¿no es cierto?
—Chipre es nuestra de nuevo. —Yo no había pasado en vano una vida en la corte. Sabia cómo dirigirme a un príncipe celoso—. Pero Mardonio no estaba solo. El plan de invasión era de Artafrenes. Y el almirante a cargo…
—Mardonio ha recibido el crédito. Eso es lo que importa. Y yo estoy aquí, sin hacer nada.
—Te has casado. Ya es algo. —Jerjes había desposado poco antes a Amestris, hija de Otanes.
—No es nada.
—Tu suegro es el hombre más rico del mundo. Es algo.
En otro momento, Jerjes se habría divertido. Pero no entonces.
Estaba auténticamente turbado.
—Todos vosotros sois verdaderos soldados.
—Algunos más que otros —respondí, procurando hacerlo reír. Pero no me escuchó.
—Soy prácticamente un eunuco —dijo—. Una pieza del harén.
—Irás a Babilonia.
—Sólo porque no hay peligro.
—Eres el heredero del Gran Rey.
—No —dijo Jedes—. No soy el heredero.
Me asombré tanto que sólo pude abrir la boca.
—Ha habido un cambio —agregó.
—¿Artobazanes?
Jerjes asintió.
—Está haciendo una buena tarea en Caria. O eso dicen. Mi padre habla constantemente de él.
—Eso no es una señal.
—El Gran Rey ha dicho desde el trono del león que no se determinará la sucesión mientras Atenas no haya sido destruida.
—¿Y si muere antes?
—El Gran Rey es todopoderoso. Morirá en el momento que él mismo elija. —Sólo ante mí traicionaba Jerjes alguna amargura acerca de su padre. Pero, en ciertos sentidos, yo estaba más cerca de él que cualquiera de sus hermanos. Yo no era miembro de la familia real. No constituía una amenaza.
—¿Qué dice la reina Atosa?
—¡Qué es lo que no dice! —Jerjes logró sonreír. No imaginas el desfile de Magos, brujas y sacerdotes que pasa por sus habitaciones.
—¿Y Darío… desfila también?