El desierto terminaba en unas praderas donde unos pastores de cara amarilla nos miraban desde una distancia prudente. No intentaron molestarnos. Como había abundantes fuentes y caza, pudimos subsistir sin dificultad. Finalmente, cuando empezaba a hacer frío, llegamos a las fuentes occidentales del que era, como vimos más tarde, el río Amarillo, un arroyo oscuro, profundo y sinuoso que corría entre sierras bajas, cubiertas de coníferas. Aquel debía de ser el hogar ario de los antepasados.
Acampamos en un bosquecillo de bambúes al borde del río. Mientras los hombres se bañaban y pescaban, hice el inventario. Habíamos perdido muchos hombres y caballos, pero, gracias a la indestructibilidad de los camellos, aún conservábamos la mayor parte de nuestro cargamento de hierro y suficientes armas para defendernos de cualquier amenaza que no fuera un ejército. Durante la semana en que estuvimos acampados junto al río, envié una docena de mensajeros en todas direcciones. Sólo uno regresó, como prisionero de un ejército que procedió a rodearnos.
Un millar de jinetes nos miraban con el mismo asombro con que nosotros los mirábamos. Aunque estaba acostumbrado al tono amarillento de Fan Ch'ih, aquellos hombres tenían el color de la miel oscura. Sus rostros eran redondos, con la nariz achatada y los ojos oblicuos. Vestían gruesas túnicas acolchadas y unas curiosas capas. Parecían formar parte de sus caballos, pequeños y de patas cortas. Y de ese modo, un día gris, mientras caía la primera nieve de la estación, conocí la caballería, recientemente organizada, del ducado de Ch'in, el más occidental de los estados de Catay.
Durante casi seis meses mis dos servidores catayanos me habían estado enseñando los rudimentos de su compleja lengua. Pude, por lo tanto, comunicarme con el comandante de caballería. No había, de todos modos, gran cosa que decir. Fuimos escoltados, en carácter de prisioneros, hasta Yang, la capital de Ch´in.
No recuerdo gran cosa del viaje, pero me sorprendió que el comandante no hubiese oído hablar jamás de Persia. Y recuerdo también que, cuando le dije que nuestro cargamento de hierro estaba destinado al ducado de Lu, rió y escupió en el suelo, expresando así el desdén de Ch'in por Lu.
Había imaginado que las ciudades de la gente amarilla serían parecidas a las de la llanura del Ganges. Pero descubrí con asombro que la gente de Yang era silenciosa y hasta torva. Todos vestían igual, con largas túnicas grises. Las calles de la ciudad recordaban al campamento de un ejército. La conducta pública estaba cuidadosamente reglamentada. Los hombres debían andar por un lado de la calle, y las mujeres de clase baja por el otro. Las mujeres de clase alta vivían decorosamente recluidas. Aun la plaza del mercado era fantasmagóricamente silenciosa. Una horda de inspectores controlaba constantemente las pesas de los vendedores y las monedas de los compradores. Quienes infringían alguna de las numerosas leyes eran muertos o mutilados. A lo que parecía ser la mitad de la población le faltaba una oreja, una mano o la nariz. No vi una sola sonrisa en público. Tampoco entre los soldados, que estaban en todas partes.
Durante los primeros días en Ch'in me pregunté si Fan Ch'ih me había engañado deliberadamente. Este no era el Catay que él había descrito. Posteriormente descubrí que Ch'in no sólo es distinto del resto del Reino Medio: no se parece a ningún otro lugar del mundo, con la posible excepción de Esparta.
Los miembros de mi caravana fueron confinados en un depósito vacío situado junto a la muralla de la ciudad. Yo fui escoltado, más o menos respetuosamente, hasta un bajo edificio de madera construido en el centro de la ciudad donde fui, menos respetuosamente, encerrado en una pequeña celda.
Nunca me he sentido más desolado. Aunque podía hacerme entender, nadie me hablaba. Hombres silenciosos me traían alimentos. No intentaban mirarme; era obvio que, cuando lo hacían, les alarmaba lo que veían. Los ojos azules les impresionaban, y la piel clara les disgustaba. Afortunadamente, yo no tenía pelo rojo; de lo contrario, hubiera sido sacrificado sin dilación a alguno de sus supuestos dioses estelares.
No fui maltratado. Simplemente, no fui tratado de ninguna manera. Una vez por día me daban de comer: arroz o una especie de sopa de carne. Si yo intentaba hablar, los sirvientes aparentaban no haber oído. Durante un tiempo pensé que eran sordomudos.
Finalmente, fui llamado a la presencia, no del duque de Ch'in, ante quien estaba acreditado, sino del jefe del consejo de ministros, una criatura anciana y cortés que se parecía un poco al hombre de Catay que había conocido en el despacho de Shirik en Babilonia. El primer ministro se llamaba Huan y algo más. He olvidado su segundo nombre. Pero nunca logré desentrañar los nombres de Catay. Todo hombre de rango posee un nombre público, un nombre privado, uno secreto y el de algún atributo, además de sus diversos títulos. También el vestido está relacionado con el rango. Algunas personas usan piel de zorro, otras lana de oveja o seda roja, y todas llevan un cinto del que cuelgan ornamentos enjoyados que denotan el rango, la familia y el país de origen. Es un sistema bastante bueno. Como se advierte de inmediato la importancia de un desconocido, siempre se sabe cómo tratarlo.
La cámara de audiencias de Huan era como el interior de una caja de madera pulida. En su mayoría, los edificios oficiales de Catay son de madera; las casas de los pobres, de ladrillo con techado de paja. Sólo se hacen de piedra las fortalezas, más bien bastas. Las construcciones se orientan hacia los cuatro puntos cardinales, que se suponen dotados de características propias. Si uno duerme con la cabeza hacia el norte, por ejemplo, morirá.
Aunque entonces no lo sabía, estaba confinado en la casa del primer ministro. Como principal funcionario de estado del duque P'ing, Huan presidía un consejo de seis ministros, miembros de las seis familias nobles que dominaban en Ch'in. Aparentemente, el duque P'ing era adicto, a una poderosa bebida a base de mijo fermentado, y por eso había pasado la mayor parte de su reinado recluido en su palacio, con la sola compañía de sus concubinas y de otros bebedores. Una vez por año se presentaba en el templo de sus antepasados y hacía un sacrificio al cielo. Aparte de esto, su influencia sobre la administración del estado no era mayor que la que podía tener uno de esos antepasados.
No es necesario aclarar que yo ignoraba todo esto en el momento de mi primer encuentro con el primer ministro. Huan me recibió con lo que yo imaginé la más exquisita cortesía de Catay; en realidad, me trató como a un esclavo caro.
Huan me indicó que me sentara en cuclillas frente a él. Aunque más tarde aprendería a hablar correctamente la lengua de Catay, ésta nunca dejó de sorprenderme. En primer lugar, los verbos no tienen tiempos. Jamás se sabe si algo ya ha ocurrido, si está ocurriendo o si ocurrirá. En segundo lugar, como los nombres no son singulares ni plurales, tampoco se puede saber con exactitud cuántas carretas cargadas de seda se recibirán a cambio del hierro fundido que se entrega. Y sin embargo, hay que decir, en honor a la verdad —cosa a la que su lengua no contribuye—, que los habitantes de Catay no sólo son excelentes comerciantes, sino que, además, suelen ser honestos.
Mientras exponía los títulos del Gran Rey y describía breve pero vívidamente su poder, Huan escuchó cortésmente. Luego respondió:
—Supongo que has venido a comerciar con nosotros. —Cada vez que enunciaba una frase asentía con la cabeza, como si deseara asegurarse de que estábamos de acuerdo.
—Sí. A comerciar con todos los estados de Catay.
Volvió a mover la cabeza, pero ahora el gesto indicaba desacuerdo. El resultado era desalentador.
—Sí. Sí. Pero, en realidad, no. Sólo existe un Catay. Sólo un Reino Medio. Todas las divisiones que se pueden observar en el seno del Reino Medio son temporales, desgraciadas y, además —agregó en tono triunfal—, inexistentes.
—Sí, sí. —Le imité, incluso en la forma de asentir—. Pero sé que hay un duque aquí, en Ch'in, y otro en Lu y otro en Wei…
—Es verdad, es verdad. Pero cada duque impera solamente por la voluntad del hijo del cielo; sólo él posee el mando, puesto que sólo él desciende del Emperador Amarillo.
Nada de aquello tenía para mí el menor sentido, pero persevere.
—Sí, señor Huan. Conocemos a ese poderoso monarca. Y el Gran Rey le envía su saludo a través de mi indigna persona. Pero ¿puedo preguntar dónde se encuentra?
—Donde está. ¿En qué otro lugar podría ser? —La cabeza de Huan subía y bajaba. Parecía inusitadamente feliz.
—Entonces debo ir a su encuentro. Iré a donde está.
—Sí. Sí. —Huan suspiró. Nos miramos. Durante los años siguientes, había de oír toda clase de variaciones sobre el tema del emperador que está y no está en un lugar que existe y no existe. En verdad, no ha habido un verdadero emperador del cielo en trescientos años. Aunque el duque de Chou se llama a sí mismo emperador, todos lo desprecian.
La gente de Catay es casi tan imprecisa como la de la India cuando se habla del pasado. Pero todos concuerdan en que hace mucho tiempo existió una dinastía de emperadores llamada Shang. Durante varias generaciones, estos emperadores poseyeron el mandato del cielo, aquello que nosotros llamaríamos la terrible gloria real. Pero, hace setecientos u ochocientos años, el mandato fue retirado, como siempre ocurre, más tarde o más temprano, y una tribu occidental de bárbaros ocupó el Reino Medio, estableciendo una nueva dinastía, llamada Chou.
El primer emperador Chou se llamaba Wen. Le sucedió su hijo Wu. Dos años después de recibir el mandato —es decir, después de asesinar al último de sus adversarios Shang—, Wu enfermó gravemente, y ni siquiera el caldo de huesos de dragón pudo curarlo. Entonces, su hermano menor Tan, duque de Chou, se ofreció al cielo a cambio de su hermano. A propósito de esto: el cielo de Catay se diferencia del ario, o de cualquier otro cielo que yo haya oído mencionar, en que es un lugar sombreado, presidido no por uno o varios dioses, sino por los antepasados muertos, a partir del primer hombre, el llamado Antepasado o Emperador Amarillo. Por lo tanto, el virtuoso Tan no se dirigió al equivalente ario del Sabio Señor, sino a tres antepasados reales anteriores. Debo hacer notar que la religión de ese pueblo es muy particular. En verdad, no es una religión. Aunque sus así llamados dioses estelares no difieren de nuestros demonios, el culto de estas deidades menores no es esencial para el bienestar del estado, que se funda en el mantenimiento de la armonía entre el cielo y la tierra. Esta se logra observando puntualmente las ceremonias destinadas a honrar a los antepasados.
Los tres reyes muertos recibieron con tal agrado el ofrecimiento de Tan, que permitieron a Wu recuperarse de su enfermedad. Y, no contentos con ello, no pidieron la vida de Tan a cambio de su benevolencia. Tan es un héroe para muchos habitantes de Catay, como su padre Wen. Como Wu es la encarnación de la crueldad militar, no siempre se lo admira. Los duques de Ch'in, como es obvio, afirman ser descendientes directos de Wu, y niegan la legitimidad del pretendiente Chou, que desciende de Wen. Los ch'inos hablan constantemente de hegemonía, y se consideran los únicos con derecho a ella. En este caso, hegemonía significa dominio de todos los belicosos estados que componen actualmente el Reino Medio. Hasta ahora, el cielo ha protegido a los hombres de Catay, negando el mandato a los duques de Ch´in. Como descubrí más tarde, los gobernantes de Ch'in son odiados por todos los pueblos de Catay, incluidos los ch'inos, a quienes oprimen. Al hablar de gobernantes, no me refiero a los duques, sino al consejo de seis que gobierna Ch'in y, en especial, a Huan, que es uno de los hombres más notables que he conocido, así como también uno de los peores.
Estuve cautivo durante seis meses. Mis hombres fueron vendidos como esclavos, y el mineral de hierro fue confiscado. Logré salvar mi vida convenciendo a Huan de que solamente yo conocía el proceso de fundición del mineral de hierro. En verdad, había aprendido mucho al respecto, de los herreros que había llevado a Magadha. En aquel momento, Persia era la nación más adelantada del mundo en el terreno de la fundición de hierro. Y Catay la más atrasada. Ahora, gracias a mi visita, los ch'inos son competentes herreros.
Fui bastante bien tratado. Con cierta frecuencia, cenaba a solas con Huan. Ocasionalmente lo acompañaba en sus visitas a otros nobles. Pero jamás fui presentado al duque.
Tan pronto como llegué a la conclusión de que no estaba en peligro inmediato, empecé a hacer a Huan tantas preguntas como él me formulaba. Le agradaba lo que le parecía un bárbaro candor. Pero no siempre mis preguntas.
—¿Por qué no ha sido reemplazado el duque? Después de todo, no gobierna.
—¡Qué horror! —Huan parecía escandalizado. Rápidamente trazó unos signos mágicos, quizá para alejar el mal, sobre la alfombrilla en que estaba sentado con las piernas cruzadas. Nos encontrábamos en una habitación de cielo raso bajo, frente a un jardín en que había una hilera de fragantes ciruelos en flor—. Oh, es demasiado, demasiado brutal. Aun cuando lo diga una persona que viene del otro lado del desierto.
—Perdón, señor Huan. —Miré humildemente el suelo de madera pulida.
—Es tan terrible oír ese pensamiento expresado, que me estremezco. Me duele la mente. —Puso sus manos sobre el estómago, donde las gentes de Catay creen que reside el alma—. Nuestro duque es sagrado porque desciende del emperador Wu. Él, y sólo él, posee el mandato del cielo. Aun un bárbaro debe saberlo.
—Lo sé, señor Huan. Pero como vos mismo habéis dicho, el Reino Medio no está aún bajo su dominio. Entre el cielo y la tierra no hay todavía el equilibrio necesario.
—Es verdad. Verdad. Pero así es, por supuesto.
Sí: eso es exactamente lo que dijo. Jamás me acostumbré por completo a la forma en que la lengua de Catay confunde el futuro, el pasado y el presente.
Aparentemente, Huan decía que el mandato del cielo era ya del duque P'ing. Pero quería decir en realidad que algún día lo poseería, porque ya era suyo y siempre lo había sido, por ser él quien era. En la lengua de Catay hay gran sutileza e infinita confusión.
—Pero, mientras tanto, hay un emperador en Loyang.
—No es un emperador. Es el duque de Chou.
—Sin embargo, desciende de Wen, el padre de Wu. Y Loyang es la capital sagrada del Reino Medio.
—Aun así, es solamente uno de los quince duques del Reino Medio. Y de esos quince duques, sólo once descienden de uno u otro de los veinticinco hijos del Emperador Amarillo, que inventó el fuego, cuyos descendientes salvaron al mundo de la inundación y recibieron del cielo el gran plan con sus nueve divisiones. Ese plan pasó luego a manos de su descendiente, el emperador Wu, y luego, a través de las generaciones, a las de él, el que mira hacia el sur.