La cena concluyó y todos pidieron al cielo que otorgara larga vida al duque. Me asombró un poco la vehemencia con que se dirigían al cielo los invitados. Después de todo, el duque no poseía ningún poder. Y sin embargo, los nobles lloraban con auténticas lágrimas ante la idea de que pudiera morir. Atribuí su emoción al vino de mijo. Pero tres meses más tarde, cuando el duque P'ing murió, comprendí que era verdadera.
Ese día nefasto, me despertó al alba el clamor de las campanas, al que sucedió el batir irregular de los tambores. De un extremo al otro de la ciudad se oían lamentos.
Me vestí de prisa y corrí al patio mientras Huan trepaba a su carroza. Estaba vestido con ropas viejas y parecía un mendigo. Con un grito, el conductor azuzó a los cuatro caballos y partieron.
Uno de los criados de la casa dijo:
—El duque murió justamente antes de la salida del sol. Dicen que había bebido demasiado vino. Llamó a un eunuco para que le ayudara a vomitar, pero en lugar de vino vomitó sangre. ¡Hoy es un día terrible para Ch'in! ¡Un día verdaderamente negro!
—¿Era un hombre tan amado?
—Sí, por el cielo. De otro modo, no habría llegado a ser el que mira al sur. Y ahora se ha marchado.
El hombre se echó a llorar. Al parecer, todo el mundo lloraba en Ch'in. Yo estaba asombrado. Sabia que el duque P'ing no había sido popular. O mejor, que sólo había sido una marioneta ceremonial, manipulada por las seis familias. ¿Dónde estaba entonces la razón de tantas lamentaciones?
Lo descubrí durante el funeral. Yo estaba con la servidumbre de la casa de Huan, en la plaza en cuyo centro se encuentra la residencia ducal. El edificio era menos suntuoso que el palacio del primer ministro, pero había, frente a la entrada, una hilera de mástiles: las banderas expresaban que quien vivía allí había recibido el mandato del cielo. Ese día sin viento las banderas negras y rojas pendían inmóviles y cargadas de presagios bajo el sol ardiente. No parecía haber siquiera aire; yo me sentía sofocado, aunque bostezaba constantemente detrás de la manga. Quizás ello se debiera no sólo al calor, sino a la pesada respiración de las diez mil personas reunidas solemnemente y en perfecto silencio ante la puerta. Aunque los habitantes de Ch'in deben ser los más tranquilos y obedientes de la tierra, su silencio me parecía muchas veces peligroso; como el preludio de un terremoto.
Las puertas del palacio se abrieron. Aparecieron Huan y el consejo de estado, seguidos por un palanquín lacado, sostenido por los hombros de una docena de soldados, donde reposaba el cuerpo del duque, vestido de seda roja y adornado con mil joyas. En el pecho llevaba un espléndido disco de jade verde oscuro, símbolo del favor del cielo.
Una larga procesión de esclavos emergió del palacio con cofres de seda, trípodes de oro, tambores de piel, estatuas de marfil, armas brillantes, pantallas de plumas y un lecho de plata. Estos objetos, de altísimo coste, estaban destinados a decorar la tumba ducal. Yo conocía ese coste. Huan me había pedido que calculara el monto completo para incluirlo en el presupuesto que se presentaría al consejo de estado cuando se designara al nuevo duque.
En el extremo opuesto de la plaza, Huan y los demás ministros se pusieron a la cabeza del cortejo que, como vimos luego, alcanzaba una milla de largo. Justamente detrás de las carrozas de los nobles había una arrastrada por ocho caballos blancos. El cuerpo del duque P'ing estaba atado a un asiento, de modo que parecía conducir los caballos. El efecto era verdaderamente desagradable. Los objetos destinados a la tumba se encontraban en otros vehículos, junto a varios centenares de damas del harén, que lloraban y gemían detrás de sus velos.
El cortejo tardó más de una hora en llegar a la puerta del sur. Allí Huan hizo un sacrificio a algún demonio local. Luego guió el cortejo por un camino zigzagueante hasta el valle donde eran sepultados los reyes, debajo de montículos artificiales bastante similares a los de Sardis.
Inesperadamente, un hombre alto y delgado me invitó a subir en su carroza lacada y dijo:
—Tengo pasión por los hombres blancos. Tenía tres, pero dos han muerto y el otro está muy enfermo. Puedes besarme la mano. Soy el duque de Sheh, primo del último duque de Ch´in y de los duques de Lu y de Wei. Todos los duques estamos emparentados, pues tenemos como antepasado común al emperador Wen. ¿De dónde has venido?
Traté de explicárselo. Aunque el duque nada sabia de Persia, había viajado más hacia el oeste que cualquier otro habitante de Ch'in.
—Pasé un año en Champa —dijo—. No puedo decir que me haya gustado. El clima era demasiado cálido o demasiado lluvioso. Y la gente es demasiado oscura para mi gusto. Esperaba que hubiera blancos como tú, pero, según me dijeron, si deseaba ver blancos debía viajar por lo menos medio año más. No pude soportar la idea de estar tanto tiempo fuera del mundo. —Pellizcó mi mejilla y miró fijamente el pliegue de carne entre sus dedos—. Te vuelves rojo —observó, encantado—. Como mis otros esclavos blancos. No me cansa nunca ver cómo el rojo va y viene. ¿No te vendería Huan?
—No sé con certeza —respondí cautelosamente— si soy un esclavo.
—Por supuesto que lo eres. Eres un bárbaro, aunque no lleves la túnica ceñida del lado izquierdo. Deberías hacerlo. Nos gusta más. Y deberías llevar el pelo suelto. Si te preocupas por parecer civilizado se pierde toda la gracia. De todos modos, eres un esclavo, desde luego. Vives en casa del ministro. Y haces lo que él te ordena. Un esclavo. Lo que no comprendo es por qué Huan no te lo ha dicho. Es una maldad. Aunque es una persona tan tímida… Probablemente cree de mala educación decirte directamente que eres un esclavo.
—Podría ser también un prisionero de guerra.
—¿De guerra? ¿De qué guerra? —El duque de Sheh se puso de pie y miró a su alrededor—. No veo ningún ejército —dijo.
El campo verde y gris parecía ciertamente pacifico mientras el cortejo fúnebre se movía como una silenciosa e interminable serpiente entre las escabrosas colinas de caliza que delimitaban el cementerio de los duques.
—He venido como embajador del Gran Rey.
El duque se interesó moderadamente por mi historia. Aunque Persia no significaba nada para él, tenía perfecto conocimiento de Magadha. Cuando le dije que estaba casado con la hija de Ajatashatru, se mostró impresionado.
—He conocido a varios miembros de esa familia, incluso a un tío de Ajatashatru, virrey de Champa cuando yo estaba allí. —El duque se mostraba ahora excitado y feliz—. No dudo que tu dueño podrá obtener un espléndido rescate del rey, y por eso debo apartarte de Huan. Luego te venderé a tu suegro. ¿Sabes?, siempre me falta dinero.
—Hubiera creído que el amo de Sheh disponía de grandes riquezas otorgadas por… el cielo.
Lentamente, empezaba yo a aprender el complejo estilo catayano. Ninguna palabra pronunciada significa lo que parece; y el lenguaje de la mano, el brazo y el cuerpo, que nunca dominé, es increíblemente complicado.
—Sheh ya no es lo que era, y jamás he puesto el pie allí. Viajo con mi corte, visito a mis numerosos primos y colecciono huesos de dragón. Seguramente has oído decir que poseo la mayor colección de huesos de dragón del mundo. Lo que has oído es verdad. Y como siempre la llevo conmigo, debo mantener diez mil carros, y eso es muy costoso. Pero si te puedo vender al rey de Magadha, seré rico.
El duque de Sheh era un fantástico personaje que divertía sobremanera a los catayanos. Era hijo ilegítimo del duque de Lu, y su nombre real era Sheh Chu-liang. Descontento con su origen, se decía duque de Sheh. Pero Sheh no es un país. La palabra significa terreno sagrado; designa el montículo de tierra que se yergue en el camino de acceso a cada estado de Catay. El duque gustaba de imaginar que antiguamente había existido, en alguna parte, un estado llamado Sheh, del cual era el duque hereditario. Absorbido por vecinos codiciosos, el estado de Sheh había dejado de existir. Y de ese mundo perdido sólo quedaba el duque errante. A los nobles de Catay les encantaba discutir si era o no un duque, por ser hijo de Lu. Por otra parte, como su descendencia del emperador Wen era incuestionable, todos los soberanos de Catay estaban obligados a recibir a su honorable primo. El duque viajaba constantemente de una corte a otra, y podía así reducir al máximo sus gastos. Tenía una veintena de ancianos servidores, catorce caballos igualmente ancianos, seis carros —diez mil es una expresión catayana corriente que significa incontables— y una carroza con el eje partido.
Algunos pensaban que el duque era enormemente rico pero muy avaro. Otros creían que era pobre y que vivía del comercio de huesos de dragón. Buscaba esos inmensos fragmentos de huesos que parecen de piedra, en el oeste, donde abundan; luego los vendía a los médicos del este, donde los dragones son escasos. Por fortuna, jamás vi uno de esos temibles seres; pero se me dijo que el duque había matado más de treinta.
—En mi juventud, naturalmente. Ahora me temo que no podría.
Pintaba constantemente imágenes de esas bestias, que vendía en cuanto encontraba un comprador.
Mientras el cortejo fúnebre se aproximaba a la elevación que señalaba, según pretende el pueblo de Ch'in, la tumba del emperador Wu, el duque sugirió que meditáramos algún medio para que Huan me dejara en libertad.
—Debes tener alguna influencia sobre él. Quiero decir, si así no fuera, ya te habría eliminado. Como tantos hombres tímidos, Huan se aburre con suma facilidad.
—No creo tener la menor influencia sobre el ministro. Me utiliza para cosas pequeñas. Por el momento, le llevo las cuentas.
—¿Eres buen matemático? —El duque se volvió y me miró de soslayo. El sol estaba a la altura de nuestros ojos, y parecía haber quemado el aire. Nunca tuve tanta dificultad para respirar como en la estación cálida de Ch'in.
—Sí, señor duque. —Tenía tal deseo de que me comprara que estaba dispuesto a decir cualquier mentira—. Mi pueblo construyó las pirámides, donde se expresa el conocimiento de la matemática celeste.
—He oído hablar de ellas —respondió el duque, impresionado—. Pues bien. Pensaré algo. Y piensa tú también. Es una pena que no seas un criminal: cuando un nuevo duque asciende al trono siempre hay una amnistía para los criminales. Aunque también podríamos convencer al nuevo duque de que te libere. Si Huan consiente, lo cual dudo. Por otra parte, si eres libre, ¿cómo puede venderte? ¿Es un verdadero problema, no?
Asentí. Estaba decidido a aceptar todo lo que ese loco encantador dijera. Era mi única esperanza de salir de Ch'in, de donde estaba ansioso de escapar. Esa ansiedad aumentó, si tal cosa era posible, a causa de la ceremonia fúnebre que se desarrolló ante la tumba del emperador Wu.
Carros y carrozas formaron un semicírculo ante la elevación cónica donde reposaba, si no el legendario Wu, al menos un monarca de indudable antigüedad: la colina estaba cubierta de pinos enanos —símbolos de la majestad— que demoran mil años en crecer y adquirir esas formas hieráticas y graciosas tan admiradas por los catayanos.
Como los vehículos estaban ordenados según el rango, el duque de Sheh y yo estábamos muy cerca del primer ministro, y podíamos ver perfectamente lo que ocurría. Detrás de nosotros, en silenciosas hileras, varios miles de personas comunes cubrían las colinas bajas de color gris plateado.
No sé qué clase de ceremonia esperaba ver. Supuse que habría sacrificios, y los hubo. Encendieron hogueras al sudoeste de la elevación, y mataron gran cantidad de caballos, ovejas, cerdos y palomas.
El gobierno demostraba su ingenio, como en todas las cosas, en la distribución de los animales sacrificados. Cada persona recibía un trozo de carne asada al entregar una vara marcada, y sólo uno. Por lo tanto, siempre había suficiente para todos y no se producían esos indignos tumultos que echan a perder las ceremonias en Babilonia e incluso en Persia. Se me dijo que Huan era el responsable de esta innovación, que luego adoptaron todos los estados de Catay. Cuando intenté introducir el principio de las varas marcadas entre los Magos, lo rechazaron. Preferían el caos que rodea sus ritos inundados de haoma.
El nuevo duque se encontraba al norte. Solo, como exigía el ceremonial. Parecía tan viejo como su predecesor, o aún mayor. Según el duque de Sheh, no era uno de los hijos del muerto sino un primo. Los ministros habían rechazado a los hijos del duque P'ing en favor de un oscuro primo «notorio por su estupidez».
—Es la persona ideal desde el punto de vista de los ministros.
—¿Son siempre los ministros quienes eligen al soberano?
—El que ha recibido el mandato del cielo sólo designa ministros a sus leales esclavos.
La voz del duque se había tornado bruscamente aguda. A medida que lo conocía, resultaba más evidente que, si bien no era dos personas separadas dentro del mismo cuerpo, ciertamente poseía dos modalidades enteramente diferentes. Una era confiada y traviesa, y se caracterizaba por una voz grave. La otra, expresada en una voz monótona y atiplada, era un verdadero misterio. Con todo, me decía claramente que no eran el momento ni el lugar oportunos para hablar de la anómala posición de sus ducales primos. Como supe pronto, carecen de poder, con raras excepciones, y sus reinos son gobernados por ministros y otros administradores hereditarios. El mandato del cielo sólo es un dorado ensueño de algo que jamás se alcanza y que quizá no existió nunca.
Con voz potente, el nuevo duque de Ch'in se dirigió a sus antepasados. No comprendí una sola palabra. Mientras hablaba con el cielo, los esclavos llevaban los cofres, los trípodes, los muebles a lo que parecía una cueva natural al pie de un empinado barranco de caliza. Se oía música constantemente: como se trataba de trescientos instrumentos tañidos al mismo tiempo, el efecto resultaba extrañísimo para un oído extranjero. Más tarde conocí mejor la música de Catay. Me encantaban en particular unas piedras de distinto tamaño que producen un sonido delicioso cuando se golpean con martillos.
Cuando el duque concluyó su alocución a los antepasados, doce hombres cargaron sobre sus hombros el palanquín en que habían vuelto a colocar el cuerpo del duque P'ing. La música se interrumpió. En silencio, hombres y palanquín desaparecieron en la caverna. Cuando ya no se vio más el cuerpo, todo el mundo dejó escapar el aliento retenido. El efecto fue fantasmagórico, como la primera ráfaga de una tormenta de verano.
Me volví hacia el duque de Sheh. Estaba agazapado como un ave durante la muda, junto a su carroza, con los ojos brillantes clavados en la caverna. Cien mujeres veladas avanzaban hacia ella lentamente. Algunas eran las esposas del muerto, otras sus concubinas, esclavas, bailarinas. Una procesión separada de hombres y eunucos seguía a las mujeres, encabezada por el noble anciano que había asistido a la cena del cochinillo asado. Algunos de los hombres eran oficiales de la guardia; otros eran cortesanos de alto rango. Eran seguidos por músicos, que llevaban sus instrumentos; por cocineros y criados con mesas de bambú en las que se había servido un sofisticado banquete. Uno a uno, las mujeres y los hombros penetraron en lo que evidentemente no era una cueva sino un enorme salón excavado en la roca.